28 sep 2010


Sobre la tele



Pedro Miguel


No hay que dramatizar: si el poder de Televisa fuera tan grande como se dice, hoy Peña Nieto tendría 98 por ciento de la intención de voto en las encuestas. Visto en retrospectiva, si ese consorcio hubiera tenido credibilidad, la oligarquía no habría tenido que recurrir al fraude electoral para imponer a Felipe Calderón en la presidencia, Andrés Manuel López Obrador habría obtenido 30 mil votos y los partidos que lo postularon estarían, a estas alturas, sin registro. El poderío de los dueños de la tele es vasto y aplastante, pero no invencible. Operarán, ya se sabe (nunca han dejado de hacerlo) al servicio del grumo político-empresarial que detenta el poder político y del que ellos mismos son parte, y pondrán en juego toda su capacidad de distorsión y su ascendiente sobre millones de personas para echarle una tercera o cuarta capa de blindaje a la impunidad imperante y para cerrar cualquier rendija por la cual pudiera colarse el oxígeno impostergable de la renovación nacional. Falta que tengan éxito.

Sin contar con su aptitud para transformar el ánimo de media población y ponerla en sintonía de lágrima con pornografía sentimental, la tele tiene un probado músculo comercial y mercantil: puede lograr el milagro de vender caca enlatada si en el envase correspondiente se agrega la etiqueta “como lo vio en TV”, y hora tras hora coloca impunemente toneladas de basura en hogares y sistemas digestivos. En principio suena lógico: si tiene éxito en tomar el pelo de los consumidores, podrá hacer otro tanto con los votantes e instalar en los cerebros de los ciudadanos un ataque de amor súbito por un candidato chatarra.

Como ha ocurrido con otros actores, la televisión privada trasladó en automático las lógicas comerciales y mercantiles al ámbito de la política: hoy se habla con desenfado de marketing, de oferta, de posicionamiento y de productos en el terreno que debiera servir para conciliar las diferencias e intereses de los distintos sectores de la sociedad y discutir y aplicar, en colectivo, el rumbo del país. No es extraño que los afanes de concebir al electorado como mercado y a los políticos como mercancía culminen en la compraventa de votos y otras acciones reconocidamente deleznables.

La transferencia de reglas de lo comercial a lo político, sin embargo, no es tan tersa como pudiera pensarse. Tal vez ello se deba a que los almidones industriales que nos venden como si fueran pan y golosinas tardan más tiempo en hacer daño que las fórmulas electorales ofertadas en el pasado reciente. Lo cierto es que el escepticismo ciudadano es mucho mayor que la predisposición ovejuna de los consumidores a dejarse engañar y trasquilar, y que los porcentajes desmedidos (suponiendo que sean reales) de rating y de share no guardan relación directa con la credibilidad. Alguien tendrá que explicarnos la paradoja: sí, todo el mundo en México ve los noticieros gobiernistas, pero muy pocos les creen. Cuando la tele sale en defensa del discurso oficial, en vez de reforzar su verosimilitud, se contamina con asertos abiertamente mentirosos (ejemplo de hoy: “no hay condiciones para bajar el IVA”), embarra lo dicho por la autoridad con su propio descrédito y reduce hasta el absurdo los márgenes de confianza de lo dicho. De los espots “para vivir mejor”, ni hablemos.

Hoy, cada crítica al calderonato expresada por los guaruras de opinión del régimen suena a mudanza táctica a favor de Peña Nieto, a realineación de medio tiempo para vender a la ciudadanía el último rescoldo de autoritarismo, corrupción y demagogia que queda del viejo PRI, una vez agotado el proyecto de renovación de envoltorios representado por una nata panista que, de última hora, y con cierto dejo de desesperación por la infidelidad televisiva, procura revivir su competitividad reciclando imagen y agregando a sus empaques la leyenda comercial: “¡Nuevo! Ahora, adicionado con Chuchos y Camachos”.

Por descontado, la tele no es un tigre de papel, pero tampoco es la Estrella de la Muerte, aquella estación de combate de La guerra de las galaxias, capaz de destruir planetas con un solo golpe de su cañón láser. Con imaginación, trabajo y organización, es posible enfrentarse a ella, derrotar a sus productos comerciales y políticos en las tiendas y en las urnas y recuperar, para provecho del país, lo que la sociedad nunca debió perder: el control del espacio radioeléctrico.

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