21 sep 2008

21/SEPTIEMBRE/2008
PLAZA DOMINICAL
‘La Familia’ y las familias


MIGUEL ÁNGEL GRANADOS CHAPA

México vive una de las coyunturas más graves de su historia contemporánea, sólo comparable a los peores arrebatos del poder presidencial autoritario capaz de ordenar, hace 40 años, la matanza de Tlatelolco. La represión solía ser selectiva, y casi nunca puso en peligro, simultáneamente, a sectores diversos de la sociedad. No vaciló en matar pero, con el auxilio de medios de información que incumplían su responsabilidad social lo hizo en la oscuridad, ocultando su maldad y por lo tanto sin ufanarse de ella, ni siquiera para disuadir a sus críticos.

No se entienda esta comparación con una añoranza de los tiempos del despotismo. Líbreme el cielo de extrañar ni por un instante un solo rasgo del régimen cuyos poderosos no admitían contrapeso ni escrutinio público e incurrieron en abusos que constituyeron la dictablanda, que de tanto en tanto se endurecía. Ni por asomo deseo una vuelta atrás. Esbozo los trazos generales del deplorable pasado para contrastarlo con el ánimo social que priva en el País, sumido en la tristeza, en el desconcierto, en el miedo, temeroso y desconfiado de autoridades situadas por debajo de la exigencia de la sociedad en esta hora.

El estallido de dos granadas de fragmentación en Michoacán, que asesinó a ocho personas y lesionó a más de un centenar llevó a los mexicanos todos al campo de batalla, en que nos hallamos inermes, inhábiles aún para comprender lo que pasa y cuándo y cómo llegamos a este punto, y tensos en espera de nuevas situaciones que hagan palidecer las que ahora nos atosigan. Decirlo no es derrotismo, no significa completar la tarea de los terroristas, uno de cuyos objetivos es abatir el espíritu comentario para inducir la falsa idea de que no hay nada que hacer frente a su poder. Por lo contrario, alimentar la convicción de que la sociedad mexicana posee una energía que en el pasado reciente le ha permitido superar (no sin daño) profundas crisis económicas, graves tragedias causadas por la naturaleza indomeñable y hondas grietas en la convivencia social, requiere no partir de ilusiones ni de exhortos retóricos a construir la unidad de que carecemos, sino de clara conciencia de la posición en que nos hallamos, para encontrar el rumbo que nos conduzca a situaciones nuevas donde podamos sacar fuerza de flaqueza.

Hagámonos cargo, para empezar, del poder del enemigo. En la mañana de anteayer, viernes los morelianos vieron, supongo que con estupor, narcorrecados escritos en mantas como las que proliferaron en 12 ciudades del País, de seis estados, a fines de agosto. Con la misma libertad con que los remitentes colocaron sus mensajes en concurridos espacios públicos y puntos de reunión en Morelia hubieran podido hacer algo peor. ¿Y si en vez de las mantas los mensajeros pusieran bombas o hicieran estallar nuevas granadas? Asusta pensar que pudieron hacerlo, no obstante la vigilancia extrema que desde el martes pasado se ejerce en la capital de Michoacán. Diestros en sortear a las fuerzas que protegen a los morelianos, o conocedores de sus movimientos, los miembros de “La Familia”, la banda que firma los recados mostraron una vez más su capacidad de desplazamiento, su aptitud para la propaganda.

Sus textos, tanto en las mantas como en telefonía celular y otros medios, parecen el grito típico del ladrón que denuncia a ladrón para alejar de sí la persecución. “La Familia” atribuye el incalificable atentado del lunes a una banda rival, la de “Los Zetas”, a los que descalifica por la gravedad del atentado, situándose, como lo ha hecho en otros momentos de su libre deambular por los espacios públicos michoacanos, en una altura moral de la que se encuentra lejos. O qué, ¿haber inaugurado la terrible práctica del degüello de los enemigos ejecutados le da alguna suerte de autoridad para determinar quién obra mal y quién lo hace bien?

“La Familia” que ha dañado a las familias michoacanas con su práctica homicida combinada con una irritante prédica justiciera, a la que nadie puede dar crédito, es señalada por el Gobierno federal como la organización que presuntamente atentó contra la población civil la noche del Grito. Si se comprobara que así es, más vale desear que la impunidad que ha beneficiado a esa banda durante años, se interrumpa ahora que fueron mucho más allá de sus límites. Si las causas que han permitido la presencia y aún prosperidad de La familia (entre ellas el apoyo que encuentra en autoridades civiles y policiacas en las comarcas de su poder) no son eliminadas, los mexicanos nos quedaremos con el agravio sufrido en carne propia por los michoacanos y con el pavor de que la banda reincida en su conducta.

