28 dic 2011


Disyuntiva final
Luis Linares Zapata
El asueto de fin de año se lleva también las nebulosas que continuamente la opinocracia inyecta en el ánimo colectivo. Poco a poco se va asentando la ruta a seguir en el definitorio año 2012. La disyuntiva que se le presenta a los mexicanos, ya bien definida desde hace tiempo, ahora se torna transparente. Y la trascendencia de la decisión, implícita en la venidera elección muestra, a las claras, su complicada realidad. No hay de otra: será inevitable elegir entre dos modos distintos de conducir los asuntos públicos. Y habrá que inclinarse por alguna de las dos rutas delineadas en la presente contienda. Habrá, en fin, que inclinarse por alguna de esas dos opciones de convivencia ofertadas ante la soberana voluntad del pueblo.

No existe, en sentido estricto y en la actualidad, el deseado tripartidismo. Dos agrupaciones partidarias, las del PRI y el PAN, ofrecen horizontes y métodos casi idénticos. Las diferencias entre ellas dos son, ciertamente, menores, indistinguibles. Las disonancias las dan, si acaso, los rostros o las sonrisas aunadas al catálogo de promesas y cánticos que, por lo demás, se entonan al unísono. Ninguna inquietud sobresale del conjunto de frases lanzadas al viento, sólo planos de voces intercaladas, sustituibles unas por otras. Los dos coros, uno de panistas y el otro de la innoble coalición formada alrededor del PRI (Verde y Panal), responden a las pulsiones que emanan desde las meras cúspides del poder establecido. Es en ese ambiente donde anidan y donde se nutren sus comunes intereses, diseñados para regocijo de las élites y plagados de rampante desigualdad.

En el lado opuesto del cuadrilátero ha ido puliendo sus rasposas aristas una opción que, a pesar de su destierro, a pesar del ninguneo con que se le ha tratado, se levanta, con valores propios, como una esperanza de cambio real. Un cambio que bien puede considerarse radical por las consecuencias distributivas que acarrea en su médula espinal. Y no la podrán hacer de lado a pesar de las tácticas para esquivar su masiva presencia. No podrán arrinconarla, destazarla, destriparla tal como hicieron en 2006. La fuerza de su ofrecimiento, empapado en honrada justicia solidaria, le aporta el cuerpo requerido para atraer la simpatía de buena parte del electorado.

Son, en efecto, dos las coordenadas que orientarán el futuro ciudadano. Una, la más conocida, tiene que ver, como se ha dicho hasta el cansancio, con la continuidad del orden establecido. Una experiencia que acumula ya más de 30 años de escaso crecimiento, cruentos manojos de penurias, descontento generalizado, inserción subordinada a la globalidad y crisis recurrentes forma el sello que distingue al modelo impuesto. Es el distintivo, inequívoco, que lo acompaña y que, con gemelas ofertas de pura forma, trata de prolongarse a pesar de los golpes y fracasos sufridos. Poco es lo que puede esperarse que no sea más de lo mismo. Las chatas promesas de cambio que vienen enarbolando los abanderados promovidos desde el poder cupular chocan de frente con la estridente realidad. Tampoco se adivinan mejores tiempos sólo porque tales promesas de seguridad y cambio devengan de acicalados candidatos que proclaman, con voz meliflua, su alegada capacidad para conducir los esfuerzos colectivos hacia puerto distinto al actual. Y no lo son, porque la biografía de todos ellos destaca el mismo ambiente de élite desprendida de la base de sustento. Los adalides lanzados al ruedo de las campañas son individuos amasados por sus patrones y empujados por compactas cuadrillas de socios. Sus posiciones han sido dictadas y se arrellanan con los privilegios de sus mentores o de esos sus cómplices en múltiples negocios. Es por ello que las simpatías que se les adhieren provienen, en su mayoría, del espectro ideológico de la derecha, tal como revela, con precisión, la encuesta publicada por el diario Reforma (Enfoque, 18/12/11). De esta singular manera, es, y será, de necios, esperar que personas con similares instrumentos, ya probados en sus limitantes, procreen ideas renovadoras, justicieras, humanas. Es y será fútil enrolarse con candidatos aprisionados por rituales y conductas inerciales, esperando resultados diversos, innovadores, capaces de sostener el anhelado bienestar.

La otra opción de gobierno es una que aparece como alternativa para modular y conducir, con arraigados valores, la convivencia. Una que es distinta en origen y, más todavía, con pretensiones de semilla fundadora. Una, en fin, que se plantee la renovación integral de la sociedad. Propuesta que no ha surgido de la casualidad y, menos aún, de una mente calenturienta. Pues, a pesar de la versión malévola que corre por ahí, tampoco la apadrina un mesías supuestamente tropical o un grupúsculo de seguidores iluminados. Versión ideada y esparcida desde los conspicuos retablos de la opinocracia, ciertamente de corte clasista. Los pretendidos efectos disolventes de tal conseja y crítica, sin embargo, se estrellan ante el empuje de los de abajo, la mera causa eficiente que define su existencia y, sobre todo, le da contenido a sus pretensiones de bienestar
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