22 jul 2010


La huelga de hambre




Adolfo Sánchez Rebolledo

Todo indica que la salud de los huelguistas de hambre instalados en el Zócalo capitalino se agrava por momentos, al grado de que se teme por la vida de Cayetano Cabrera Esteva y Miguel Ibarra Jiménez, ambos ex trabajadores de la hoy extinta Luz y Fuerza del Centro y miembros del Sindicato Mexicano de Electricistas. Los partes difundidos por el médico Alfredo Verdiguel, cuyo profesionalismo le ha valido toda suerte de amenazas, deben ser tomados con absoluta seriedad para evitar la tragedia que podría ser inminente. La condición que se han impuesto los ayunantes para levantar la protesta es que las autoridades correspondientes les devuelvan el trabajo que el decreto de liquidación les quitó a ellos junto a varios miles de sus compañeros; en el caso de no conseguirlo, exigen que se les mantenga en el campamento hasta que el deterioro les haga perder la conciencia, entrando en estado de coma. Sólo entonces, si no es demasiado tarde, serían trasladados a un hospital para ser atendidos.

Como sea, las cosas han llegado demasiado lejos y sería una verdadera vergüenza nacional que dos hombres murieran en el corazón de la capital, a la vista de la República entera, sin que al mismo tiempo se alce una tormenta de preocupada indignación que intente impedir tal desenlace. La huelga de hambre, en efecto, es un recurso extremo, terrible, del que nadie sale indemne, pues deja secuelas físicas a veces irreversibles, pero suspender la acción es una decisión individual, intransferible, que toca asumir a quienes en libertad la decidieron. Sobra decir que la muerte evitable de un ciudadano en la defensa de sus derechos será siempre un fracaso para la sociedad entera. Pero la huelga carecería de sentido sin mediar un agravio reconocible, racional, más allá de los detalles y las cuentas esgrimidas por las partes. Su legitimidad surge de la naturaleza misma del conflicto que se trata de resolver y no sólo de la voluntad de sacrificio de los implicados, de la convicción de que hay salidas que los responsables de abrirlas no quieren ver. Es un desafío moral y político contra las falsas razones de Estado. En este caso, el despedido masivo de varios miles de trabajadores, así como la indisposición de la autoridad a reubicarlos (al menos a una parte significativa de ellos) en la empresa que los sustituye, es motivo claro, suficiente, para probar que estamos ante una gravísima injusticia, cuya significación no disminuye porque se use la ley como coartada. Una vez transitadas las instancias legales, y una vez comprobadas, diría yo, la parcialidad y la insensibilidad del Ejecutivo, la indiferencia cómplice de la mayoría legislativa y la sumisión del máximo poder judicial a una visión cercenadora de los principios constitucionales, como muy bien lo explicó en estas páginas el doctor Arnaldo Córdova, la resistencia se torna más difícil, más riesgosa y amenazante, pero no menos justa y necesaria.

Atrapada en el juego de los compartimientos estancos, la autoridad no tiene opinión fundada y difundible sobre asuntos como la anticonstitucional “toma de nota” del sindicato que está en manos no de un árbitro laboral sino de una de las dependencias informales del secretario del Trabajo. Repite el argumento leguleyo y excluye la reflexión política. Y lo peor, justifica en aras de las políticas laborales de la Comisión Federal de Electricidad el sabotaje a la conversión de dicha empresa en “patrón sustituto”, como en principio marca la ley.

Falta de sensibilidad, autocomplacencia, ceguera para interpretar las señales de la inconformidad, el gobierno siembra hoy la ingobernabilidad del futuro. Vive la realidad nacional como si en verdad nada vinculara al país de la violencia con el país de la injusticia social, el país del desencanto democrático con el horizonte de desempleo juvenil, la tragedia de un país donde lejos de proteger a la fuerza de trabajo calificada se le destruye para darle espacio al precarismo, a la beneficiencia como acto supremo de solidaridad de una sociedad volcada al egoísmo.

Habrá que hilar más fino sobre el papel de los medios en esta coyuntura, de los partidos, de las buenas conciencias atrapadas en los juegos de poder de las iglesias, sobre la irresponsabilidad clasista de los sindicatos y la distancia abismal entre las preocupaciones dizque democráticas de las clases medias más asépticas y las urgencias de una visión nacional que no acaba de sustituir a las viejas construcciones ideológicas en crisis. Tendremos, en fin, que reflexionar también sobre los resortes de la cultura política, acerca de la indiferencia como sustituto negativo de la solidaridad en un país que ha visto decaer los sentimientos comunitarios, por así decir, para reforzar el individualismo del consumidor y, en el límite, la violencia como segunda piel para una juventud sin futuro. Tendremos que hablar menos de derecho, de fórmulas y normas, para tratar de entender qué pasa en la sociedad cuando dos hombres se mueren en la plaza central sin que se venga abajo la retórica oficial, el discurso del adulador, la desértica satisfacción de los que militan en el partido de los hartos.




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