Se presume que “La Familia” habría actuado así para “calentar” la zona en perjuicio de sus rivales, puesto que el despliegue de las fuerzas federales estorbaría el ejercicio del ruin negocio a que se dedican una y otra mafias. Es una razón por lo menos insuficiente. Esas fuerzas han actuado en Michoacán desde diciembre de 2006, pues allí se inició la estrategia de combate a la inseguridad del Gobierno de Calderón y si bien disminuyeron con su presencia algunos índices de la criminalidad, no han conseguido extirpar ni abatir el activismo delincuencial. Y, por otra parte, el medio empleado para conseguir ese propósito fue excesivo. Las granadas de fragmentación hechas estallar la noche del 15 segaron vidas inocentes, sí, pero sus esquirlas se esparcieron por todo el País. Su efecto consistió en atemorizar a la gente común y corriente, a usted y a mí. Por eso ha habido consenso en considerar que se trató de un acto terrorista, de alcances mayores que una simple maniobra para entorpecer el funcionamiento de una banda rival.

El terrorismo debe figurar ahora en la agenda del esfuerzo institucional y ciudadano para combatir la inseguridad. No se le podrá enfrentar con instrumentos mellados por el uso o el desuso. Ni se puede optar por la vía de legislar para encararlo, como se busca hacer ante otros delitos. El terrorismo está tipificado en la legislación penal desde 1970 y quienes lo practiquen pueden ser perseguidos conforme a esa norma, hasta ahora utilizada (por fortuna sin éxito) para procesar a quienes, cuando más, habrían hecho estallar petardos en sucursales bancarias sin causar daños a persona alguna y apenas provocando descascaramiento de paredes y rotura de cristales.

Enriquecer la panoplia legal para remediar la inseguridad, como se propone hacer el Ejecutivo federal con la remisión al Congreso de varias iniciativas, es un propósito sano a condición de que no se exagere su utilidad ni sirva como coartada para ocultar ineficacias. La ley no modifica la realidad social ni las prácticas institucionales. Si acaso, sirve para encauzar la acción del Gobierno. Pero no necesariamente genera efectos inmediatos ni espectaculares, sobre todo porque las nuevas leyes, como las ya vigentes deben ser aplicadas por personas y mecanismos que pueden hacerlas nugatorias, tal como lo enseña la experiencia mexicana.

De cualquier modo debe ser saludado el propósito de atacar a la delincuencia organizada obturando las fuentes de su financiamiento, inhibiendo que los criminales obtengan provecho de sus acciones ilícitas y lo preserven aún en el raro caso de ser detenidos y sentenciados. La ley de extinción de dominio puede servir para ese propósito y evitar la peregrinación de las víctimas de delitos patrimoniales (incluido el secuestro) para que se les resarza el daño que los delincuentes les causen. Pero hace falta igualmente activar y agilizar mecanismos ya existentes, como los de inteligencia financiera, que permitan evitar el lavado de dinero. Impedir que los recursos mal habidos de la delincuencia entren en los circuitos legales ha de ser el modo más eficaz de frenar a crimen organizado, pues cancelando la posibilidad del lucro, que es el motor de la criminalidad sus prácticas pierden todo sentido.

El presidente Calderón envió sus proyectos de ley justo a tiempo de que los conociera el Consejo Nacional de Seguridad Pública. En esta hora crítica debe ir mucho más allá que cumplir compromisos circunstanciales. La tarea de hoy demanda una acrisolada conciencia del estado democrático, que le permita diferenciar entre los enemigos del Estado y los adversarios políticos. Creer que hay un enemigo interno al que se declara la guerra conduce a la dictadura.

El pasado presente

El viernes pasado se cumplieron 40 años de la ocupación militar de Ciudad Universitaria, el principal campus de la Universidad Nacional, el único entonces. Después de las 10 de la noche del 18 de septiembre de 1968, unos 10 mil soldados, apoyados por tanques ligeros, entraron al circuito escolar y detuvieron a cuanta persona hallaron a su paso. Aparte esas capturas, que afectaron a cientos de personas, la primera providencia de los jefes de la invasión fue arriar la bandera que ondeaba a media asta frente a la Torre de la rectoría. Al comenzar agosto la había colocado en ese lugar el rector Javier Barros Sierra, como señal de luto por la agresión que el propio Ejército había lanzado contra otros recintos universitarios, cuando destruyó el portón principal de san Ildefonso.

