Indignante
José Blanco
Indignación, desesperación, de-sesperanza deben invadir a amplios sectores de la sociedad mexicana frente al desenlace legal”, probablemente provisional, de la matanza de Acteal. ¿No es éste un Estado fallido? ¿Quién pone la cota con la que comienza a fallar el Estado a tales niveles que pueda llamársele así?
Frente al repugnante asesinato Amnistía Internacional repite lo que hemos oído por lustros. He aquí una muestra más de las graves deficiencias del sistema de justicia mexicano, incapaz de investigar, procesar y sancionar por medio de un juicio justo a los responsables de delitos contra la sociedad o contra los ciudadanos particulares.
¿Qué hacemos frente al río deliberadamente revuelto, noche y día, por los grupos dominantes, por personeros del gobierno federal y locales? ¿Qué hacemos con la complicidad de las televisoras en múltiples trapacerías? ¿Qué podemos hacer frente a los poderes de facto de todo tipo que actúan en un mundo en el que no impera la ley?
Casi nueve años después del asesinato en masa de 45 indígenas de Las Abejas (niños y mujeres, principalmente) no hay culpables. Las procuradurías –señaladamente la Procuraduría General de la República (PGR)–, coludidas con jueces, responsables conjuntos de la justicia en el área de lo penal, no procuran ninguna justicia, y toda injusticia, por perversa que sea, que esas mismas instituciones deban cometer, si así conviene a intereses poderosos, la cometerán con la frialdad absoluta de quien puede operar con máxima premeditación, con poderosa alevosía, con total ventaja, blindadas con la armadura de la impunidad inexpugnable.
La ministra Olga Sánchez Cordero aseguró que fueron detectados casos en los que un juez agregó delitos a los sentenciados que no habían sido consignados por el Ministerio Público; dijo además que se usó como prueba de manera ilícita un listado de personas que elaboró un testigo de nombre Agustín Arias, que en un principio declaró que no hablaba ni entendía el castellano y que 12 horas después entregó una lista de las personas que señaló como responsables. El ministro Juan Silva aseveró que la lista fue elaborada por la PGR y entregada a sus testigos para que acusaran a las personas que ellos aseguraban eran culpables y, al mismo tiempo, la policía judicial elaboró un álbum fotográfico. En México ese infierno aterrador se llama procuración de justicia.
El ministro José Ra-món Cossío Díaz debió decir frente a estos actos que ellos son jueces constitucionales, y que como no pueden saber quiénes son inocentes y quiénes culpables, deben ser liberados todos: los 20 que acaban de serlo, más otros 31 aproximadamente que se hallan en las mismas condiciones.
Cuando existe impunidad y cuando la premeditación ha estado en las más canallas acciones que por siglos se han cometido contra las comunidades indígenas, pueden ser imaginadas, frente a la incertidumbre total de la legalidad, composiciones de lugar que acaso queden muy por debajo de las bajezas efectivas de los sótanos del poder.
Una oligarquía local y una clase política a sus órdenes, en el escenario. Es necesario mantener a raya a los grupos indígenas que se revelen contra la dominación vil de siglos. Rivalidades y rencillas por tierras, creencias religiosas, costumbres ancestrales, entre grupos indígenas con conocimientos precarios del mundo, son espoleados por los grupos dominantes. Están dadas las condiciones para que miserables del mundo indígena sean convertidos en grupos paramilitares para someter a los que han decidido rebelarse, porque ni la justicia social ni la justicia judicial les llegarán nunca.
Asesinos a sueldo masacran a una comunidad. Los asesinos pueden autoinculparse con promesas de futuro sin hambre. O con la misma promesa se encarga a otros que se autoinculpen. La PGR pergeña los expedientes, y lo hace maliciosamente, de manera deliberada.
Entran en escena los abogados defensores de los asesinos; no se sabe quién les paga. El proceso debe alargarse lo necesario para que cobre legitimidad frente a la sociedad. Llega el momento en que el asunto atraca en la Suprema Corte. El máximo tribunal del país encuentra que las sentencias de los acusados, como en el caso que nos ocupa, se basaron en pruebas obtenidas de manera ilegal y en testimonios que fabricó la PGR. Nadie puede saber si la Corte está dentro o fuera de la jugada.
Los probables asesinos, o parte de ellos (los guardados en las cárceles locales), salen libres y se les propone ser reubicados con casa y lo necesario “en otra parte”. Los inculpados dejan de serlo. No sabemos quiénes son los asesinos; ni los que usaron las armas ni los asesinos intelectuales: nuevamente la impunidad reina.
Se solicitan nuevas investigaciones para dar con los verdaderos asesinos. Acaso el proceso se reinicie alguna vez en algún punto. En tanto, la oligarquía local, la clase política que le sirve, los grupos paramilitares –carne de cañón indígena– continúan reinando como grupos dominantes que son, apoyados por instituciones federales, si la política así lo demanda, y los indígenas continúan su historia de explotación, de miseria, de desprecio, de discriminación y de muerte.
Es seguro que alguien, dentro de los grupos dominantes, sabe la historia real, y podría decirnos cuántas y cuáles piezas faltan o sobran a este rompecabezas depravado. Es seguro también que por mucho tiempo seguiremos repitiendo que no existen instituciones capaces de llevar la justicia social a las comunidades indígenas, y que no están a la vista los actores capaces de erigirlas.
