Las campanas doblan y no saben por quién
Rolando Cordera Campos
En su tercer informe de gobierno, Marcelo Ebrard advirtió que es un grave error encaminar al país y la capital a una recesión prolongada y a políticas de alto costo social”. Añadió que “el paquete económico presentado por el gobierno federal al Congreso de la Unión va en sentido contrario de lo que demanda la realidad social del país y de la ciudad” (Bertha Teresa Ramírez, La Jornada, 18/09/09, p. 35). Asimismo, el jefe de Gobierno convocó a “dar la batalla en el ámbito federal y el Congreso de la Unión, a fin de revertir la política pública en contra de la ciudad y promover cambios sustantivos a las estrategias de desarrollo que continúa impulsando el gobierno federal” (ibid.).
Los cambios de fondo, admitió Ebrard, son urgentes, quizás más que nunca, “pero no habrá tales cambios si se propone gato por liebre… Un acuerdo serio, de la dimensión de lo que el país y la ciudad requieren, pasa necesariamente por otra ruta: honestidad en lo que se propone, protección a la mayoría de la población en lo que se impulsa”.
Sería por la ambición sucesoria o por el cambio climático, pero las palabras del jefe de Gobierno del DF no pueden desdeñarse ni soslayarse so capa de que se trata de una proposición “politizada”. Se trata de una toma de posición política de quien gobierna la capital de la República, la ciudad más grande del país y donde se dan cita diaria todas sus agudas contradicciones sociales, culturales, económicas. Una advertencia más desde el poder para el poder.
Atrás de este aldabonazo, quedaron o deberían quedar los calificativos de catastrofista o pesimista de que el Presidente y sus colaboradores tanto abusaron en el pasado inmediato. Más que catastróficos reflejos del “espejo negro”, los diagnósticos presentados hace unos meses por Carlos Slim o el gobernador del Banco de México fueron meros adelantos de lo que después provendría de las computadoras del Fondo Monetario Internacional, la OCDE o el Banco Mundial. Tímidas aproximaciones fueron, a su vez, a lo que con las semanas se volvió desazón empresarial bien recogida por sus analistas y modelos.
La realidad de la crisis como profunda recesión y alto desempleo formal, provenientes en buena parte de las regiones y sectores modernizados por el cambio estructural, no pudo ser exorcizada por el oscilante verbo presidencial que ahora, un día sí y otro también, reconoce la gravedad de la situación pero se obstina en reclamar apoyo incondicional a sus propuestas, sin aportar poco más que el llamado patriótico a defender unos impuestos y unos recortes que sólo aquí, en tierras guadalupanas, se pueden calificar de instrumentos contra la pobreza y la propia recesión. ¡Y anteayer, para poder comprar vacunas!
El regateo recorre el mundo de la negociación parlamentaria. Pero por más que quiera verse en este toma y daca una virtud teologal o taumatúrgica, lo cierto es que la severidad de la caída y la gravedad de sus implicaciones sociales no pueden edulcorarse con el expediente de un realismo y un presidencialismo corrientes, carentes de sustento histórico y de contenido político para funcionar como eficientes mecanismos para comprarle tiempo a un tiempo por demás nublado y cargado de electricidad e incertidumbre.
Cierto es que todo está a discusión y qué mal que la elemental aceptación de esto lleve a la sospecha o la descalificación a priori. Pero es más dañino para la convivencia y el diálogo necesario poner a los opositores en el callejón de la traición a la patria por el hecho de no compartir creencias o poner en duda la eficacia equitativa de uno u otro impuesto. No es la fe en uno u otro concepto lo que nos sacará de la barranca.
Puede el peculiar coro de este presidencialismo más que tardío y fuera de foco insistir en sus curiosas exégesis y condenas a todo lo que huela a disidencia, pero no tapar al sol con su dedo flamígero ni distorsionar la dureza del juicio social que se acumula y, por fortuna, aún busca voz para, diría Albert Hirschman, revivir las razones de su lealtad a la República y la democracia, más virtuales que nunca. De aquí la urgente necesidad de que se busque, y pronto, otras arenas y lenguajes para montar una deliberación que nutra unas esperanzas que languidecen pero no se van, a pesar del clima de frustración que se engrosa con la política del desaliento en que han desembocado el pluralismo y el segundo gobierno de la derecha mexicana.
Puede tratarse de mantener el poder, como dijo el Presidente a su partido; esto es, sin duda, legítimo afán de quien lo ocupa. Pero si este empeño no se ve acompañado de una mínima congruencia con la realidad y las restricciones democráticas que defienden el valor de decir que no, no sólo carecerá de eficacia inmediata, de acuerdo con los mínimos criterios de evaluación de la política democrática, sino que puede convertirse en el catalizador letal para desatar las fuerzas centrífugas que desde su bautizo de fuego en 1994 han acompañado a la globalización mexicana y su trabajoso tránsito a la democracia.
