E D I T O R I A L
AMLO sobre los medios
Ayer, en la concentración en la que se conmemoró el tercer aniversario del movimiento de resistencia civil pacífica que encabeza, Andrés Manuel López Obrador enunció los diez puntos de un proyecto político pensando en la transformación del país y con miras al 2012”. Se trata de un documento que merece la atención de la opinión pública, por cuanto representa la postura de un sector que agrupa a una porción significativa de la ciudadanía y sin el cual no puede entenderse la vida política del país.
Pese a los empeños sistemáticos del México formal –las instituciones y la mayor parte de los medios– por silenciar, desaparecer, minimizar y ridiculizar a ese movimiento, el hecho es que ha logrado persistir, ha avanzado en organización y ha ganado pulsos fundamentales, como el que tuvo lugar el año pasado en torno al intento gubernamental de privatizar segmentos esenciales de la industria petrolera. Por añadidura, e independientemente de la simpatía o la aversión que pueda generar el lopezobradorismo, no se puede desconocer que desde sus filas han surgido advertencias atinadas y propuestas que, si hubieran sido atendidas, habrían evitado problemas mayúsculos al país. Ejemplo de ello fueron los tempranos señalamientos del “gobierno legítimo” acerca de la gravedad y profundidad de la crisis económica mundial que se acercaba, en momentos en que la administración calderonista se empeñaba en desconocer los riesgos que han devenido catástrofe para la situación material de millones de personas.
Desde que el gobierno foxista trató de destruir la candidatura presidencial de López Obrador, cuando éste se desempeñaba como jefe del gobierno capitalino, la masa mediática adoptó una actitud beligerante contra el político tabasqueño. Esa actitud se articuló posteriormente con la campaña de abierto linchamiento mediático en los meses previos a las impugnadas elecciones de julio de 2006; salvo excepciones, los medios electrónicos e impresos se desempeñaron como órganos de propaganda del oficialismo panista y contribuyeron, de esa forma, a deslegitimar los comicios en aquel año, los cuales quedaron irremediablemente manchados, además, por la injerencia presidencial en el proceso, por el desaseo con que se condujo el Instituto Federal Electoral (IFE) y por la insostenible resolución del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), en la que se rechazó la evidente necesidad de verificar resultados inciertos mediante un nuevo recuento de la totalidad de los votos y se dio por buena una elección presidencial afectada, según reconoció ese mismo órgano judicial, por irregularidades graves.
A tres años de aquellos sucesos, el poder de los medios no ha dejado de ensancharse en formas que contravienen el orden constitucional. Un caso específico son los poderes legislativos de facto que ha conseguido el pulpo de concesionarios de medios electrónicos para impedir cualquier apertura en ese ámbito y para asegurar condiciones de operación lesivas para la soberanía nacional y para el interés público.
Es relevante y atendible, por estas razones, el señalamiento formulado ayer en el Zócalo capitalino por López Obrador sobre la necesidad de democratizar los medios informativos mediante el otorgamiento de nuevas concesiones: “que haya todos los canales de televisión o estaciones de radio que sean técnicamente posibles, con absoluta libertad, sólo impidiendo que se concentren en unas cuantas manos, como sucede actualmente”.
Debe agregarse que la democratización de los medios pasa necesariamente por el establecimiento de una reglamentación democrática, plural y transparente de la publicidad oficial, pagada con recursos que pertenecen a la sociedad y que se maneja, sin embargo, con tales discrecionalidad y arbitrariedad que parecería que se trata de dineros privados de los funcionarios públicos.
Ciertamente, entre las enormes asignaturas pendientes del país en materia de democracia, una de las principales es la existencia de una masa mediática que, sin serlo, se comporta como monopolio, y recibe tratamiento de tal; que tiende a uniformar la información para consagrar el discurso oficial como pensamiento único, y que en esas condiciones antidemocráticas ha concentrado un músculo financiero, mediático y político que distorsiona y pervierte el quehacer republicano.
Pese a los empeños sistemáticos del México formal –las instituciones y la mayor parte de los medios– por silenciar, desaparecer, minimizar y ridiculizar a ese movimiento, el hecho es que ha logrado persistir, ha avanzado en organización y ha ganado pulsos fundamentales, como el que tuvo lugar el año pasado en torno al intento gubernamental de privatizar segmentos esenciales de la industria petrolera. Por añadidura, e independientemente de la simpatía o la aversión que pueda generar el lopezobradorismo, no se puede desconocer que desde sus filas han surgido advertencias atinadas y propuestas que, si hubieran sido atendidas, habrían evitado problemas mayúsculos al país. Ejemplo de ello fueron los tempranos señalamientos del “gobierno legítimo” acerca de la gravedad y profundidad de la crisis económica mundial que se acercaba, en momentos en que la administración calderonista se empeñaba en desconocer los riesgos que han devenido catástrofe para la situación material de millones de personas.
Desde que el gobierno foxista trató de destruir la candidatura presidencial de López Obrador, cuando éste se desempeñaba como jefe del gobierno capitalino, la masa mediática adoptó una actitud beligerante contra el político tabasqueño. Esa actitud se articuló posteriormente con la campaña de abierto linchamiento mediático en los meses previos a las impugnadas elecciones de julio de 2006; salvo excepciones, los medios electrónicos e impresos se desempeñaron como órganos de propaganda del oficialismo panista y contribuyeron, de esa forma, a deslegitimar los comicios en aquel año, los cuales quedaron irremediablemente manchados, además, por la injerencia presidencial en el proceso, por el desaseo con que se condujo el Instituto Federal Electoral (IFE) y por la insostenible resolución del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), en la que se rechazó la evidente necesidad de verificar resultados inciertos mediante un nuevo recuento de la totalidad de los votos y se dio por buena una elección presidencial afectada, según reconoció ese mismo órgano judicial, por irregularidades graves.
A tres años de aquellos sucesos, el poder de los medios no ha dejado de ensancharse en formas que contravienen el orden constitucional. Un caso específico son los poderes legislativos de facto que ha conseguido el pulpo de concesionarios de medios electrónicos para impedir cualquier apertura en ese ámbito y para asegurar condiciones de operación lesivas para la soberanía nacional y para el interés público.
Es relevante y atendible, por estas razones, el señalamiento formulado ayer en el Zócalo capitalino por López Obrador sobre la necesidad de democratizar los medios informativos mediante el otorgamiento de nuevas concesiones: “que haya todos los canales de televisión o estaciones de radio que sean técnicamente posibles, con absoluta libertad, sólo impidiendo que se concentren en unas cuantas manos, como sucede actualmente”.
Debe agregarse que la democratización de los medios pasa necesariamente por el establecimiento de una reglamentación democrática, plural y transparente de la publicidad oficial, pagada con recursos que pertenecen a la sociedad y que se maneja, sin embargo, con tales discrecionalidad y arbitrariedad que parecería que se trata de dineros privados de los funcionarios públicos.
Ciertamente, entre las enormes asignaturas pendientes del país en materia de democracia, una de las principales es la existencia de una masa mediática que, sin serlo, se comporta como monopolio, y recibe tratamiento de tal; que tiende a uniformar la información para consagrar el discurso oficial como pensamiento único, y que en esas condiciones antidemocráticas ha concentrado un músculo financiero, mediático y político que distorsiona y pervierte el quehacer republicano.
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