19 sep 2007

Luis Linares Zapata

Delincuentes electorales

La Jornada


El martes pasado, y en cadena nacional, se reunieron en la sede de la Cámara de la Industria de la Radio y Televisión de Radio y Televisión (CIRT) buena parte de los delincuentes electorales de la contienda por la Presidencia de la República. Ahí estaban, orondos, adoptando poses para reflejar la gravedad del acto. Se veían decididos a escenificar una más de sus tropelías, difundidas por los medios a su cabal y díscolo servicio. Pretendió ser masiva demostración de poderío. Resultó amasijo de traficantes de influencias, ahora llamados fácticos. Fueron ellos los que incidieron, de manera gandalla e ilegal, en contra del entonces candidato a la Presidencia Andrés Manuel López Obrador, en la intentona de restarle oportunidades de triunfo.


No lograron su cometido, pues AMLO fue el vencedor en las trastocadas urnas. Así lo atestiguan crecientes conjuntos de mexicanos, muchos más de los que por él votaron el 2 de julio de 2006, a pesar de los miedos difundidos, de las mentiras que se apadrinaron desde oficinas de potentados, de los cuantiosos recursos comprometidos, de la poca imaginación desplegada, pero compensada con apabullante intensidad mediática, de la histeria colectiva que despertaron entre gruesas capas de la población, sobre todo entre ésas que usualmente responden a sus desplantes y llamados de clase. Lo que sí ocasionaron con su alevosa intervención fue dar contenido, veracidad, denso cuerpo, al fraude electoral. Un fenómeno crucial en la historia reciente del país que ahora se expresa de varias formas, algunas a manera de trágicas consecuencias para la vida organizada de México y donde la ruptura, la desunión entre los mexicanos es sólo una de sus derivadas.


Ahí se encontraban el Consejo Coordinador Empresarial, como el personero del más concentrado organismo cupular, el Consejo de Hombres de Negocios, que se sienten y han sido señalados como dueños de México S.A. Les seguía una lista adicional de actores de reparto: la Confederación de Cámaras Industriales y la CIRT en pleno. A todos los volvieron a acompañar algunas de las estrellas del escenario informativo y de comentario de la radio-televisión. Especial papel jugó una de esas comparsas de firmamento mediocrático. Una que obedece a los peores dictados de sus patrocinadores (Tv Azteca) en la torpe embestida contra la ley electoral recién aprobada por el Congreso: Sergio Sarmiento. Este locutor, articulista, conductor televisivo, empleado del más rampante interés de los aboneros que usufructúan una concesión pública pronunció una especie derretida de la que esos acicalados empresarios llaman libertad de expresión. La rúbrica fue la petición de un referendo por la libertad (o algo enrarecido de ella) conducido por el IFE de Ugalde. Con ese triunfal pronunciamiento concluyeron los conjurados, dispuestos a escuchar los ecos de su orden terminal: proteger sus indebidos ingresos. La mera orden suya, la que como mandarines emiten sin pudor, la que hacen acompañar con doctas opiniones de sus adláteres de la crítica o la academia, una larga cadena de intelectuales orgánicos de sus empresas.


No terminó ahí el follón. Ha seguido por nuevos vericuetos. Los concesionarios y sus comparsas darán sucesivas patadas de ahogado. Han amenazado con influir en gobernadores con ellos contratados en la creación de imágenes para alentar ambiciones de liderazgos y futuras candidaturas. No prosperará su embestida. Se estrellarán con lo que llaman la partidocracia, en realidad muestra tibia, aunque decorosa, de soberanía. Al menos ésa que resta al Congreso.


Una reciente versión, propalada por un grupo de comunicadores e intelectuales con acceso irrestricto a los medios electrónicos, habla de los efectos perniciosos que pueden tener algunas reformas constitucionales aprobadas. En especial la que deja, al albedrío de los consejeros del IFE, la interpretación de lo que será catalogado como guerra sucia. ¡Es una bomba!, exclaman. Dejar en la capacidad de nueve consejeros la potestad de decidir entre lo que debe ser prohibido o lo que será permitido difundir en las campañas electorales es peligroso. Será una cortapisa mayúscula para la libertad de expresión, una especie de censura depositada en unos cuantos. Nada se ha dicho de esa forma atrabiliaria de libertad que ejercieron otros cuantos poderosos en contra de muchos millones de electores, dejados al arbitrio de autoridades medrosas, cómplices, que dejaron pasar los ataques arteros y mentirosos contra su coco preferido: AMLO. La censura reglamentada versus el libertinaje de partidos, asesores de campañas sucias y candidatos que aspiran a triunfar al estilo y ética del famoso haiga sido como haiga sido.


De todas maneras, las reformas aprobadas y en vías de ser concretadas adolecen de varias cortedades. Unas porque dejaron fuera muchas peticiones de mejoras, otras porque la mejor legislación se estrella contra la voluntad de los que operan las campañas, contra los que interpretan la norma a su pinche favor, contra los que, al final de la línea, desvían, apegados a sus intereses (que no son los populares) estrictamente personales, partidarios o de grupo, lo que dicta la mejor ley de los reformadores.


La manera de prevenirse contra los futuros fraudes (que intentarán de mil y una forma adicionales) es impulsando la organización del electorado. Movilizar la energía ciudadana, darle cauce, entrenamiento, vigorizar su consciente disposición por llevar a los cargos públicos a sus efectivos representantes. Ese es el antídoto contra lo que ha sido una constante del poder en México: la violencia al voto, la falta de respeto a la voluntad popular, el usufructo de las oportunidades por unos cuantos y que dejan fuera a la mayoría.

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