Es la ideología
Adolfo Sánchez Rebolledo
En el curso de la llamada glosa del Informe, el secretario de Hacienda pidió a los legisladores que no juzgaran las propuestas presupuestarias del gobierno con los ojos de los partidos y los conceptos de la ideología.
La petición resulta asombrosa no solamente por la naturaleza del auditorio que la escucha, sino porque implica la idea de que en la base de la política económica está un conocimiento “técnico”, especializado, exento de las impurezas de la ideología, es decir, de los fines y valores que se buscan al diseñar esta o aquella estrategia gubernamental.
Tampoco hay nada nuevo en dicha pretensión de neutralidad, pero no deja de llamar la atención que en el mismo momento que los expertos de Hacienda se rasgan las vestiduras por los “pobres” y el Presidente de la República reclama un compromiso salvador, la autoridad hacendaria no distinga ente el mundo real, donde privan los intereses, y sus propias fantasías fiscales.
Por fortuna, hubo reacciones provenientes de los flancos opositores que no dejaron pasar sin réplica la postura oficial. En su turno, la priísta María de los Ángeles Moreno insistió: “ese 2 por ciento genera más pobres, que no veo luego cómo los vamos a rescatar. En realidad es un impuesto de 17 por ciento, que grava todo, incluidos alimentos y medicinas. En vez de gravar más a la población, ¿por qué no piensan aumentar el déficit y que llegue a 4 o 5 por ciento”. Y puso el dedo en la llaga, pues de todas las alternativas que la crisis ha hecho emerger para salir adelante en otros países, el aumento del déficit como palanca para impulsar la economía es la que el gobierno mexicano rechaza con mayor enjundia y tesón. Vaya, podría decirse que se trata de uno de los dogmas angulares de todo el edificio ideológico construido por la elite gobernante como opción ante el “populismo económico” de los últimos gobiernos del declinante régimen de la Revolución Mexicana.
En su respuesta, el secretario de Hacienda repitió la misma cantinela y no se movió un centímetro de su postura: “Ya muchos años hemos actuado endeudándonos y los resultados son desastrosos”. (Podemos imaginar su reacción ante la solicitud, digamos, de reducir los sueldos de la alta burocracia que exige López Obrador.)
A Agustín Carstens le obsesiona la caída de la plataforma petrolera como fuente de ingresos fiscales, pero no explica cómo y por qué las cosas ocurrieron de esta manera, como si se tratara de una fatalidad y no del resultado de una política económica que, junto con la desregulación y el déficit cero, confiaba más en la privatización de las áreas estratégicas que en la reforma integral de la economía, incluyendo, por supuesto, la fiscalidad. (¿Alguien se ha olvidado de la reforma energética como panacea? No el gobierno, desde luego.)
La renuncia a impulsar un mayor déficit es, en este contexto, expresión del dogmatismo ideológico (que exige no “partidizar” el debate) y la pereza intelectual de los cachorros del neoliberalismo, incapaces de extraer las enseñanzas mínimas que la crisis mundial arroja. Pero esa actitud cansina, conservadora, contrasta vivamente con el activismo presidencial que se ha desatado a raíz del fracaso electoral del panismo. En defensa de su propuesta fiscal, un día sí y al otro también, Calderón lanza discursos al pie del precipicio cuando hace tan poco desmentía la gravedad de la crisis.
¿Cómo podría el Presidente negar que hay una relación entre el sentimiento de inseguridad y la incertidumbre causada por el deterioro general de las condiciones de vida? Sin embargo, aunque el tono de alarma va subiendo por horas, siguen sin reconocerse los términos objetivos de la crisis y, por tanto, los caminos para abordarla.
Al final, el esfuerzo se queda en la propaganda mediático-publicitaria que tanto le gusta a su equipo de asesores. Parece una exageración, pero en este punto (como en el debate universal acerca de lo “público”) la ideología manda y condiciona, aunque el señor Carstens pida eludir las estrecheces mentales, pero no cuestiona los intereses que en definitiva las convierten en “paradigmas” creíbles.
