2 abr 2010


La Iglesia del silencio



Soledad Loaeza

En los años álgidos de la guerra fría la Iglesia católica en los países del este de Europa, miembros del bloque socialista, era conocida como la Iglesia del silencio. La represión estatal –nos decían– prohibía a la Iglesia la difusión de su mensaje evangélico y de su trabajo pastoral. El Estado totalitario silenciaba a la Iglesia y al hacerlo impedía la prédica de la verdad. Las denuncias de la “Iglesia mártir” eran un componente central de la propaganda anticomunista en los países de América Latina. Poco pensábamos entonces en el valor que la Iglesia siempre había atribuido al silencio, y recibíamos esas acusaciones como prueba de “la perversidad profunda del comunismo”.

Ahora sabemos que la Iglesia del silencio también es la que deliberadamente calla sus propias fallas, encubre los crímenes de sus sacerdotes y con ello pretende mantener autoridad moral para condenar lo que a ella le parece mal: la planificación familiar, el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo.

Estas causas son difíciles de defender en el contexto de una sociedad que se moderniza, pero hoy la Iglesia difícilmente puede erigirse en juez de los comportamientos sociales pues tiene que defenderse de escandalosas revelaciones relativas a sacerdotes que abusaron sexualmente de niños que estaban a su cuidado. Las acusaciones fueron formuladas en algunos casos hace tres décadas; sin embargo, las autoridades eclesiásticas aconsejaron a los quejosos, y a los obispos que querían detener los abusos sexuales de malos curas, que guardaran silencio. Sometidos por el voto de obediencia, los religiosos callaron, mientras los violadores de niños seguían actuando a sus anchas incluso en las mismas parroquias en las que habían sido denunciados.

Muchas de estas historias ocurridas en Estados Unidos y en Europa, en particular en Irlanda y en Alemania, han sido publicadas por The New York Times en semanas recientes. Por esa razón, el Vaticano emitió una protesta contra reporteros y editorialistas de ese periódico, que –dice– ha sido “injusto” con la Iglesia y ha presentado una imagen parcial y sesgada de los hechos.

La reacción es injustificada. Si leemos los acontecimientos tal y como los presenta The New York Times, la actitud de la Iglesia no se aparta de los patrones establecidos de una institución que ha puesto siempre su propia salvación por encima de la de sus fieles, o incluso de seres humanos que si bien no eran creyentes también eran hijos de Dios. Pensemos nada más en el silencio cómplice de Pío XII respecto del exterminio de judíos en los campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces el silencio también fue un arma, pero en este caso, como ahora, en manos de la propia Iglesia.

Hoy el reproche fundamental de las autoridades vaticanas en contra de la prensa es que trata este asunto con escándalo, y uno se pregunta: ¿acaso no es escandaloso que un sacerdote a cargo de niños sordomudos haya abusado de más de 200 de ellos en un lapso de casi un cuarto de siglo, como lo hizo Lawrence Murphy en Milwaukee? ¿No es un escándalo que, en su momento, la denuncia contra este mal cura, que presentó ante el Vaticano el obispo de Wisconsin, haya sido pasada por alto, porque de todas formas cuando llegó a conocimiento del cardenal Ratzinger –según las fechas que da el Vaticano– Murphy ya estaba muy enfermo y como se iba a morir muy pronto enfrentaría el juicio de su Creador?

No es escandalosa la información acerca de estos crímenes. Lo escandaloso son los crímenes mismos, el hecho de que los sacerdotes violadores de niños se hayan aprovechado de seres vulnerables que no tenían más protección que la de Dios frente a sus apetitos y su egoísmo. Su comportamiento es reprobable también porque fue un abuso de confianza y un abuso de poder. Imaginemos qué puede pensar un niño a solas con un sacerdote que es el representante de Dios sobre la tierra, de sus avances, sus peticiones y sus exigencias. No queda más que obedecer.

En días pasados el periódico Reforma publicó una fotografía en la que se ve a Marcial con “consagradas” del Regnum Christi, la elite de la orden millonaria que fundó Maciel. Pero de la foto mencionada lo que más sorprende es la presencia de todas estas mujeres sometidas a la voluntad y a las mentiras de este hombre –al que sus seguidores pretendían santificar. También llama la atención su actitud. No están incómodas, parecería que están más bien confusas, como si estuvieran halagadas de estar en compañía de un hombre al que miraban como a un santo, pero en realidad ¿qué pensaban?, ¿qué sabían?, ¿qué callaban?

The New York Times apunta a la discrepancia fundamental entre una Iglesia que entiende la violación de niños como un pecado que es perdonado, si existe arrepentimiento sincero, y no como lo entienden las autoridades civiles: un crimen que merece castigo. La Iglesia tampoco quiere discutir las causas posibles de este comportamiento. Pero lo más irritante es que pretenda mantener un régimen de excepción –que hasta ahora sólo ha servido para solapar a los criminales– y dejar a los “pecadores” en manos de la justicia divina, como si tuviéramos certeza de que existe.





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