5 sep 2007

Calderón: Los costos de la ilegalidad

alvaro delgado

Proceso


México, D.F., 3 de septiembre (apro).- Una y otra vez, como una pesadilla, Felipe Calderón se encuentra con el sello de lo que ha sido y será su gestión: el repudio y el desprecio.

Dirán él y sus prosélitos --que son más, según las encuestas que no atinan a ninguno de los resultados de las elecciones que ha habido después del 2 de julio-- que cumple con el deber conforme a su máxima: “`haiga` sido como `haiga` sido”.

Y, también en apego a su talante, Calderón responde con ínfulas dictatoriales, que describe a “aquel que abusa de su poder y autoridad”: Impone cierre de calles al tránsito, hace retacar de burócratas --y acarreados-- el Palacio Nacional y dispone que los mexicanos deben oír --en cadena nacional de radio y la televisión-- una pieza oratoria de una hora y media, como en un mitin.

El montaje incluye escenografía con la identidad cromática de los colores nacionales de España, la tierra que vio nacer a Juan Camilo Mouriño, el poderoso jefe de la Oficina de la Presidencia, que revindica su fidelidad como súbdito de la corona mediante un pasaporte de ese país.

Salvo por el confeti y el paseo en auto descubierto –incluida la banda presidencial, cuyo uso en ese acto lo prohibe la ley--, se pensaría que volvimos a Luis Echeverría o a José López Portillo, porque --comparados con el Calderón del domingo-- Carlos Salinas solía ser más discreto y Ernesto Zedillo austero.

En el salón de plenos de la Cámara de Diputados, el sábado 1, hace una breve y fría incursión, en ausencia --por primera vez en la historia constitucional-- de quien preside formalmente el Congreso y desprovista la ceremonia de los honores a la Bandera.

Ni siquiera sus correligionarios del PAN le confieren la investidura que reclama. “¡Felipe, Felipe, Felipe!”, le gritaban, buscando ser vistos, como un mitin o en la sede de ese partido, donde tampoco se puede refugiar en paz, candente la guerra con Manuel Espino.

Pero ante el desprecio de un sector de legisladores por el fraude del 2 de julio --que no renunciaron a la curul, como no lo hicieron jamás tampoco los panistas que reclamaban lo mismo en 1988, quizá porque dieron cause a su legitimidad en el desempeño junto con Salinas--, Calderón va por el desquite e instruye: Censúrense al Congreso en cadena nacional.

Porque fue contra el Congreso --y así lo reconocieron los legisladores panistas-- y no contra la presidenta de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados, Ruth Zavaleta, en su carácter de presidenta del Poder Legislativo, ni a una perredista en sí misma, la disposición de evitar que su voz fuese escuchada por los ciudadanos, pocos o muchos, que seguían la transmisión.

Y el hilo se rompe por lo más delgado: El despido, disfrazado de renuncia, del director del Centro de Producción y Programas Informativos y Especiales (Cepropie), René Palavicini, un funcionario menor en el organigrama del poder, pero clave en el círculo íntimo de Calderón desde que era precandidato.

Confidente de Juan Camilo Mouriño, Maximiliano Cortázar, Juan Ignacio Zavala y Antonio Solá Reche, Palavicini grabó, con su cámara al hombro, todos y cada uno de los mítines y reuniones que tuvo Calderón desde que quiso ser candidato del PAN a la presidencia. Ahora es chivo expiatorio de venganzas de su jefe máximo.

Con ese despido, Francisco Ramírez Acuña, “el más priista de los panistas”, como lo describen sus propios compañeros de partido en Jalisco, pretende reducir la censura a un mero “error técnico”, pero la dimensión y la gravedad es descarada, aun para quienes son prosélitos del régimen.

No es sino parte de una línea de comportamiento de Calderón y su grupo: Al reclamo por su falta de legitimidad, o por la ausencia de la incondicionalidad que reclama al interior de su propio partido, el manotazo.

Así ocurrió aun antes de asumir, formalmente, el cargo que ostenta: Ante la demanda de transparentar la elección, se impuso el ocultamiento con sus allegados del Instituto Federal Electoral (IFE); ante la demanda de voto por voto, la colusión con los magistrados del Tribunal Electoral; ante la demanda de ciudadanos de tener acceso a las boletas electorales, la razón de Estado; ante las evidencias de abusos en la muerte de Ernestina Ascencio Rosario, la subordinación del presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

Calderón no escapa, aunque quiera, a su origen: Ahora la Suprema Corte de Justicia de la Nación valorará si procede el amparo de Proceso y de ciudadanos para tener acceso a las boletas de la elección. Quizá, por la colusión de intereses, se opte por mantener el ocultamiento.

Pero la mancha prevalece y el reclamo sigue.

Y no es un asunto de partidos, que tan lejos están --todos-- de la sociedad.

Y tampoco el asunto es sólo por el derrumbe del ceremonial de la presidencia imperial, maniobra de distracción, sino más hondo: Una nación hundida en la miseria y la desesperanza.

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