El consejo nacional de huelga sesionaba esa noche en la Facultad de medicina, para examinar la situación del movimiento estudiantil que aquel grupo director encabezaba. Los más de ellos pudieron salir de ese espacio cerrado y sólo serían detenidos el dos de octubre, tras la matanza de Tlatelolco. También se frustró otro objetivo de la ocupación militar. Se trataba de aprehender al ingeniero Heberto Castillo, que había ofendido a la hipersensible y enfermiza personalidad lanzando el Grito en la propia Ciudad universitaria el 15 de septiembre, tres días antes apenas de la ocupación castrense. Castillo presidía la Coalición de Profesores de Enseñanza Media y Superior, que mostraba en la práctica su solidaridad con los jóvenes activistas en su reclamo contra la represión y a favor de las libertades públicas. Esa conducta del afamado profesor de la Facultad de Ingeniería que era la misma del sabio Eli de Gortari y el gran escritor José Revueltas, era criticada y denostada por el Gobierno, como se aprecia en un documento, conocido con posterioridad, el Libro Blanco del Movimiento del 68:

“Maestros cincuentenarios se sentían adolescentes junto a la muchachada que se había trasladado a vivir en la universidad. Incapaces de orientar, eran conducidos, junto con los estudiantes, hacia la culminación final de un proceso destructivo…”

Durante agosto, y hasta el 13 de septiembre, el día de la conmovedora marcha de silencio que evocamos aquí la semana pasada, el éxito de las movilizaciones orilló al Gobierno a impedir la libertad de movimientos de los activistas, que se refugiaron en lo que creyeron espacios seguros, los recintos del Politécnico y la UNAM en que estudiaban la mayoría de ellos. Especialmente la Ciudad Universitaria se convirtió no sólo en punto de encuentro sino en recinto de manifestaciones jolgoriosas, en que perseveraban los estudiantes a pesar de que el clima represivo se hacía cada vez más denso y ominoso. El Gobierno, desde su óptica autoritaria veía lo que estaba ocurriendo en Ciudad Universitaria de modo totalmente diferente, que anunciaba también sus nefastos propósitos:

“El ambiente sicológico para que unos cuantos condujeran a importantes sectores a una aventura suicida, estaba ya formado. El lavado de cerebro era automático… La sugestión colectiva había llegado a al grado de efervescencia… el poder estudiantil estaba listo para el cambio de las estructuras sociales. Dos o tres mil estudiantes se hallaban plenamente inoculados por el virus de la revolución violenta, mientras en las aulas se almacenaban bombas molotov hechas con botellas de ron y tequila que quedan vacías después de cada orgía nocturna…

“Y en la sombra, los provocadores terroristas, que querían ver fracasar al País en su compromiso de celebrar eficazmente los Juegos de la XIX Novena Olimpiada como primer paso de la desintegración civil, sonreían…”

La maniquea visión gubernamental establecía que “el poder estudiantil había violado francamente la autonomía universitaria y la respetabilidad de las escuelas técnicas…tenía convertidos los planteles en enclaves territoriales, en cuarteles generales de sedición desde los que partían cientos de miles de volantes excitando al pueblo a rebelarse contra el Gobierno, y también punto de partida de las brigadas políticas que pugnaban por extender el conflicto a la orbita nacional… los provocadores extremistas habían afianzado sus posiciones de fuerza (mientras) que las autoridades universitarias resultaban impotentes carecían de medios materiales para impedir que los planteles siguieran siendo focos infecciosos… sintiéndose dueños de la universidad, amparados en su autonomía, que en realidad estaban pisoteando desde mucho tiempo atrás, consiguieron mantener la postura irracional. Igual que en Francia, la conclusión orgullosa era: todo o nada.

“El Gobierno, tras casi dos meses de espera paciente y de tolerancia a injurias y actos sediciosos, con elementos del Ejército Nacional recuperó la Ciudad Universitaria de manos del poder estudiantil, en una operación rápida e incruenta”.

No hay comentarios.: