13 abr 2011


La corrosiva decadencia



Luis Linares Zapata


De manera consistente y larvada, la violencia y su contraparte de inseguridad generalizada han estallado en la cotidianidad de los mexicanos. El llanto y dolor por la pérdida de seres queridos se individualiza en madres desesperadas que buscan a sus hijos para después encontrarlos sepultados en fosas clandestinas. Los padres abandonan el mundo de la poesía donde habitaban para lanzar sus gritos de rabia y agonía. Los hermanos, esposas, cuñados, nietos y huérfanos de la insensata guerra aparecen por doquier. Un denso, corrosivo sentimiento de desamparo, de indefensión, escurre por el cuerpo enfermo de la nación. Ya nada se salva del naufragio. Sólo los más necios insisten en prolongar por cinco, seis o siete años más esta tragedia colectiva que no debía ser propia.


¿Cómo empezó todo esto? ¿Quiénes son los responsables? ¿Alguien quedó al margen de culpas? ¿Dónde está la salida para tanta pena, oscuridad y sufrimiento? Son algunas preguntas que ya circulan a toda velocidad para fondear el proceso depurador. No son las únicas, a lo mejor tampoco las sustantivas, pero por todas partes brotan ya en forma de alaridos. Lo cierto es que una parte de la sociedad ha comenzado la discusión, la protesta razonada, la búsqueda continua y descarnada, la convergencia hacia un horizonte al cual dirigirse. Basta ya de subterfugios, de terquedades, de insensatas presunciones de rutas verdaderas. Las elites nacionales han perdido toda brújula, pretenden usar el mismo mapa y se refugian en la feroz continuidad del estado de cosas prevaleciente. Necear por ahí se irá al abismo y la confusión acendrada, nunca a la regeneración.


Lo que ahora sucede en descampado es la inevitable consecuencia de la pérdida de horizontes para las mayorías. Toda clase de horizontes: en lo educativo, lo económico, el familiar, el de la vida digna, de valores y creencias. Se ha trastocado con inigualable consistencia el núcleo de la convivencia organizada. Esa dura sustancia sobre la que se edifica el bienestar, la misma identidad del ser colectivo. Lo que hace a este país distinto, mejorable, cómodo y humano. Lo que ahora se encuentra reflejado en el espejo está deformado, irreconocible; no se acepta, infunde miedo. Hay urgencia de iniciar la ruta del cambio real. No sólo el modo hay que dilucidar. La estrategia (si la hay) de esta pelea entre mexicanos, el envolvente que la ha permitido y alimenta con un ejército de reserva insondable. Basta recorrer el país para ser arrollado, apabullado, herido por la presencia de miles de cuerpos que van y vienen, que vagan sin descanso. Hombres y mujeres jóvenes que merodean por todos lados y muestran el rostro del resentimiento ya anquilosado. Jóvenes que no ven opción alguna que les permita cumplir alguna misión redentora en su vida.


Es claro que una gran porción de la responsabilidad por el espíritu nacional descompuesto recae en las autoridades al control del timón de la nave. Su conducción ha sido cómplice, frágil, mediocre, en casi todos los órdenes del quehacer público. Pero igual de irresponsables han sido los que se han beneficiado del estado de cosas prevaleciente, algunos de los cuales (muy pocos de ellos) rayan en grotescos excesos. No sólo se predica tal situación de los privilegiados de siempre, los famosos, sino de las mismas clases medias. Esos sectores acomodados que han permanecido distantes, alejados de las tribulaciones de los de abajo. Los que sólo atisban hacia arriba y quieren escalar, como sea, por el sendero de los lujos, el glamur y el reconocimiento fácil. Esos estamentos que se sienten satisfechos y han creído que la tragedia circundante no les tocará en su bienestar, en sus trajines diarios.


La responsabilidad electoral misma se ha extraviado. El voto como arma decisiva para una conducción adecuada ha sido capturada por los medios de comunicación. Se ha llegado al exceso de pulir una figura (Peña Nieto) y presentarla plagada de atractivos y golpes publicitarios, vacíos espots. El libre albedrío (base de la democracia) ha devenido ralo cauce para las mayorías. La opinocracia lo manosea sin pudor hasta nulificarlo. Se puede atestiguar, cada noche, todas las mañanas radiales, el manipuleo informativo. Se imponen agendas sujetas a mandatos de conveniencia (interna y externa). Todo un tinglado para sostener y aumentar el sistema de privilegios establecido.


Tamaulipas es, por ahora, el ejemplo señero de la degradación de toda la vida organizada, la familiar, la oficial o la misma personal. El estado se ha convertido en un territorio liberado del crimen, organizado o casual. Pocos son los que se libran del estigma. Por años ahí se han consentido y hasta alabado, conductas francamente ilícitas. Hace tiempo fueron los contrabandistas, ahora son los traficantes de personas y los narcos. La aceptación o, en los mejores casos, el acomodo con los abusivos, los criminales, los ladrones, los corruptos, ha sido la normalidad entre los tamaulipecos. Uno o dos de sus gobernantes locales pueden presumir honradez y entereza. El resto han sido figuras descompuestas, corroídas. Gobernantes (Martínez Manautou) que pierden 100 millones de dólares en obras de arte. Otros que amasan fortunas canalizadas después a los medios de comunicación y se tornan caciques. Varios mezclados hasta la coronilla con el crimen organizado. Muchos han sido negociantes de tiempo completo. Yarrington hasta pretendió ser candidato a la Presidencia, a pesar de que su prosperidad no sólo es evidente, sino obscena. El último gobernador (Hernández) fue intocable por la justicia por sus trampas electorales favorables al señor Calderón. En fin, un libreto inacabable de causales y donde gran parte de la sociedad ha estado involucrada. Las sorpresas de fosas colectivas es derivada cierta de un estado que ya puede catalogarse como criminal. La descomposición del entramado social en su apogeo. No hay ya alternativa de justicia disponible, distinta a la de empujar la regeneración de México.





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