Si ayer el leit motiv para ganarse al “público” era el “tesoro” oculto en las aguas profundas del Golfo, hoy la campaña aprovecha los temores ante la próxima epidemia o chantajea con un hipócrita discurso sobre “los que menos tienen” para vender el “producto” (2 por ciento sin el cual no habría vacunas suficientes) y así maniatar a sus adversarios que le exigen un cambio de política que deje de lucrar con la pobreza.
En el fondo, hay un tono de fin de fiesta que no puede ocultarse. Política y moralmente, el segundo mandato del PAN tampoco ha sido capaz de vislumbrar la gran reforma que el país necesita con urgencia. Renunciaron al pasado en nombre de la democracia y la libertad de mercado, pero asumieron como propias las mañas del viejo sistema, aunadas a la voracidad de los neoconservadores que les sirven como guías en la conducción económica. La fórmula está completamente agotada y ya no sirve ni siquiera para crear la apariencia de “normalidad” con que se sustituyen los verdaderos acuerdos políticos, pero en este punto los discípulos, como suele ocurrir, resultaron más sectarios que sus maestros. Si se mira a las metas alcanzadas, hay escasas razones para el optimismo.
Hoy, el gobierno que prometió empleo y crecimiento se conforma con anunciar, por boca del secretario Cordero, que si bien la pobreza se incrementó en 5 millones, esta cifra “sólo” es “la tercera parte de lo que creció la pobreza en la crisis de 95”. Y el Inegi da cuenta de las pavorosas cifras de la tasa de desocupación que ya se eleva a 6.28 por ciento, la más alta desde que comenzó a medirse en 2000. Y eso sin contar el subempleo y el hecho fundamental de que muchos de los mexicanos sin trabajo son jóvenes incluso con estudios de nivel medio o superior.
El país no avanza como podría si en lugar de vivir en el entresueño de la futura recuperación se afirmara la voluntad de cambiar aquí y ahora, promoviendo el diálogo social y nacional, la movilización ciudadana en favor del desarrollo, y no, como hasta ahora, el fomento de unos cuantos privilegios. Hace falta otro compromiso ideológico.
La petición resulta asombrosa no solamente por la naturaleza del auditorio que la escucha, sino porque implica la idea de que en la base de la política económica está un conocimiento “técnico”, especializado, exento de las impurezas de la ideología, es decir, de los fines y valores que se buscan al diseñar esta o aquella estrategia gubernamental.
Tampoco hay nada nuevo en dicha pretensión de neutralidad, pero no deja de llamar la atención que en el mismo momento que los expertos de Hacienda se rasgan las vestiduras por los “pobres” y el Presidente de la República reclama un compromiso salvador, la autoridad hacendaria no distinga ente el mundo real, donde privan los intereses, y sus propias fantasías fiscales.
Por fortuna, hubo reacciones provenientes de los flancos opositores que no dejaron pasar sin réplica la postura oficial. En su turno, la priísta María de los Ángeles Moreno insistió: “ese 2 por ciento genera más pobres, que no veo luego cómo los vamos a rescatar. En realidad es un impuesto de 17 por ciento, que grava todo, incluidos alimentos y medicinas. En vez de gravar más a la población, ¿por qué no piensan aumentar el déficit y que llegue a 4 o 5 por ciento”. Y puso el dedo en la llaga, pues de todas las alternativas que la crisis ha hecho emerger para salir adelante en otros países, el aumento del déficit como palanca para impulsar la economía es la que el gobierno mexicano rechaza con mayor enjundia y tesón. Vaya, podría decirse que se trata de uno de los dogmas angulares de todo el edificio ideológico construido por la elite gobernante como opción ante el “populismo económico” de los últimos gobiernos del declinante régimen de la Revolución Mexicana.
En su respuesta, el secretario de Hacienda repitió la misma cantinela y no se movió un centímetro de su postura: “Ya muchos años hemos actuado endeudándonos y los resultados son desastrosos”. (Podemos imaginar su reacción ante la solicitud, digamos, de reducir los sueldos de la alta burocracia que exige López Obrador.)
