Arnaldo Córdova
El terrible poder de los medios
El poder y la influencia sobre la sociedad de los medios de comunicación electrónica, sobre todo de la televisión, espantan a todos. Nunca ha quedado claro de qué entidad son ese poder y ese influjo, pero de que existen, existen. Aparte de ello, se ha tejido una vasta red de auténtica mitología que ahora ya no nos permite ver otra cosa sino la indefensión en la que todos estamos a merced de los medios. De esa mitología comienzan a formar parte especies típicas de nuestro ambiente cultural y político, como aquella de que sin ellos, los medios, ya no es posible luchar por el poder político o, ni siquiera, hacer negocios.
La misma cultura parece estar cada vez más en manos de las grandes televisoras y parece abrirse paso la convicción de que ellas son las que ahora están marcando los límites y hasta la definición de los valores culturales. Con toda evidencia, han sido los conductos a través de los cuales los parámetros que son típicos de la cultura norteamericana nos han empapado y casi han ahogado los antiguos valores de la cultura nativa, si bien es posible afirmar que todavía los cotos de resistencia de las artes y las costumbres del pueblo que son las comunidades y los viejos barrios de las ciudades nos preservan mucho de lo que somos y hemos sido.
Las recientes reformas constitucionales en materia electoral y, dentro de ella, de la función de los medios, nos han ayudado a esclarecer algunos misterios que envolvía el colosal poder de los mismos. La virulenta reacción de las televisoras y de los círculos empresariales a la aprobación de las reformas, todas en nombre de la sagrada libertad de expresión, nos muestran varios elementos que nos ubican apropiadamente el problema. Los chillidos y berridos que pegaron sólo descubrieron que su queja era porque se les iba a quitar un jugoso negocio que les redituaba más de 3 mil millones de pesos de ganancias fáciles y sin competencia.
Creo que los primeros que piensan que su poder es omnímodo, incluso sobre el poder del Estado, son los mandarines de la televisión. Según eso, ellos tienen todo el derecho de hacer y deshacer en la política, pronunciarse sobre lo que sienten que es el bien público, desacatar fallos judiciales y, además, decidirlo sin oposición alguna. De verdad creen que pueden insultar, vilipendiar, desprestigiar y destruir a todos los actores políticos que consideran enemigos o poco amigos. Se han hecho de personeros en todas las esferas del poder público, incluidas las cámaras del Congreso y éstos actúan como verdaderos lacayos de sus intereses.
Las reformas han venido a mostrar que esa creencia es ridícula. Los fallos judiciales les han dado palo, como dicen los litigantes. Todavía han lucido eficaces al torpedear y detener las reformas en materia de comunicaciones. Habrá que ver hasta dónde llega el valor de los legisladores para poner a tono esas reformas con las que ya aprobaron en lo electoral. Pero aquí el asunto es otro: ese superpoder de los empresarios de medios es, con mucho, meramente ficticio si se atreven a desafiar al Estado. La repugnante manera en que han tratado, especialmente Televisa, al senador Creel enseña la miseria de ese poder que los magnates de la televisión quieren atribuirse.
Cuando los grandes empresarios llegan a pensar que su riqueza les da el poder de decidir sobre la cosa pública empiezan los problemas para todos. El presidente Roosevelt lo creía así y, en los días del New Deal, dijo a un grupo de amigos que el verdadero poder de los monopolios no lo daba su opulencia, sino y en todo momento, el favor que recibían de gobiernos poco institucionales y corruptos. Así ha sido en todo tiempo y lugar. Nada hay más letal para la vida social y política que la conjunción del poder económico con el poder político.
Todavía nuestros grandes empresarios creen que su poder radica en su riqueza y están equivocados. Su riqueza se ha convertido en un agente corruptor de la política y del gobierno, pero eso no les da verdadero poder. El poder lo reciben desde el poder político mismo. Algunos de ellos lo entienden un poco (antes lo entendían mejor, cuando reinaba el PRI), pero muy a menudo lo olvidan. Claro que los medios pueden destruir la personalidad de cualquier político, si es que éste se deja. Pero eso se los permite la impunidad de la que inveteradamente han venido gozando. El otro día vi un programa de Tv Azteca en el que se dieron vuelo con Santiago Creel; hasta supe que tuvo una bebita con Edith González.
Ningún poder privado puede estar por encima del Estado ni desafiarlo sin suicidarse. Eso me lo dijo, en la época de Salinas, Carlos Slim. Lo malo es que son los mismos representantes populares los que todavía no lo saben. Bastaron unos cuantos gruñidos del Senado para que Televisa se disculpara por la idiotez de haber difuminado el rostro del senador panista. Lo malo también es que muchos de esos representantes son también empresarios y otros son sus servidores. Los que no lo son, empero, deberían pensarlo muy seriamente.
Yo no estoy llamando a que le perdamos el miedo a las televisoras. Eso sería muy estúpido. Estoy requiriendo que sigamos profundizando en algo que está a la orden del día desde hace decenios en nuestro país: la abrumadora impunidad en la que los dueños de la riqueza se mueven y la asombrosa facilidad con la que penetran en el poder público para volverse más ricos. Me deja consternado saber que del secretario de Gobernación ahora sabemos de muchos más contratos (108) que favorecen a su familia.
Recordémoslo: el poder de los monopolios y de las mismas trasnacionales no deriva de su riqueza; viene siempre del poder del Estado y el Estado es de todos y para todos, como sabiamente lo decía el presidente Roosevelt.
PS. Quisiera dejar en claro que, aunque casi toda mi obra escrita y docente ha versado sobre historia política de México y sobre la política nacional, yo no estudié historia y a la ciencia política (de la que tengo mi doctorado) yo llegué desde la filosofía política. Mi formación fue, de principio a fin, de jurista y lo que estudié en la escuela fue derecho y filosofía del derecho (de la que pasé al campo de la filosofía política). He sido profesor de filosofía del derecho, de teoría del Estado y de derecho constitucional en Michoacán y en la UNAM.
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