Hay que hablar claro y fuerte, en efecto. Así lo intentó esta vez Ebrard y así tendrá que admitir ser tratado por su pares en la Asamblea y el Congreso, en los medios y el propio Ejecutivo federal. Pero la persecución y la guillotina mediática a que se da el poder en estos días no pueden sino ser vistas como un ejercicio en piromanía autista.
Los cambios de fondo, admitió Ebrard, son urgentes, quizás más que nunca, “pero no habrá tales cambios si se propone gato por liebre… Un acuerdo serio, de la dimensión de lo que el país y la ciudad requieren, pasa necesariamente por otra ruta: honestidad en lo que se propone, protección a la mayoría de la población en lo que se impulsa”.
Sería por la ambición sucesoria o por el cambio climático, pero las palabras del jefe de Gobierno del DF no pueden desdeñarse ni soslayarse so capa de que se trata de una proposición “politizada”. Se trata de una toma de posición política de quien gobierna la capital de la República, la ciudad más grande del país y donde se dan cita diaria todas sus agudas contradicciones sociales, culturales, económicas. Una advertencia más desde el poder para el poder.
Atrás de este aldabonazo, quedaron o deberían quedar los calificativos de catastrofista o pesimista de que el Presidente y sus colaboradores tanto abusaron en el pasado inmediato. Más que catastróficos reflejos del “espejo negro”, los diagnósticos presentados hace unos meses por Carlos Slim o el gobernador del Banco de México fueron meros adelantos de lo que después provendría de las computadoras del Fondo Monetario Internacional, la OCDE o el Banco Mundial. Tímidas aproximaciones fueron, a su vez, a lo que con las semanas se volvió desazón empresarial bien recogida por sus analistas y modelos.
La realidad de la crisis como profunda recesión y alto desempleo formal, provenientes en buena parte de las regiones y sectores modernizados por el cambio estructural, no pudo ser exorcizada por el oscilante verbo presidencial que ahora, un día sí y otro también, reconoce la gravedad de la situación pero se obstina en reclamar apoyo incondicional a sus propuestas, sin aportar poco más que el llamado patriótico a defender unos impuestos y unos recortes que sólo aquí, en tierras guadalupanas, se pueden calificar de instrumentos contra la pobreza y la propia recesión. ¡Y anteayer, para poder comprar vacunas!
El regateo recorre el mundo de la negociación parlamentaria. Pero por más que quiera verse en este toma y daca una virtud teologal o taumatúrgica, lo cierto es que la severidad de la caída y la gravedad de sus implicaciones sociales no pueden edulcorarse con el expediente de un realismo y un presidencialismo corrientes, carentes de sustento histórico y de contenido político para funcionar como eficientes mecanismos para comprarle tiempo a un tiempo por demás nublado y cargado de electricidad e incertidumbre.
Cierto es que todo está a discusión y qué mal que la elemental aceptación de esto lleve a la sospecha o la descalificación a priori. Pero es más dañino para la convivencia y el diálogo necesario poner a los opositores en el callejón de la traición a la patria por el hecho de no compartir creencias o poner en duda la eficacia equitativa de uno u otro impuesto. No es la fe en uno u otro concepto lo que nos sacará de la barranca.
Puede el peculiar coro de este presidencialismo más que tardío y fuera de foco insistir en sus curiosas exégesis y condenas a todo lo que huela a disidencia, pero no tapar al sol con su dedo flamígero ni distorsionar la dureza del juicio social que se acumula y, por fortuna, aún busca voz para, diría Albert Hirschman, revivir las razones de su lealtad a la República y la democracia, más virtuales que nunca. De aquí la urgente necesidad de que se busque, y pronto, otras arenas y lenguajes para montar una deliberación que nutra unas esperanzas que languidecen pero no se van, a pesar del clima de frustración que se engrosa con la política del desaliento en que han desembocado el pluralismo y el segundo gobierno de la derecha mexicana.
Puede tratarse de mantener el poder, como dijo el Presidente a su partido; esto es, sin duda, legítimo afán de quien lo ocupa. Pero si este empeño no se ve acompañado de una mínima congruencia con la realidad y las restricciones democráticas que defienden el valor de decir que no, no sólo carecerá de eficacia inmediata, de acuerdo con los mínimos criterios de evaluación de la política democrática, sino que puede convertirse en el catalizador letal para desatar las fuerzas centrífugas que desde su bautizo de fuego en 1994 han acompañado a la globalización mexicana y su trabajoso tránsito a la democracia.
Hay que hablar claro y fuerte, en efecto. Así lo intentó esta vez Ebrard y así tendrá que admitir ser tratado por su pares en la Asamblea y el Congreso, en los medios y el propio Ejecutivo federal. Pero la persecución y la guillotina mediática a que se da el poder en estos días no pueden sino ser vistas como un ejercicio en piromanía autista.
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