11 sep 2009


La santa indignación




MARTA LAMAS

A México le urge tener una ciudadanía protestadora. Frente a los manejos sucios de muchas figuras políticas, y cuando los partidos muestran una patética y denigrante reiteración de corrupciones con tal de ganar las elecciones, los ciudadanos manifiestan su decepción o indiferencia.
Pero la ciudadanía, frustrada por la falta de expectativas políticas, pocas veces elige la incómoda vía de protestar públicamente. Por eso los ciudadanos resultamos más que los destinatarios del desastre político: también somos sus principales sostenedores.
Es cierto que faltan espacios para la reflexión colectiva y para un debate público que recoja las inquietudes y propuestas de la ciudadanía. Pero también hay otra cosa, algo así como una dificultad cultural para expresar públicamente la indignación que se siente.
En mi familia extranjera se habla de “la santa indignación” para referirse a un enojo legítimo que impulsa a una acción. ¿Por qué los mexicanos, en lugar de expresar la “santa indignación”, nos callamos y tragamos el coraje?
La semana pasada, en estas páginas, Denise Dresser, en su Llamado a hablar mal de México, citó “el apabullante silencio de la gente buena”.
Dresser criticó la resignación nacional y armó un alegato sobre “vivir generando incomodidad” y “diciéndoles a los demás lo que no quieren oír”. Según ella, “el ciudadano crítico debe poseer una gran capacidad para resistir las imágenes convencionales, las narrativas oficiales, las justificaciones circuladas por televisoras poderosas o presidentes porristas”.
Es evidente que existen grandes obstáculos para la manifestación de la crítica ciudadana. Entre ellos encuentro una especie de mordaza cultural ante la protesta.
Sin duda, el pensamiento crítico es la actitud más avanzada en el orden del pensar: es lo que puede permitir a cada persona entender y, por ende, decidir la forma más adecuada de accionar, o de abstenerse de accionar, en cada momento y en todos los aspectos de su vida. Pero hoy, en nuestro país y especialmente en las circunstancias que estamos viviendo, el motor que alienta la crítica pública –la “santa indignación”– parece ausente.
Durante siglos, la cultura mexicana ha transmitido el mensaje de que “el que se pelea pierde”. Estamos rodeados de recomendaciones sobre “fingir demencia”, “hacernos guajes”, “darle la vuelta a las cosas”. El “no te metas”, como mandato implícito o explícito, es un fuerte formador cultural, y como los mandatos culturales se transmiten con una carga afectiva, pocos ciudadanos pueden eludirlos. Por si fuera poco, ¿quién educa valorando la rebeldía crítica?
Es ingenuo suponer que tanto los políticos como los ciudadanos podrán defender las ventajas de la democracia y el respeto a la pluralidad mientras la vida cotidiana se desarrolle en un contexto en el cual “el que se pelea pierde”. Hay que aprender a pelearnos bien, a debatir y a dirimir diferencias. Eso implica transformar nuestra lógica cultural.
Para desarrollar el pensamiento crítico de las nuevas generaciones no basta con enseñarles a contrastar los intereses y necesidades concretas y actuales de los ciudadanos con las propuestas políticas; es indispensable estimularles la crítica a la autoridad y a lo establecido. Y también hay que ver a la indignación y al “hablar mal de México” como bases de una ética de la responsabilidad ciudadana.
Todo mundo sabe que para enfrentar la indiferencia o el malestar ante la política se necesita una participación ciudadana plural, informada y con un componente deliberativo y crítico. Pero a veces se olvida que, sobre todo, se requiere reconocer que la política tiene dos lados: nosotros y ellos. Y sólo hablar de “ellos”, los políticos, versus “nosotros”, los ciudadanos, oscurece nuestra responsabilidad.
Nosotros, los ciudadanos, también tenemos que ver con este deterioro de la política. La ausencia de una protesta ciudadana sólida y constante, que dé seguimiento y critique a nuestros representantes y servidores públicos, también provoca el asco político que estamos viviendo.
La inexistencia de una verdadera contraloría social (y no estoy proponiendo una nueva instancia burocrática, sino una actitud) limita la posibilidad de que nuestros gobernantes y legisladores rectifiquen línea y acciones políticas. Los ciudadanos estamos reducidos a hacer valer nuestro “poder” cada tres y cada seis años. Y aún así, en esas fechas emblemáticas hemos sido poco consistentes a la hora de ejercer ese poder, dejándonos llevar por la seducción mediática o las lealtades afectivas en vez de realizar una revisión crítica de la trayectoria política de los candidatos. Por eso sólo en contadas ocasiones surge un ¡Basta ya! que logra dar un vuelco a los pronósticos electorales.
La relación entre indignación y actitud crítica no se da automáticamente; hay que construirla. Para lograr que el pensamiento crítico se vaya convirtiendo en una herramienta común, vigente en cada instancia social, hay que empezar a ejercitarlo con uno mismo.
Hay que poner en duda los propios puntos de vista, valores, ideas y prejuicios. La autocrítica es personal y también nacional: la de nuestra sociedad, nuestro sistema político y nuestra cultura. Hay que decir lo que está mal, lo que falta, lo que no nos gusta. Por eso una de las consecuencias más positivas del pensamiento crítico es que alienta el cambio. Y eso queremos, ¿o no?






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