La guerra perdida
josé gil olmos
México, D.F., 21 de mayo (apro).- La desesperación de Felipe Calderón para gobernar es evidente. No ha cumplido ni siquiera dos años y se le nota desanimado, pues las cosas no le han salido nada bien, principalmente en la guerra contra el narcotráfico en la que centró su atención desde el principio al usar indebidamente al Ejército.
El desaliento Calderón lo muestra en irritabilidad, en enojo, tratando de echarle la culpa a todos – medios, ciudadanía, partidos políticos, etc--, de lo que pasa en el país, eludiendo la responsabilidad inherente que tiene como primer mandatario.
Al fracaso en la lucha contra el crimen organizado, a Calderón se le suma también la derrota a su reforma petrolera que, en los primeros debates realizados en el Senado de la República, ha salido bastante vapuleada. Nadie, ni sus defensores, han logrado ofrecer argumentos convincentes de las bondades de dicha reforma. Todo lo contrario, los argumentos en contra que señalan las intensiones de modificar Pemex para beneficio de inversionistas nacionales y extranjeros, han pesado más sin que los puedan refutar.
Esto ha provocado el enojo de Calderón en una magnitud similar a las reacciones que ha tenido a las críticas hechas contra su decisión de meter al Ejército en la guerra contra el narcotráfico.
Una de estas reacciones, que tendrá repercusiones internacionales, es la presión que tuvo para que saliera del país el representante de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para Derechos Humanos, Amérigo Incalcaterra.
Resulta que el diplomático italiano se atrevió a decir que era inoportuno y peligroso meter al Ejército en esta lucha contra los cárteles de la droga porque los militares están preparados sólo combatir a un enemigo utilizando la fuerza y no para realizar labores policiales, con la protección de los derechos humanos que esto implica.
Las constantes denuncias de violaciones a los derechos humanos por parte de los soldados en distintos retenes instalados en Sinaloa, Tamaulipas, Michoacán, Guerrero y otros estados, así como los casos en los que ha habido muertos civiles por errores cometidos por los militares, han puesto al descubierto que el representante de la ONU tenía razón en sus observaciones.
Sin embargo, en lugar de reconocer los yerros cometidos, el gobierno de Calderón ha mostrado su disgusto presionando para que Incalcaterra deje el país, como lo hará a partir de este viernes.
Pero si los calderonistas piensan que esto es un logro, cometen otro grave error porque a nivel internacional reflejan una imagen de intolerancia y de incumplimiento en su obligación para con la salvaguarda de los derechos humanos en México.
El gobierno de Calderón tiene muchos frentes abiertos y no ha podido resolver ni uno solo. La promesa de ser el presidente del empleo quedo precisamente en eso: en una promesa de campaña. El cambio que anunció al entrar a Los Pinos tampoco se ha cumplido y sigue basando su fuerza política en la alianza con la maestra Elba Esther Gordillo. De hecho a esta alianza le apuesta para que su partido, el PAN, gane la mayoría en la Cámara de Diputados en las elecciones de 2009. Los derechos humanos sufren una grave crisis y la pobreza se está acentuando frente al aumento en los precios de la canasta básica.
Además, su equipo de gobierno sigue sin dar un buen resultado, y el caso más patético es el de Juan Camilo Mouriño, quien parece un muerto viviente en la Secretaría de Gobernación. Son hombres y mujeres tan grises que difícilmente podrían ser recordados por la ciudadanía.
Nadie desea que a Calderón le vaya mal. Sería una torpeza pensarlo porque, aunque carezca de legitimidad absoluta, tiene a su cargo las labores de jefe del Ejecutivo y sus errores los pagamos todos.
El punto está en que no ha cumplido el papel ni la responsabilidad de presidente de la República y, al igual que Fox, los problemas del país lo han rebasado y no se ven posibilidades para que pueda hacer algo digno por el que pueda ser recordado.
josé gil olmos
México, D.F., 21 de mayo (apro).- La desesperación de Felipe Calderón para gobernar es evidente. No ha cumplido ni siquiera dos años y se le nota desanimado, pues las cosas no le han salido nada bien, principalmente en la guerra contra el narcotráfico en la que centró su atención desde el principio al usar indebidamente al Ejército.
El desaliento Calderón lo muestra en irritabilidad, en enojo, tratando de echarle la culpa a todos – medios, ciudadanía, partidos políticos, etc--, de lo que pasa en el país, eludiendo la responsabilidad inherente que tiene como primer mandatario.
Al fracaso en la lucha contra el crimen organizado, a Calderón se le suma también la derrota a su reforma petrolera que, en los primeros debates realizados en el Senado de la República, ha salido bastante vapuleada. Nadie, ni sus defensores, han logrado ofrecer argumentos convincentes de las bondades de dicha reforma. Todo lo contrario, los argumentos en contra que señalan las intensiones de modificar Pemex para beneficio de inversionistas nacionales y extranjeros, han pesado más sin que los puedan refutar.
Esto ha provocado el enojo de Calderón en una magnitud similar a las reacciones que ha tenido a las críticas hechas contra su decisión de meter al Ejército en la guerra contra el narcotráfico.
Una de estas reacciones, que tendrá repercusiones internacionales, es la presión que tuvo para que saliera del país el representante de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para Derechos Humanos, Amérigo Incalcaterra.
Resulta que el diplomático italiano se atrevió a decir que era inoportuno y peligroso meter al Ejército en esta lucha contra los cárteles de la droga porque los militares están preparados sólo combatir a un enemigo utilizando la fuerza y no para realizar labores policiales, con la protección de los derechos humanos que esto implica.
Las constantes denuncias de violaciones a los derechos humanos por parte de los soldados en distintos retenes instalados en Sinaloa, Tamaulipas, Michoacán, Guerrero y otros estados, así como los casos en los que ha habido muertos civiles por errores cometidos por los militares, han puesto al descubierto que el representante de la ONU tenía razón en sus observaciones.
Sin embargo, en lugar de reconocer los yerros cometidos, el gobierno de Calderón ha mostrado su disgusto presionando para que Incalcaterra deje el país, como lo hará a partir de este viernes.
Pero si los calderonistas piensan que esto es un logro, cometen otro grave error porque a nivel internacional reflejan una imagen de intolerancia y de incumplimiento en su obligación para con la salvaguarda de los derechos humanos en México.
El gobierno de Calderón tiene muchos frentes abiertos y no ha podido resolver ni uno solo. La promesa de ser el presidente del empleo quedo precisamente en eso: en una promesa de campaña. El cambio que anunció al entrar a Los Pinos tampoco se ha cumplido y sigue basando su fuerza política en la alianza con la maestra Elba Esther Gordillo. De hecho a esta alianza le apuesta para que su partido, el PAN, gane la mayoría en la Cámara de Diputados en las elecciones de 2009. Los derechos humanos sufren una grave crisis y la pobreza se está acentuando frente al aumento en los precios de la canasta básica.
Además, su equipo de gobierno sigue sin dar un buen resultado, y el caso más patético es el de Juan Camilo Mouriño, quien parece un muerto viviente en la Secretaría de Gobernación. Son hombres y mujeres tan grises que difícilmente podrían ser recordados por la ciudadanía.
Nadie desea que a Calderón le vaya mal. Sería una torpeza pensarlo porque, aunque carezca de legitimidad absoluta, tiene a su cargo las labores de jefe del Ejecutivo y sus errores los pagamos todos.
El punto está en que no ha cumplido el papel ni la responsabilidad de presidente de la República y, al igual que Fox, los problemas del país lo han rebasado y no se ven posibilidades para que pueda hacer algo digno por el que pueda ser recordado.
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