Frente al repugnante asesinato Amnistía Internacional repite lo que hemos oído por lustros. He aquí una muestra más de las graves deficiencias del sistema de justicia mexicano, incapaz de investigar, procesar y sancionar por medio de un juicio justo a los responsables de delitos contra la sociedad o contra los ciudadanos particulares.
¿Qué hacemos frente al río deliberadamente revuelto, noche y día, por los grupos dominantes, por personeros del gobierno federal y locales? ¿Qué hacemos con la complicidad de las televisoras en múltiples trapacerías? ¿Qué podemos hacer frente a los poderes de facto de todo tipo que actúan en un mundo en el que no impera la ley?
Casi nueve años después del asesinato en masa de 45 indígenas de Las Abejas (niños y mujeres, principalmente) no hay culpables. Las procuradurías –señaladamente la Procuraduría General de la República (PGR)–, coludidas con jueces, responsables conjuntos de la justicia en el área de lo penal, no procuran ninguna justicia, y toda injusticia, por perversa que sea, que esas mismas instituciones deban cometer, si así conviene a intereses poderosos, la cometerán con la frialdad absoluta de quien puede operar con máxima premeditación, con poderosa alevosía, con total ventaja, blindadas con la armadura de la impunidad inexpugnable.
La ministra Olga Sánchez Cordero aseguró que fueron detectados casos en los que un juez agregó delitos a los sentenciados que no habían sido consignados por el Ministerio Público; dijo además que se usó como prueba de manera ilícita un listado de personas que elaboró un testigo de nombre Agustín Arias, que en un principio declaró que no hablaba ni entendía el castellano y que 12 horas después entregó una lista de las personas que señaló como responsables. El ministro Juan Silva aseveró que la lista fue elaborada por la PGR y entregada a sus testigos para que acusaran a las personas que ellos aseguraban eran culpables y, al mismo tiempo, la policía judicial elaboró un álbum fotográfico. En México ese infierno aterrador se llama procuración de justicia.
El ministro José Ra-món Cossío Díaz debió decir frente a estos actos que ellos son jueces constitucionales, y que como no pueden saber quiénes son inocentes y quiénes culpables, deben ser liberados todos: los 20 que acaban de serlo, más otros 31 aproximadamente que se hallan en las mismas condiciones.
Cuando existe impunidad y cuando la premeditación ha estado en las más canallas acciones que por siglos se han cometido contra las comunidades indígenas, pueden ser imaginadas, frente a la incertidumbre total de la legalidad, composiciones de lugar que acaso queden muy por debajo de las bajezas efectivas de los sótanos del poder.
Una oligarquía local y una clase política a sus órdenes, en el escenario. Es necesario mantener a raya a los grupos indígenas que se revelen contra la dominación vil de siglos. Rivalidades y rencillas por tierras, creencias religiosas, costumbres ancestrales, entre grupos indígenas con conocimientos precarios del mundo, son espoleados por los grupos dominantes. Están dadas las condiciones para que miserables del mundo indígena sean convertidos en grupos paramilitares para someter a los que han decidido rebelarse, porque ni la justicia social ni la justicia judicial les llegarán nunca.
Asesinos a sueldo masacran a una comunidad. Los asesinos pueden autoinculparse con promesas de futuro sin hambre. O con la misma promesa se encarga a otros que se autoinculpen. La PGR pergeña los expedientes, y lo hace maliciosamente, de manera deliberada.
Entran en escena los abogados defensores de los asesinos; no se sabe quién les paga. El proceso debe alargarse lo necesario para que cobre legitimidad frente a la sociedad. Llega el momento en que el asunto atraca en la Suprema Corte. El máximo tribunal del país encuentra que las sentencias de los acusados, como en el caso que nos ocupa, se basaron en pruebas obtenidas de manera ilegal y en testimonios que fabricó la PGR. Nadie puede saber si la Corte está dentro o fuera de la jugada.
Los probables asesinos, o parte de ellos (los guardados en las cárceles locales), salen libres y se les propone ser reubicados con casa y lo necesario “en otra parte”. Los inculpados dejan de serlo. No sabemos quiénes son los asesinos; ni los que usaron las armas ni los asesinos intelectuales: nuevamente la impunidad reina.
Se solicitan nuevas investigaciones para dar con los verdaderos asesinos. Acaso el proceso se reinicie alguna vez en algún punto. En tanto, la oligarquía local, la clase política que le sirve, los grupos paramilitares –carne de cañón indígena– continúan reinando como grupos dominantes que son, apoyados por instituciones federales, si la política así lo demanda, y los indígenas continúan su historia de explotación, de miseria, de desprecio, de discriminación y de muerte.
Es seguro que alguien, dentro de los grupos dominantes, sabe la historia real, y podría decirnos cuántas y cuáles piezas faltan o sobran a este rompecabezas depravado. Es seguro también que por mucho tiempo seguiremos repitiendo que no existen instituciones capaces de llevar la justicia social a las comunidades indígenas, y que no están a la vista los actores capaces de erigirlas.
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