A Agustín Carstens le obsesiona la caída de la plataforma petrolera como fuente de ingresos fiscales, pero no explica cómo y por qué las cosas ocurrieron de esta manera, como si se tratara de una fatalidad y no del resultado de una política económica que, junto con la desregulación y el déficit cero, confiaba más en la privatización de las áreas estratégicas que en la reforma integral de la economía, incluyendo, por supuesto, la fiscalidad. (¿Alguien se ha olvidado de la reforma energética como panacea? No el gobierno, desde luego.)
La renuncia a impulsar un mayor déficit es, en este contexto, expresión del dogmatismo ideológico (que exige no “partidizar” el debate) y la pereza intelectual de los cachorros del neoliberalismo, incapaces de extraer las enseñanzas mínimas que la crisis mundial arroja. Pero esa actitud cansina, conservadora, contrasta vivamente con el activismo presidencial que se ha desatado a raíz del fracaso electoral del panismo. En defensa de su propuesta fiscal, un día sí y al otro también, Calderón lanza discursos al pie del precipicio cuando hace tan poco desmentía la gravedad de la crisis.
¿Cómo podría el Presidente negar que hay una relación entre el sentimiento de inseguridad y la incertidumbre causada por el deterioro general de las condiciones de vida? Sin embargo, aunque el tono de alarma va subiendo por horas, siguen sin reconocerse los términos objetivos de la crisis y, por tanto, los caminos para abordarla.
Al final, el esfuerzo se queda en la propaganda mediático-publicitaria que tanto le gusta a su equipo de asesores. Parece una exageración, pero en este punto (como en el debate universal acerca de lo “público”) la ideología manda y condiciona, aunque el señor Carstens pida eludir las estrecheces mentales, pero no cuestiona los intereses que en definitiva las convierten en “paradigmas” creíbles.
Si ayer el leit motiv para ganarse al “público” era el “tesoro” oculto en las aguas profundas del Golfo, hoy la campaña aprovecha los temores ante la próxima epidemia o chantajea con un hipócrita discurso sobre “los que menos tienen” para vender el “producto” (2 por ciento sin el cual no habría vacunas suficientes) y así maniatar a sus adversarios que le exigen un cambio de política que deje de lucrar con la pobreza.
En el fondo, hay un tono de fin de fiesta que no puede ocultarse. Política y moralmente, el segundo mandato del PAN tampoco ha sido capaz de vislumbrar la gran reforma que el país necesita con urgencia. Renunciaron al pasado en nombre de la democracia y la libertad de mercado, pero asumieron como propias las mañas del viejo sistema, aunadas a la voracidad de los neoconservadores que les sirven como guías en la conducción económica. La fórmula está completamente agotada y ya no sirve ni siquiera para crear la apariencia de “normalidad” con que se sustituyen los verdaderos acuerdos políticos, pero en este punto los discípulos, como suele ocurrir, resultaron más sectarios que sus maestros. Si se mira a las metas alcanzadas, hay escasas razones para el optimismo.
Hoy, el gobierno que prometió empleo y crecimiento se conforma con anunciar, por boca del secretario Cordero, que si bien la pobreza se incrementó en 5 millones, esta cifra “sólo” es “la tercera parte de lo que creció la pobreza en la crisis de 95”. Y el Inegi da cuenta de las pavorosas cifras de la tasa de desocupación que ya se eleva a 6.28 por ciento, la más alta desde que comenzó a medirse en 2000. Y eso sin contar el subempleo y el hecho fundamental de que muchos de los mexicanos sin trabajo son jóvenes incluso con estudios de nivel medio o superior.
El país no avanza como podría si en lugar de vivir en el entresueño de la futura recuperación se afirmara la voluntad de cambiar aquí y ahora, promoviendo el diálogo social y nacional, la movilización ciudadana en favor del desarrollo, y no, como hasta ahora, el fomento de unos cuantos privilegios. Hace falta otro compromiso ideológico.
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