11 ene 2007

EDITORIALISTAS DEL UNIVERSAL.

La justicia imperial

Porfirio Muñoz Ledo11 de enero de 2007

La primicia política del año fue la elección del Presidente de la Suprema Corte. Los pronósticos se confirmaron y fue escogido el ministro Guillermo Ortiz Mayagoitia, eminencia gris del bloque dominante, quien -tras de escarceos menores- obtuvo en primera vuelta la mayoría suficiente de siete votos. El humo blanco que anunció la culminación del cónclave en nuestro palacio vaticano selló en este caso, como en del cardenal Ratzinger, la consolidación de una tendencia que es menester analizar.

Significa la continuidad de una tradición conservadora en lo ideológico y caciquil en el ejercicio de la autoridad, esto es, obsecuente hacia el Ejecutivo en lo exterior y verticalista hacia el interior de la Judicatura. Un poder dentro del Estado, más que un Poder del Estado.

Los antecedentes del designado, el programa de trabajo que presentó en diciembre y sus primeros pronunciamientos dejan pocas dudas respecto del sentido que pretende imprimir a su tarea. La primacía del formalismo, y aun del "letrismo" cuando conviene, en olvido al deber "garantista" del tribunal supremo.

Los casos más relevantes en los que intervino el nuevo presidente lo pintan de alma entera. Votó en contra de la despenalización del aborto en el Distrito Federal con el peregrino argumento de que "la Constitución" protege la vida de los seres humanos desde la fecundación; dirimiendo así una contradicción de tesis entre la República y la Iglesia, a favor de esta última. Avaló que una persona, tanto en México como en el extranjero, pueda ser condenada a cadena perpetua, por no considerarla pena inusitada, sino -suponemos- regular o hasta trivial.

Por lo que hace a su concepto de la división de poderes, bastaría citar su anuencia al veto del presidente Fox contra el Presupuesto de Egresos de 2005, en desacato flagrante del mandato constitucional; su oposición a que la Auditoría Superior de la Federación averiguara las irregularidades cometidas en el saneamiento del Fobaproa y su negativa a que se sometiera a juicio político al gobernador de Morelos y se investigara si el Góber precioso violó las garantías individuales de Lydia Cacho. Complicidad política, simple y llana.

Sus intenciones de reincidencia son expresas. Se apresuró a declarar que no habrá "golpe de timón" en la conducción de la Corte, sino una "evolución", sin especificar hacia dónde. Censuró implícitamente a sus predecesores, adelantando que no habrá "presidencialismo puro y directo", ni tampoco una "presidencia compartida". Finge ignorar que Vicente Aguinaco y Genaro Góngora comprometieron su liderazgo, a contracorriente, para conquistar la independencia de la Corte y que Mariano Azuela encubrió su política blanda tras del grupo mayoritario. No busca "activismo judicial o de avanzada" ni necesita disfraces colectivos. Tal vez quiere ser, por sí mismo, un papa reaccionario.

La reacción de los diputados ante la justicia imperial que padecemos es un aviso oportuno. Para el ejercicio de 2007 redujeron al Poder Judicial de la Federación 4 mil 191 millones de pesos respecto del presupuesto anterior. El mayor recorte se aplicó al Consejo de la Judicatura (3 mil 324 millones) y enseguida a la propia Suprema Corte (62l millones). Algunos argumentos: cada plaza del Poder Judicial -incluyendo las más modestas- tiene un costo anual neto de 605 mil 472 pesos, el ingreso de los consejeros de la Judicatura ascendió a 4 millones 356 mil pesos anuales y cada uno de los cuarenta ministros jubilados recibió el año pasado 2 millones 766 mil pesos. Una contribución ejemplar a la equidad de salarios y pensiones entre los mexicanos.

La reforma del Estado tiene como objetivo prioritario la transformación democrática del Poder Judicial, para devolverle majestad e independencia, mediante la abolición de la arrogancia, la corrupción y la obsecuencia. Para otorgar a los ciudadanos el acceso efectivo a una justicia honesta, transparente, expedita y retributiva. Tres son cuando menos las tareas más urgentes: la creación de una Corte Constitucional, la autonomía plena del Consejo de la Judicatura y el impulso decidido al Libro Blanco de la Reforma Judicial que fue entregado a los poderes Ejecutivo y Legislativo de la Unión.

El debate en torno a la creación de una Corte Constitucional, lanzado por la Comisión de la Reforma del Estado en 2000 fue pospuesto a petición del Pleno de la Corte, durante diálogos abiertos que sostuvimos, debido a la batalla por su independencia que entonces libraban. Convinimos en que el actual sistema de designación del Poder Judicial es inadecuado y propusimos que, una vez que avanzara el proceso de transición democrática, se retomara la discusión respecto de la instauración de un tribunal constitucional, que absorbiera las facultades que ésta tiene en materia de controversias constitucionales o acciones de inconstitucionalidad, cuyos actores sean autoridades públicas.

Dejamos claro que si bien las reformas de diciembre de l994 habían consolidado la función de la Corte en todas las modalidades de control de la constitucionalidad, no es menos cierto que el arbitraje entre poderes le fue concedido históricamente porque se trataba de un poder político, antes que poder jurisdiccional. Recordamos que en la Carta de 1824, en la de 1857 y en la original de 1917, sus miembros eran electos, o por sufragio universal o bien por una combinación de decisiones de los Congresos de los Estados y del de la Unión. Era un Poder federativo por antonomasia. En cambio, desde la reforma de 1928, ningún ministro de la Corte puede ser nombrado sino a propuesta del Presidente de la República.

Pensamos que era conveniente mantener por algún tiempo ese mecanismo de designación, para no afectar la estabilidad del órgano, pero condicionado a fortalecer su carácter de máximo tribunal de legalidad y de control constitucional por la vía del amparo, y confiar más tarde a un poder de conformación democrática las controversias entre autoridades. Propusimos volver al sistema de 1917, de modo que el Congreso, a propuesta de las legislaturas estatales, conformara un órgano de carácter eminentemente político, responsable de velar en última instancia por el correcto funcionamiento del sistema constitucional.

Parece también inconsecuente que la cabeza del Consejo de la Judicatura sea el Presidente de la Corte, lo que genera una confusión de poderes. No sólo porque los miembros de ese órgano hacen mayoría en el Consejo, sino porque actúan como jueces y partes. Detentan facultades de evaluación, promoción, y sanción sobre el cuerpo que ellos dirigen, tienen competencia para dictar acuerdos sobre el desempeño de sus propias funciones y fiscalizan y auditan el empleo de los recursos que ellos mismos ejercen. Para colmo, también dirimen controversias sobre sus propias decisiones en los casos previstos por la ley. Con sobra de argumentos, el jurista Jaime Cárdenas Gracia ha propuesto la conversión del Consejo en un órgano constitucional autónomo de amplia composición.

El árbol de la justicia se conoce por sus frutos, aunque temo que muchos estén podridos desde su gestación. El empeño que inviertan en promover las reformas judiciales que propusieron a los otros poderes será señal inequívoca de regeneración o de contumacia; de imperialismo ramplón o voluntad genuina de servicio público. A las pruebas nos atendremos.

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