14 ago 2009




Sumar para multiplicar: AMLO y Ebrard (segunda y última parte)


De los liderazgos visibles de la izquierda mexicana hay al menos dos, el de Andrés Manuel López Obrador y el de Marcelo Ebrard, que pueden, sumados, acelerar y conducir el urgente proceso de recuperación de la misma, pero que, si se dividen y se enfrentan, si sucumben a las seducciones del poder, harán la debacle irreversible. Si eso sucede, perderán ellos y sus partidarios, pero también perderá el país. Reconstruir a la izquierda es una responsabilidad histórica que no debe eludirse y que no puede, tampoco, hacerse sin una dirigencia unida en torno a principios firmes y claros y no por conveniencia. Que tenga prestigio, solvencia moral y capacidad de comunicarse con la gente. Atrás han de quedar, si quiere la izquierda recuperar la confianza y el voto de la gente, las intrigas palaciegas, las ambiciones personales, la mezquindad que con tanta frecuencia acompañan su quehacer político.

En este país urge un cambio; más de veinticinco años de neoliberalismo nos tienen al borde del colapso. A riesgo de repetirme, insisto en la imprescindible letanía; es preciso construir ya una opción real y posible de transformación que devuelva la esperanza de bienestar a las mayorías empobrecidas, de contendido real a la democracia y abra los cauces de un desarrollo con justicia y libertad. López Obrador o Ebrard pueden conducir ese barco a buen puerto o hacerlo naufragar.

Es temprano para decir quién, de ellos dos, debería ser —por sus merecimientos y capacidades, por la confianza que inspira a la gente, por sus posibilidades reales de obtener la victoria— el candidato a la Presidencia en 2012 o bien si a ninguno de los dos corresponde esa tarea y les toca más bien a ambos apoyar a un tercero. Lo que está claro ya, sin embargo, es que son piezas clave en el proceso de reconstrucción de la izquierda y que sólo sumados pueden ser capaces de multiplicar.

Sus adversarios, ése es el pan de cada día, al tiempo que alimentan las ambiciones de cada uno, manejan la tesis de la confrontación entre ellos y aspiran, con su obsesiva reiteración, a hacerla realidad. Abundan las informaciones y los dichos que los colocan en posiciones antagónicas y hablan ya de una ruptura inminente. Goebbels era un criminal, pero no un imbécil. Si cualquiera de ellos se equivoca. Si la ambición personal, los engaños de sus enemigos, la presión de sus partidarios —ansiosos de beneficiarse con el ascenso de sus jefes— los hace aferrarse a la posibilidad de sentarse en la silla presidencial y chocar contra aquel junto al que debieran luchar hombro con hombro; si de nuevo se instala la división entre la izquierda electoral mexicana, no cargará ésta sólo con la vergüenza de un segunda derrota consecutiva. Qué va. Eso es lo de menos. Sobre su espalda llevará la fractura de la paz social en el país, porque la alternancia real de proyectos económicos y de gobierno es, a estas alturas, la única garantía de que ésta se mantenga.

Atenerse a los principios y no a los dogmas tradicionales de la izquierda, entender que al pueblo se sube y que, por tanto, hay que hablarle con dignidad, inteligencia y decoro. Desechar por antiguo, improcedente y probadamente ineficiente el vacuo discurso populachero, agitador, que funciona por teatral —y a veces— al calor del mitin, pero del que los medios se sirven para golpear. Evitar por otro lado la vana aspiración de presentarse como una “izquierda decente” y cancelar con ese propósito la defensa de los intereses de las mayorías empobrecidas. Sumarse a un debate de ideas y rechazar la típica tendencia de izquierdistas de viejo cuño, ex priistas y aventureros, a sustituirlo por la conspiración y la grilla. Abandonar la complacencia ante el espejo y abrirse al mundo y al conocimiento. Acercarse a los jóvenes —que nunca habían estado tan lejos y con tanta razón de la izquierda— y aprender a hablar, sin el auxilio de mercadólogos y charlatanes que terminan por hacer que sus asesorados actúen como payasos, su mismo lenguaje. Sentir en carne propia la frustración que los embarga; el vacío en el que se mueven y aprender a tocar, de nuevo, ese diapasón que en el 68, en el 88, en el 97 los hizo movilizarse, luchar, vencer. Ser por eso y para eso flexibles, imaginativos, audaces, tolerantes frente a aquellos que piensan diferente, intransigentes ante la impunidad y la injusticia, constantes en el señalamiento de las fallas del adversario, inclementes en el reconocimiento de las propias. En fin; rehacerse, reinventarse, darse cuenta de que, de alguna manera, si no todo está perdido de seguir, así las cosas muy pronto lo estará.

López Obrador y Ebrard han de emprender esta transformación bajo la lupa de la sociedad —descreída y distante— y el asedio de muchos y muy poderosos enemigos decididos a destruirlos y a sembrar entre ellos la discordia. Uno, López Obrador, carga sobre la espalda el enorme desgaste sufrido tras tres años de lucha contra el gobierno calderonista y resultado también de su empecinamiento. Otro, Ebrard, el desgaste producto —y que habrá de profundizarse— de estar al frente de una ciudad ingobernable a la que el país, que entró en barrena, arrastra en su caída. Pero más allá de enemigos y circunstancias adversas están sus propios demonios y la posibilidad de que no sean, por tanto, capaces de repetir ese acto de inteligencia, generosidad y congruencia moral de Heberto Castillo en 1988, cuando el ingeniero, pensando en el país y no en sus aspiraciones personales, detonó el proceso que llevó a la izquierda a las puertas del poder.

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