27 sep 2006

LA TOLERANCIA DE LA SOCIEDAD SE AGOTÓ

Luis Linares Zapata

Lluvia de denuestos .

Los motejos que le sorrajaron durante la campaña no fueron suficientes. Los temores a su imaginación y accionar obligan a un ensayo adicional para sepultarlo. A López Obrador le dijeron populista, provinciano, demagogo, autoritario, peligro para México y, trepados a un inquisitivo y penetrante diván siquiátrico a distancia, le diagnosticaron el culterano y estúpido calificativo de mesiánico. Las circunstancias actuales de plena acción protestataria han requerido algunos de nueva manufactura que lo describa: cacique, dictador, tirano, tramposo, embaucador, payaso y hasta bufón. La violencia del lenguaje no repara en medios a usar cuando de salvar privilegios se trata. O, más allá todavía cuando está en juego la conservación de un cargo público ambicionado con pasión. Entonces, cualquier indignidad disfrazada de crítica vale. Sus voraces denostadores continúan lanzándole epítetos en la medida en que avanza y se bifurcan las propuestas políticas del tabasqueño. O tal vez sea, solamente, un miedo atroz al populacho que lo respalda lo que encrespe las aguas y se enterquen en combatirlo con delirio rayano en la fobia, en enfermiza cólera.

La cristalización de sus ideas en formas y maneras precisas para conducir la energía desatada por el conflicto poselectoral se puede observar a simple vista. La primera de ellas es la convención nacional democrática. La segunda concreción apunta hacia el frente amplio democrático, semilla de un posible partido de izquierda que dé peleas electorales futuras ante la atornillada derecha panista que intenta retener la silla presidencial por lo menos, dicen sus profetas, unos 20 o 30 años más.

Pero lo preocupante para muchos observadores acuciosos y no tan vanidosos, livianos, frívolos, interesados o fundamentalistas, es la decisión de AMLO de embarcarse en un movimiento de transformación que servirá de sostén masivo a sus proyectos para depurar la política, para empujar programas de gobierno y para fortalecer sus protestas contra la enajenación de la riqueza nacional.

La movilización de la sociedad, en especial de aquellos sectores de la misma que sobreviven en apreturas sin fin, de los que amamantan agravios continuos, los que atisban -con rabia- el achique continuado y feroz de sus oportunidades, además de ser un fenómeno desconocido en el país, se le mira con recelo, con ira, con pavor envuelto en desprecio. Buscar, en compañía de los de abajo, los desamparados, de los grupos ya organizados para su autodefensa, de los que han llegado a la conciencia y el deber de impulsar un cambio de cosas es, para muchos observadores exquisitos, o para esos infantes terribles de la verdad académica, una utopía digna de un salón de fiestas infantiles.

La decisión de AMLO de recorrer este México de las desigualdades se presenta, ante la comunidad de los que se han catalogado a sí mismos como pacíficos, una aventura sin sentido. Afirman, con el desparpajo de la cómoda distancia del cubículo, que AMLO y los que le siguen el cuento, han caído en la rueca sinfín de una república entre comillas, es decir, inexistente, fantasmagórica, poblada de fantasías, concupiscencias y delitos. Un territorio en el que no cabe la realidad, apenas el sueño que se inventa una mente calenturienta para disfrazar sus incapacidades, para dar rienda suelta a su megalomanía.

Así de sencillo y colorido es el exorcismo que se practica por estos días en los medios de comunicación, en los salones distinguidos, en los foros internacionales donde figurones de la literatura ponderan sin recato, con exabruptos y mínima sensibilidad. Ahí es donde exhortan a López Obrador, y compañeros de aventura, a que dejen las payasadas, eviten causar pena ajena, se distancien del ridículo. Eso de autonombrarse presidente itinerante en pos de organizar (lo que algunos llaman) el descontento que bulle por doquier, es un simple antídoto de la derrota sufrida en las urnas. Tratar de dar voz a quien se le acerca sólo para engatusarlos con sus problemas irresolubles es una comedia que a nada conducirá, concluyen satisfechos de su hallazgo verbal. Como si tal conjuro los pusiera a salvo de cualquier consecuencia indeseada. Como si, una vez dichas, las palabras encajadas en el ya muy macerado cuerpo de AMLO pudieran salvaguardar los intereses que defienden y que ven en entredicho si las masas, efectivamente, responden al llamado del predicador pueblerino y su movimiento transformador.

Mientras esto sucede, el oficialismo se lanza sin tapujos a sus propias urgencias: las famosas reformas estructurales. Reformas retenidas, saboteadas por los necios e irredentos opositores a todo. Las mismas que entrevió Salinas, pero que no pudo formular, quizá por simple incapacidad o falta de tiempo. Las que le impusieron a un Zedillo (por lo demás ya bien convencido de ellas) desde el Washington de William Clinton cuando le aflojó aquellos 30 mil millones de dólares que salvaron al régimen de la catástrofe. Las meras reformas estructurales que Fox persiguió en sus prozaicos sueños de vendedor estrellan en el universo cocacolero de donde no debió de haber salido, y que no las pudo ni presentar en forma debida ante el Congreso.

Esas mismas reformas, embalajes de los más descarnados intereses trasnacionalizados, las de las aspiraciones eficientistas de los tecnócratas del priísmo cómplice, ya desplazados, pero con arrestos por volver, como Macarthurs de bolsillo, a difundir su chato evangelio entreguista. A esas reformas han dedicado sus primeros pasos, nacionales e internacionales los que se afanan en formar parte del nuevo gobierno. Lo nuevo, lo distinto de antes, es el grado de tolerancia límite al que buena parte de la sociedad mexicana ha llegado respecto a las injusticias, a las desigualdades, a la aplicación desviada del derecho y el cómplice desuso de las instituciones.

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