12 feb 2010




Carta a Felipe Calderón Hinojosa (segunda y última parte)




Recomendarvotar ahoraNo hay señales de acuse de recibo de su parte o de alguno de sus personeros a la misiva dirigida a usted publicada aquí la semana pasada. No importa, persisto en el intento, no es sólo un compromiso con los lectores, sino un deber ciudadano. Aunque sé que al “ni los veo, ni los oigo” de CSG usted ha añadido un “no los leo”, mantengo el dedo en la llaga.

Si fuera usted, señor Calderón, un ciudadano común estaría en su derecho de mandarme al diablo.

El problema es que “haiga sido como haiga sido” está sentado en la silla y desde ella conduce una guerra que, me temo, debido a sus yerros como comandante y a la doctrina con la que se combate, habremos de perder todos.

Sé que son miles o decenas de miles las cartas que pueden llegarle cada día, pero tampoco me resigno ni me conformo. Advierto cómo avanza un grave peligro sobre México y —vaya paradoja— creo que de alguna manera es usted, con su comportamiento, con la doctrina que lo inspira, el que lo encarna.

Tuvo usted la ligereza de criminalizar a las víctimas de la masacre en Ciudad Juárez. Sin averiguación policiaca ni resolución judicial dio por sentado que los asesinados eran delincuentes y pasó a contabilizarlos como bajas enemigas, y por ende a minimizar esa pérdida inconmensurable no sólo para los deudos, sino para el país.

No se detuvo a considerar las condiciones en que se perpetró la masacre, el hecho de que “peligrosos pandilleros” estuvieran desarmados, y menos todavía que fueran estudiantes. Disparó a bocajarro y eso es precisamente lo que me preocupa; que esa costumbre suya se vuelve norma.

Calumnió usted desde la más alta magistratura, y haciendo uso del potentísimo eco que los medios de comunicación dan al poder, a aquellos a los que antes no estuvo en condiciones de proteger. Ignoró los reclamos de sus deudos y, finalmente, se presenta en Ciudad Juárez para anunciar, con bombo y platillo, una “estrategia integral” para rescatar esa ciudad.

Un agravio de este tamaño a las víctimas, los deudos, Ciudad Juárez y el país no se resuelve con una “sentida disculpa” ni reconociendo que se trataba de “jóvenes ejemplares”. Tampoco con redefiniciones tardías de estrategia de carácter escenográfico, arengas patrióticas o medidas propagandísticas.

El problema señor Calderón no es de estrategia, sino de doctrina y también, por supuesto, de conducción. Cómo y en qué cantidades ha de desplegarse la tropa, qué hacer para atender consumo y adicciones, cómo dignificar los espacios públicos o atacar los flancos financieros del narco son asuntos que con buenos especialistas y el auxilio omnipresente de la DEA terminan por resolverse.

Lo que no se resuelve y conspira en sentido contrario es esa “mecha pronta”, esa costumbre de “disparar a bocajarro” con la que usted procede dejando ver los rasgos esenciales de su gobierno: la intolerancia y el autoritarismo.

La doctrina del comandante termina por permear incluso en los más prestigiosos y preparados cuerpos profesionales, mella su institucionalidad y desvirtúa y corrompe sus procedimientos, les hace traicionar su misión.

No tenemos, es preciso en esto ir más allá de su adicción propagandística, unas FFAA que puedan presumir de su solvencia absoluta frente al narco. Mandos importantes han protegido o trabajado con los grandes capos. Tampoco con respecto al respeto irrestricto a los derechos humanos tiene demasiado en su haber el Ejército Mexicano y menos todavía abona a su prestigio la relación que ha establecido, a partir del intercambio de prebendas, con gobiernos corruptos y autoritarios.

Un comandante como usted, con esa doctrina autoritaria que en el fondo supone el desprecio a la vida de quienes considera sus enemigos, puede potenciar esas debilidades estructurales, tal como se vio en el caso de la manipulación del cadáver de Arturo Beltrán Leyva y hacerlas operar, masivamente y con la coartada de combate al crimen organizado, al margen de la ley.

Son éstas las razones y no conspiración del narco lo que explica el rechazo de amplios sectores a la presencia del Ejército en las calles.

Y si eso pasa con las FFAA, peor todavía sucede con las policiacas, que regidas por el afán de obtener resultados rápidos a cualquier costo y la necesidad imperiosa de proporcionar, con capturas y muertes, insumos al plan propagandístico de su gobierno, pueden caer en la tentación de volverse escuadrones de la muerte uniformados.

Su costumbre de atribuir las muertes a pugnas entre criminales y convertirlas en una especie de victoria, o al menos en síntoma del avance en esa dirección, opera entre quienes combaten como una “licencia para matar”. Su costumbre de “disparar a bocajarro” ante los medios se traduce, en el terreno, en la política de no hacer prisioneros.

No se equivoque, ni me opongo al combate contra el crimen organizado ni ignoro lo que está en juego. La fuerza del Estado ha de usarse con firmeza y decisión pero sin caer —y me temo que usted se mueve en ese terreno— en “una batalla entre fanáticos —cito al escritor y poeta israelí Amos Oz— que creen que el fin, cualquier fin, justifica los medios”.

Termino diciéndole que creo firmemente que lo escrito aquí es expresión —vuelvo a Amos Oz— de la lucha que en nuestro país se libra “entre los que piensan que la justicia, se entienda lo que se entienda por dicha palabra, es más importante que la vida y aquellos que pensamos que la vida tiene prioridad sobre muchos otros valores, convicciones y credos”.

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