19 abr 2011




San Fernando





Pedro Miguel




El estado de derecho ya estaba roto desde antes, porque el sindicato petrolero, sin poseer atribuciones legales, era el poder real: ponía y quitaba presidentes municipales, diputados y senadores, llevaba la política social, orientaba la economía local, hacía y deshacía. El clan Salinas llevó las cosas más lejos: liquidó el imperio de La Quina y se hizo con el control de la plaza. En medio de sus disputas internas (pero inocultables), los priístas han mantenido el mando político en Tamaulipas y en todas las otras entidades de la ribera del Golfo. Tanto o más que el estado de México, la franja curva que forman Tamaulipas, Veracruz, Tabasco y Campeche ha sido bastión del PRI a prueba de concertacesiones, alternancias y abiertas derrotas electorales, y desde la presidencia o desde el cogobierno los tricolores han puesto en juego todos sus recursos tradicionales para impedir la pérdida de un eslabón de esa cadena territorial, que es, coincidencia o no, una de las rutas tradicionales del tráfico de drogas y de seres humanos hacia territorio estadunidense.

Vista en la perspectiva de una década, la alternancia presidencial de 2000 puede entenderse como una derrota del PRI, pero también como una expansión de los recursos humanos del régimen oligárquico. Muchos panistas se incorporaron a la administración pública federal y muchos priístas se quedaron en ella, con o sin renuncia formal a su afiliación partidaria. Albiazules de viejo cuño y tricolores empanizados se incorporaron, desde el ámbito federal, al manejo de los asuntos del Golfo, los cuales, a nivel de las entidades, siguieron en manos de priístas de diversas corrientes.

Tamaulipas se ha ido deslizando a la ilegalidad en forma sostenida y pública, al menos desde el sexenio de Américo Villarreal Guerra (1987-1993) y durante los siguientes: el de Cavazos Lerma, el de Yarrington y el de Eugenio Hernández. Pero ese proceso ha tenido lugar, cómo eludir el dato, bajo las presidencias de Salinas, Zedillo y Fox, quien inauguró, precisamente en el norte de Tamaulipas, en junio de 2005, los despliegues policiaco-militares inútiles contra la delincuencia y lesivos para la seguridad de la población. Calderón los volvió modus vivendi en ése y otros estados, con la activa colaboración de las autoridades locales, y el control territorial siguió fugándose de los mandos políticos formales hacia los bandos que tienen, junto con el poder de fuego decisivo, la última palabra.

Todo esto desemboca en las masacres de San Fernando y en tiraderos de cadáveres a los que se ha llamado, de manera equívoca, narcofosas. No lo son. Son testimonio, en cambio, de operativos genocidas en una guerra con muchos participantes armados y un enemigo evidente: los civiles, lugareños o fuereños, mexicanos o extranjeros.

El protagonismo de diversas agencias gubernamentales de Estados Unidos en la descomposición de la seguridad pública mexicana salta a la vista. La operación Rápido y furioso es sólo el aspecto más grosero, pero hay múltiples datos que refieren cómo Washington –por medio de Calderón, en buena medida– ha impulsado la derrota del Estado mexicano ante las corporaciones delictivas. Los más de dos centenares de asesinados en San Fernando aportan una pieza adicional y especialmente horrible para armar ese rompecabezas: Los Zetas, o quienes hayan sido los autores de la atrocidad, operan, objetivamente –y no necesariamente con contrato o pacto de por medio–, como elementos de control migratorio en sintonía con los intereses de Estados Unidos.

Hasta hace unos meses, la trágica y exasperante circunstancia de Ciudad Juárez era el indicio más claro de que esta guerra no va contra la delincuencia organizada en general sino, en primer lugar, contra la población. La hipótesis se fortalece ante las repetidas carnicerías perpetradas en San Fernando. Lo que se ha exhumado allí, además de los muertos inocentes, es el saldo de gobierno de 10 años de Acción Nacional y el de muchos años más del tricolor local. San Fernando simboliza el ineludible proyecto de país de la continuidad panista y del ofertado “cambio” priísta, sea con los apellidos Peña Nieto o con otros.

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