25 oct 2009



El Estado, las empresas públicas y sus trabajadores




Arnaldo Córdova

Las empresas públicas, nos enseñaba el maestro Mario de la Cueva, no pueden por más de ser definidas como aquellas que prestan un servicio de naturaleza pública y ello tiene innumerables connotaciones. En nuestro derecho administrativo se ha desarrollado muy poco o muy descuidadamente el concepto de servicio público, el que está señalado en varios artículos de la Constitución y de nuestras leyes. El conflicto que se ha desencadenado a raíz de la ilegal y anticonstitucional extinción de Luz y Fuerza del Centro (LFC) pone en el centro del debate el tema, sobre todo si nos ponemos a definir el papel que deben desempeñar sus correlatos: el Estado, las empresas que prestan el servicio y sus trabajadores.

El artículo 27 constitucional determina lo que es el servicio público: una actividad de carácter económico o social que debe reservarse al Estado porque no puede ser, para alcanzar sus objetivos, objeto de explotación o usufructo privados. Entre ellos está claramente señalado el servicio público de generación y distribución de energía eléctrica. El artículo 28 establece las condiciones en que ese servicio puede concesionarse a privados, pero sin dejar de ser lo que es originalmente, vale decir, un servicio público. En todo caso, el Estado debe crear los organismos o los entes que se dediquen a la generación o producción y a la distribución de ese servicio.

Como podrá observarse fácilmente, el sujeto principal del razonamiento constitucional es el servicio y el derivado la empresa pública que se encargue del mismo. En una hipótesis extrema, si el servicio desaparece, también lo hace la empresa; pero no puede postularse que cuando el servicio persiste la desaparición de la empresa implica la desaparición del mismo. Ahora supongamos el caso de Luz y Fuerza del Centro. La empresa desaparece, se extingue, pero el servicio sigue. Otra empresa, la CFE, se sustituye a ella o lo hará otro ente que sea creado. El servicio sigue ahí.

De acuerdo con los principios inscritos en la Carta Magna, el gobierno, administrador de los bienes de la nación y proveedor de los servicios públicos, no puede entregarlo a privados. Debe seguir prestándolo él. El decreto de Calderón no anuló el servicio; sólo extinguió una empresa. En su solución, absurda de cualquier forma que se la mire, pasa la prestación del servicio a otro ente público, la CFE. Estaría en lo correcto, en abstracto. Pero existe una relación de trabajo que involucra a los trabajadores encargados de la prestación del servicio. Dejemos de lado que los trabajadores de la CFE son tan ineptos para manejar el servicio (que por cierto se parece muy poco al que opera en Guadalajara, como dijo Elías Ayub). Se trata de la relación de los antiguos trabajadores, los del SME, con el servicio.

En la lógica del decreto de extinción sólo cabrían dos hipótesis: o la CFE opera con los antiguos trabajadores del servicio y firma un contrato con el SME para ese propósito, o, en caso de crearse un nuevo ente, como estúpidamente lo sugirió sin saber de lo que hablaba la secretaria de Energía, ese nuevo ente tendría que revalidar o firmar un nuevo contrato con los antiguos trabajadores de ese servicio público. No entiendo cómo los panistas pudieron imaginar que, deshaciéndose de la antigua empresa pública, podían desembarazarse, así como así, de los trabajadores, que no tendrían nada que ver en este cochupo incalificable.

En el derecho del trabajo hay un concepto que es fundador: el de fuente del trabajo. Cuando se trata de una empresa privada, la fuente es la empresa misma; en una empresa pública la fuente no es la empresa o ente públicos, sino el servicio. En este caso el servicio no podía desaparecer, por lo que la relación de trabajo tampoco podía desaparecer con la extinción de la empresa. La mayor imperfección de nuestro derecho del trabajo es que no distingue ambas situaciones. La una es una relación de derecho del trabajo de servicio privado, la otra lo es de derecho del trabajo de servicio público. Es el rompecabezas de nuestros iuslaboralistas, que deben lidiar con esa ambigüedad, en la teoría y en la práctica.

La mayor iniquidad radica en que eso que podría llamarse derecho del trabajo de servicio público sólo está dedicado a acotar y limitar a los trabajadores al servicio burocrático del Estado y que se consagra en esa monstruosidad constitucional y jurídica que es el apartado B del artículo 123, y que no guarda relación con la situación laboral de los trabajadores al servicio de las empresas públicas. Tratar a las empresas públicas y a sus trabajadores organizados como si fueran entes privados da lugar a las mayores atrocidades desde el poder del Estado, como en este caso.

La historia de LFC parecería una rara avis en el contexto de nuestro orden jurídico y constitucional. Desde que se estableció, en vía de prevención, su liquidación desde los tiempos de Echeverría, se pensaba en la creación de un organismo descentralizado que se hiciera cargo del servicio público de energía eléctrica en la zona centro del país. Nunca se pudo saber por qué no se integró esa zona al ámbito de competencia de la CFE. Se alegaron muchas cosas y siempre sobresalía la versión de que el verdadero obstáculo lo representaba el SME.

En todo caso, el SME tenía sus demandas: crear un organismo especial en la zona centro, con respeto a su contrato colectivo de trabajo y al desarrollo integral de la industria en esa zona. Pero no más y jamás fue pretexto para que no se diera ese proceso. Rafael Galván hizo muchos pronunciamientos y siempre denunció los oscuros intereses que lo impedían. Los mismos funcionarios públicos, asociados con los intereses patronales desde ese entonces, tenían sus intereses aparte con LFC y en ello radicaba su incapacidad para resolver lo único que pedía el SME: que los derechos de sus trabajadores fueran respetados y, por decirlo así, integrados en la integración. Una razón que no dependía del sindicato, era que sus trabajadores tenían mejores condiciones de trabajo. Que su sueldo mensual fuera de 6 mil pesos ya era importante, pero no puede decirse que eso fuera un privilegio.

Da verdadera grima constatar que el caso de esta empresa pública es el de todas las demás, por lo menos desde Salinas: nula inversión, obsolescencia de sus equipos y congelación de iniciativas tecnológicas, como se hizo con Pemex. Es bien sabido que los trabajadores resuelven problemas con diablitos y cables casi podridos. La intención de volverlas inoperantes sólo tiene una razón: hacerlas bocados apetecibles para los empresarios privados que vendrán a darnos un mal servicio, como todos los privados, sólo para engordar su billetera y enriquecerse a manos llenas con estos regímenes derechistas.

En mi próxima colaboración daré cuenta de los preceptos constitucionales y legales violados en esta materia.




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