16 abr 2011


Desfiladero


Educar es acompañar



Jaime Avilés


El bebé que aún no se reconoce al mirarse en el espejo, pero convive en la guardería con otros y otras como él y aprende imitándolos, crece de una manera muy distinta al que se pasa todo el día en un cuarto de azotea, oyendo el radio, mientras su madre trabaja: lejos de sus semejantes, se vuelve autista.


El niño que asiste a la escuela y sufre, como los demás, la monserga de los maestros que lo obligan a memorizar y repetir hechos que olvidará en seguida, se forma, no obstante, jugando en el patio de recreo, y no en la calle, vendiendo o vendiéndose.


El joven que llega a la secundaria y después a la preparatoria, sin haber leído jamás un libro completo; el que logra inscribirse en un centro de estudios superiores, pero tiene grandes dificultades para leer en voz alta y, peor aún, para comprender lo que dicen las palabras encadenadas en la página, contará con mayores oportunidades para no convertirse en un delincuente, que el que ni siquiera acabó la primaria.


En una sociedad donde la educación no corre a cargo de los profesores sino de los levantacejas, las telenovelas y los publicistas –y donde la cámara Phantom analiza milimétricamente las jugadas de gol de cada día, pero nunca el porqué de las matanzas en Tamaulipas–, los estudiantes a lo largo de muchas generaciones nos hemos desarrollado con un retraso gradual, que persiste y se agudiza.


Verbigracia, muchos jóvenes adquieren los conocimientos básicos de la escuela primaria sólo cuando entran a la secundaria, los de secundaria en la preparatoria, y los de preparatoria en la universidad, de tal modo que los únicos que obtienen realmente la destreza intelectual de un verdadero universitario son los que integran la minoría que asciende al nivel de posgrado.


En un país donde las instituciones de educación superior, privadas y públicas, se limitan a maquilar legiones de desempleados con grados académicos, los títulos universitarios hace mucho que dejaron de ser garantía de movilidad social. Cerrar los ojos ante esta realidad es lo que hacen ahora, desde la hipocresía, los críticos internos y externos de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, un proyecto que no conocen y tampoco saben cómo funciona.


Creada para atender a jóvenes y adultos de los sectores más desprotegidos del Distrito Federal, la UACM cuenta entre sus alumnos a hombres y mujeres que purgan condenas en las cárceles metropolitanas, pero también a adultos que ya son padres de familia y trabajan para subsistir; en otras palabras, no son, como los que acuden al resto de las universidades, personas con la vida resuelta que todo lo que deben hacer es estudiar. No obstante, la universidad los acompaña y los ayuda a ser mejores personas.


“A diferencia de otras instituciones académicas –me escribió hace unos días Claudio Albertani, profesor e investigador de tiempo completo de la academia de Historia y Sociedad de la UACM–, la nuestra se rige por un régimen de cogobierno entre la rectoría y el Consejo Universitario (CU). El Estatuto General Orgánico establece claramente que el CU es el máximo órgano de gobierno de la universidad (artículo 12), y que en razón de su carácter legislativo debe elaborar y aprobar normas, disposiciones generales, planes de desarrollo, programas de estudio y políticas institucionales (artículo 13)”.


A su vez, continúa Albertani, “el artículo 14 consigna que es facultad del CU expedir y derogar las normas y disposiciones generales (necesarias para mejorar la) organización y funcionamiento académico y administrativo de la universidad, desarrollando mecanismos de discusión amplia en la comunidad universitaria”.


La rectoría, sigue explicando el profesor Albertani, debe “coordinar y supervisar la administración de la universidad, y representarla legalmente (artículo 45), pero no gobernarla. En nuestro modelo, la rectoría es una instancia ejecutiva, mientras el CU es la legislativa. Podríamos decir que el nuestro no es un régimen presidencialista sino parlamentario o semipresidencialista, como el de Francia”.


El problema, añade el investigador, “no es que la doctora Esther Orozco quiera hacer reformas y el Consejo Universitario no la deje: hasta ahora, su propuesta principal ha sido un proyecto de reforma administrativa de tinte tecnocrático y lesivo de los derechos de los estudiantes. El problema es que la rectora no comparte el modelo democrático e innovador que está consignado en la ley de la UACM y hace todo lo posible por destruirlo”.


Como la UACM fue creada por el gobierno capitalino de Andrés Manuel López Obrador, las críticas de la propia rectora a su baja “productividad” en materia de titulación de estudiantes, han encontrado eco en los espacios mediáticos de la derecha, para acusar al máximo dirigente opositor del país de haber engendrado un “elefante blanco”, donde sus “cómplices” cobran mucho pero no trabajan. Eso es falso.


Para decirlo pronto, Orozco ha propiciado un clima de linchamiento público contra la UACM, sus maestros y sus estudiantes, que pone en riesgo la existencia misma de la institución. Ante esto, el CU –compuesto a partes iguales por alumnos y académicos– ha intervenido de acuerdo con las atribuciones que le dan las leyes de la universidad para ventilar y resolver el asunto.


Al cabo de casi un año de continuos forcejeos con la rectora, los que disienten de ella consideran que debe renunciar o, en su defecto, ser destituida por el CU. Sin embargo, para que éste sesione, debe ser citado por la secretaria técnica del mismo, quien en dos ocasiones, el miércoles y el viernes de esta semana, se negó a convocar a sus integrantes. El poder ejecutivo congeló al legislativo y escaló el conflicto.


Para dirigir una comunidad, nos recuerda el antiguo proverbio chino, los gobernantes deben actuar con la misma delicadeza como la que se requiere para freír un pescadito: los cocineros torpes lo rompen cuando tratan de voltearlo. Nada ejemplifica mejor la desafortunada gestión de Esther Orozco. La rectora provocó una crisis que sólo se resolverá, al menor de los costos políticos posibles, con su salida, y cuanto antes mejor, pero la derecha, dentro y fuera del GDF, se empeñará en respardarla para profundizar el conflicto, pensando no en la calidad de la enseñanza, sino en desgastar al muy probable candidato presidencial de la izquierda.


Tras el fracaso de la alianza entre el Yunque y el PRD en el estado de México y de la reforma laboral, que ya no será aprobada en este sexenio (y si gana López Obrador tampoco en el siguiente), la derecha se pone más y más agresiva, como lo prueba la provocación que suscitó violentos choques entre la policía y los trabajadores del SME, que llevan más de año y medio en el desempleo.


El odio que los levantacejas fomentan contra ellos, el portazo que la Suprema Corte les asestó, por “falta de interés jurídico” (¿les dio hueva leer la demanda?) a los cinco municipios de Tabasco que pretendían entablar una controversia constitucional contra Los Pinos por los contratos incentivados de Pemex, y el permiso que los magistrados del tribunal electoral le otorgaron a su presidenta, María del Carmen Alanís, para que deseche las quejas del PAN contra Peña Nieto, después de recibir a los representantes de éste en su propia casa, revelan por qué el país sin leyes ni autoridades como el que Felipe Calderón de la Parca nos impuso, día tras día se convierte en una descomunal narcofosa, en la que todas y todos nos estamos pudriendo de dolor y de indignación.






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