25 sep 2006

INSTITUCIONITIS AGUDA

Detrás de la Noticia
Ricardo Rocha
25 de septiembre de 2006

Es una especie de alergia a todo lo que tenga que ver con el mínimo cuestionamiento a las sacrosantas instituciones de este país. Este México nuestro en el que las instituciones siempre han funcionado maravillosamente bien. En donde, por ejemplo, nuestra Constitución jamás ha sido mancillada ni utilizada con propósitos aviesos. Este México en donde la ley siempre refulge, la justicia siempre impera y el bienestar es para todos, gracias a nuestras instituciones.

Y es así que, basados en tamañas verdades, cada vez son más los que se unen al coro que repite hasta el cansancio que cualquier cuestionamiento "atenta contra nuestras instituciones". Es una trampa retórica. Lo que no reconocen los falsos indignados es que lo que se cuestiona no es a las instituciones por sí mismas sino a los hombres y mujeres que pasan por ellas y enloquecen en el ejercicio del poder temporal. Y abusan y se corrompen y enlodan a las propias instituciones.


¿A alguien ya se le olvidó que hay un ministro de la Suprema Corte llamado Ernesto Díaz Infante que tras un cañonazo de medio millón de dólares exoneró a aquel chacal de Acapulco que torturó, violó y mató a una niña de seis años; ministro que aun en prisión recibe su sueldo completo? ¿Qué de la Cámara de Diputados cuando nos empujaron el IVA o cuando nos hipotecaron por varias generaciones con la infamia del Fobaproa? O qué me dicen del Senado, donde la ley se negocia como sabemos.

Y el IFE y el TEPJF que viven tal crisis de credibilidad que requieren de millones de pesos en campañas publicitarias para lavarse la cara. Y qué de esa institución milenaria que es nuestra santa madre Iglesia que nada más por mencionar los tiempos recientes protege al padre Maciel y a otros violadores de niños y jóvenes. Para no ir más lejos, ahí está la institución del supremo poder, la Presidencia de la República ¿y en qué condiciones la dejó Vicente Fox? ¿Ahí tampoco se vale cuestionar nada? ¿Se la acabó de plano? ¿O sólo la dejó en estado de coma?


Alguien puede asegurar que gobiernos como el de Puebla, ex de los �ngeles y ahora de los demonios del edén, y su procuraduría estatal son también instituciones igualmente intachables, purísimas y que no podemos cuestionar siquiera a riesgo de caer en pecado mortal. Son tan infalibles que el señor ministro Ortiz Mayagoitia -otra vez la Corte- decidió que el precioso gober Mario Marín jamás atentó contra los derechos humanos de Lydia Cacho.

Menos mal que sus colegas sacaron la cara y ahora hay que volver a investigar. Que se sepa la Corte no se cayó a pedazos por estas divergencias al interior.


No va a pasarnos nada si nos vacunamos contra la institucionitis aguda y le entramos a fondo a una revisión de todas nuestras instituciones. Lo ideal sería hacerlo en el marco de una reforma del Estado que revise facultades, responsabilidades y equilibrios entre poderes y redimensione los procesos electorales. Pero mientras ésta llega, los cuestionamientos a quienes manejan las instituciones no sólo son válidos sino resultan indispensables para mejorarlas. Está igualmente el derecho que tenemos todos a la rendición de cuentas de quienes ejercen cargos públicos.


Que quede muy claro, una cosa son los hombres y mujeres y otra las instituciones de las que son responsables durante un cierto tiempo y de cuya fortaleza tanto se habla. De ser así, por qué no habrían de resistir la crítica, aun la más descarnada. El problema es que, así como están, no nos sirven. ¿Nos darán la certidumbre electoral? ¿Nos devolverán los millones de pesos del Fobaproa? ¿Le harán justicia a Lydia? ¿Meterán a la cárcel a los traficantes de influencias? ¿Castigarán a los pederastas? Parece que no.


Entonces hay que desazolvarlas, sacudirlas, enderezarlas. Porque si no, lo único que se me ocurre es utilizarlas al estilo del gran Arreola, que en su Confabulario inventó una máquina para desintegrar y reintegrar ricos pasándolos por el ojo de una aguja. Así podrían, a los 100 millones de mexicanos, nombrarnos y desnombrarnos secretarios, ministros o magistrados para purificarnos en el solo trámite. Como si el cielo fuera una institución tan fácil de alcanzar.

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