El principio de legalidad
El principio de legalidad reza que mientras los ciudadanos deben ser libres para hacer todo lo que no esté explícitamente prohibido por la norma, los funcionarios públicos únicamente pueden hacer lo que está permitido por la ley. Este concepto es fundamental para el establecimiento del estado de derecho en un contexto democrático. Un gobierno que no se subordina a la ley rápidamente cae en el autoritarismo y la arbitrariedad.
Pero existen dos formas de interpretar este principio. Por un lado, está la lógica “letrista” del proverbial burócrata de ventanilla que se niega a atender alguna solicitud o trámite porque su manual supuestamente no se lo permite. Ésta es la filosofía del viejo servidor público indolente y cachazudo, formado a la sombra del sistema político autoritario. Es también la perfecta coartada para la corrupción, ya que alienta al ciudadano a entrar al círculo vicioso de los sobornos para completar su trámite.
Otra forma más “garantista” de entender el principio de legalidad sería a partir de un firme compromiso con la supremacía constitucional, así como una comprensión del carácter siempre abierto y dinámico del derecho. Pocas leyes funcionan como programas de computadora al ordenar comportamientos específicos ante situaciones concretas. Hacen falta funcionarios públicos inteligentes, dispuestos a hacer todo lo necesario para cumplir con el ciudadano dentro del marco del estado de derecho.
En teoría, ambas formas de entender la legalidad son perfectamente legítimas, siempre y cuando se apliquen consistentemente y sin criterios políticos. Se vale ser un buen “letrista” o “garantista”. Lo que no se vale es seguir el ejemplo de Porfirio Díaz: ser garantista con los amigos y letrista con los adversarios.
Por ejemplo, en su descalificación de la consulta petrolera José Woldenberg hoy se enorgullece de ser un “formalista” (“Superliga y consulta”, Reforma, 24/7/08). Pero cuando se trató de temas en los que él tenía más afinidad ideológica, el antiguo consejero presidente del Instituto Federal Electoral (IFE) no dudó en aplicar un criterio diferente. Por ejemplo, fue uno de los principales promotores de la consulta infantil y juvenil realizada por primera ocasión el 2 de julio del año 2000. Para ese ejercicio el IFE instaló 15 mil casillas en todo el país, donde niños y niñas entre seis y 17 años pudieran expresar sus opiniones.
También en 2000, Woldenberg fue uno de los impulsores del exhorto a las autoridades para suspender la difusión de sus obras 30 días antes de las elecciones. Ni la consulta juvenil ni el exhorto respondían a un mandato explícito de la ley. De hecho, en el caso del exhorto, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) ya había declarado su ilegalidad por no encontrarse dentro de las funciones del IFE. Llama la atención que ahora el antiguo consejero presidente esconda en el discurso del “formalismo” su animadversión ideológica a la consulta, cuando antes apoyó iniciativas parecidas que, como la de hoy, se orientaban a fortalecer el sistema democrático.
Lo mismo se aplica a los actuales consejeros del IFE. En su respuesta a la solicitud del Frente Amplio Progresista (FAP) para que participara en la consulta, el IFE se amparó en un supuesto respeto a la legalidad que no le permite “extralimitarse” en sus funciones.
En este contexto, habría que recordar el orgullo con el cual la autoridad electoral llamó a la “tregua navideña” antes de las últimas elecciones federales, así como la realización de la tercera edición de la consulta infantil el 2 de julio de 2006. De nuevo, “letrismo” selectivo para los adversarios. El reciente fallo del TEPJF sobre la participación del Instituto Electoral del Distrito Federal (IEDF) en la consulta comprueba el trasfondo político de la decisión de los consejeros federales.
Al poner tanto énfasis en el principio de legalidad, los personajes que se lanzan contra la consulta petrolera revelan que lo que realmente les molesta es la llegada de la izquierda al poder. Según ellos, no habría ningún problema si la consulta la organizara el PRD o una agrupación de organismos civiles (ver, por ejemplo, Jorge Alcocer, “Consulta”, Reforma, 22 de julio de 2008). Claro, como están acostumbrados a simplemente ignorar este tipo de expresiones sociales, les saca de quicio que el Gobierno del Distrito Federal, el IEDF y los legisladores federales busquen romper las reglas históricas del autoritarismo desde el mismo poder público.
El asunto que más preocupa a los detractores de la consulta es que la izquierda quiera meterse adonde supuestamente no le corresponde. “Mejor en las calles, donde estamos acostumbrados a lidiar con ellos”, parecen pensar; “eso es mejor que verlos ejerciendo el poder, donde representan una verdadera amenaza para los intereses creados.”
Pero como reza el antiguo aforismo chino: “Cuidado con lo que deseas, que podría hacerse realidad”. Sería mucho mejor aceptar y aprender de las novedades democratizadoras de los gobiernos de izquierda, que rechazarlas y con ello provocar una verdadera crisis política que nos deje al borde de la violencia.
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