28 ago 2008

PLAZA PÚBLICA

Ominoso Narcodesafìo

MIGUEL ÁNGEL GRANADOS CHAPA

La geografía del crimen organizado permite saber que sus capacidades destructoras se encuentran por doquier, en todo el País. Hace poco el estado de Colima, el único donde no se había producido una ejecución entre narcotraficantes perdió esa valiosa excepcionalidad. La omnipresencia de las armas delincuenciales es una verdad sabida, comprobada y padecida. Pero el martes una banda de narcotraficantes lanzó un descomunal desafío al Estado mexicano: mostró su capacidad de desplazamiento y la libertad de acción que ha ganado al colocar 27 mensajes en lugares públicos de doce ciudades en seis estados. El reto se concentró en entidades norteñas: Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas, pero se expresó también en Quintana Roo, Veracruz y San Luis Potosí.

Simultáneamente, en obvia aplicación de un plan, ante la mirada pública en no pocos casos, grupos de delincuentes desplegaron mantas en jardines y calles de ciudades distantes entre sí como Piedras Negras y Cancún, como Acuña y Poza Rica, como Nueva Rosita y Matehuala (así como en Nuevo Laredo, Sabinas y Múzquiz). Tres capitales quedaron incluidas en la maniobra propagandística: San Luis Potosí, Saltillo y Monterrey. En esta última ciudad el desafío no se recató: una manta fue colocada a pocos metros del Palacio Municipal, y la de la Alameda fue desplegada ante testigos que pudieron ver que lo hacía un comando de diez personas, llegadas a bordo de tres vehículos, exhibiendo armas largas. Es decir, no se contrató a brigadas de muchachos desempleados sino que se quiso hacer saber de qué se trataba.

El despliegue de anteayer es ominoso porque los colocadores de mantas pudieron haber realizado, con la misma libertad con que se desplazaron, sin riesgo alguno de ser detenidos, cualquiera otra acción, incluidas ejecuciones o asesinatos y levantones o secuestros de personas sin vinculación alguna con la delincuencia. El desafío, si bien forma parte de la contienda entre bandas de narcotraficantes (como ayer detalló el diario Reforma al dar cuenta abundante de las narcomantas) puede también ser entendido como una respuesta entre insolente y burlona de la delincuencia organizada al Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad. Si no lo es, al menos significa que las movilizaciones burocráticas, más mediáticas que reales, contra la delincuencia tienen sin cuidado a sus destinatarios.

Lamentablemente, los delincuentes, organizados o no, incipientes o profesionales, tienen razón para disponer de las ciudades, poblados y caminos como si fueran propios, porque ninguna autoridad puede ponerles el alto. El procurador federal Eduardo Medina Mora, supo desde poco después de perpetrado el secuestro de la joven Silvia Vargas Escalera, lo que significa que hace ya once meses la averiguación previa que debió iniciarse entonces arroja el mismo resultado que miles de otros ejercicios ministeriales; es decir, ninguno. Se ha llegado por eso al extremo de que la madre de la víctima, en un gesto dramáticamente enternecedor pida a quienes se llevaron a su hija que la dejen en libertad o, al menos, informen sobre el destino de su cuerpo si es que, como a Fernando Martí, la asesinaron. Tampoco puede la PGR ofrecer resultados de las averiguaciones, si se abrió alguna, relativas a cinco secuestros más, de que fueron víctimas la directora y alumnos de la misma escuela a que asistía Silvia Vargas (Diario Monitor, 27 de agosto).

Los narcomensajes de la campaña desplegada el martes aluden a la corrupción como causa de su reproche. No debe conferirse crédito, ni por un instante, a las acusaciones que contienen los textos de las mantas exhibidas. El solo hecho de que sean anónimos impide creer un ápice de lo que dicen en su lamentable caligrafía, amén de que sus alegatos, de ser auténticos, provienen de bandas de facinerosos que defienden sus intereses. Pero sus insinuaciones se refieren a conductas de militares que deberían ser punto de partida para investigaciones realizadas por órganos creíbles, si los hubiera.

En territorio mexiquense, ya cerca del Distrito Federal, la escritora Marta Alcocer fue asaltada el jueves pasado, a la hora en que en Palacio Nacional se reunían los firmantes del pacto contra los delincuentes. Narrado con el hondo dramatismo con que vivió la agresión, el atraco caminero pudo haberse convertido en un torturante secuestro que acaso terminara con la muerte de la víctima. Para fortuna de Marta Alcocer ella se salvó de un destino que en cambio padeció, en Mexicali, Ángel Caldera Mendoza, hijo de la profesora Guadalupe Mendoza Partida, supervisora en la zona escolar número 20. Los secuestradores demandaron el pago de diez mil dólares, que la familia no pudo reunir por más esfuerzos que hizo. En respuesta, el joven de 19 años fue asesinado. El cadáver fue dejado en la cajuela de un vehículo robado, en un canal de riego.

Es previsible que esos asesinos queden sin castigo, porque en Baja California la muerte tiene permiso. En Tijuana, en sólo dos días fueron decapitadas cuatro personas y una más murió con el cráneo destrozado. El subprocurador local dijo que los muertos del martes, tres de los cinco fueron probablemente asesinados en lugar distinto del basurero clandestino donde sus cuerpos fueron hallados, a pocos metros de sus cabezas. Esa es la trágica condición de Tijuana, una ciudad donde se puede asesinar y transitar con cadáveres a cuestas sin que nadie lo impida o detenga a quienes lo hacen.






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