Adolfo Sánchez Rebolledo
Del debate a la consulta
El saldo del debate en el Senado es positivo, pues ha demostrado una verdad elemental: en los asuntos públicos de gran calado hay que escuchar todas las voces informadas como punto de partida de una verdadera deliberación. Pero hay algo más: por primera vez en muchos años amplios sectores de la ciudadanía han reivindicado su derecho a saber y a participar, es decir, a ser tomados en cuenta a la hora de las decisiones. Con esa finalidad se han organizado grupos muy diversos de la sociedad civil en los que participan lo mismo ingenieros petroleros que amas de casa, estudiantes, actores, cineastas y artistas. Las universidades, en particular la UNAM, se convirtieron es espacios abiertos a la pluralidad de las ideas, al debate sereno y a la reflexión con la mira puesta en el futuro de la nación. En esa dirección, las consultas previstas serán, en cierto modo, el corolario (no el final) de esta etapa.
Por supuesto, nada de esto hubiera sido posible sin la disposición política para impedir mediante la movilización popular la apresurada reforma que las autoridades tenían en mente. Gracias a ese impulso, el debate pasó a los barrios, a las casas de la cultura y las plazas públicas. Y todo ante el silencio de los grandes medios, para los cuales eso es “no noticia”, tiempo perdido, despilfarro de los partidos. Por ello, la parcialidad demostrada, sobre todo en los noticiarios “estelares”, resulta ofensiva, pues no conformes con exaltar el discurso oficial, se ha privado al público de una magnífica oportunidad de informarse (e instruirse) en un tema complejo de trascendencia nacional.
Sorprende, por tanto, que ahora se trate de descalificar el esfuerzo colectivo de los últimos meses arguyendo que la consulta no es más que una estratagema “política” de López Obrador, como apuntan ya los Martínez y algunos vocingleros analistas, ahora asociados a sus amigos blanquiazules.
Por supuesto que el ejercicio ciudadano del domingo próximo es un ejercicio político de principio a fin, como lo es por sí misma la reforma de Petróleos Mexicanos. Lo es por el contenido de la consulta; por el carácter de los convocantes y por las implicaciones que inevitablemente tendrá sobre la correlación de fuerzas nacional.
Además, más allá de sus alcances y resultados (medibles según qué se espere de la votación) la exigencia de la consulta vino a subrayar (y ése es ya un logro) el retraso jurídico e institucional del cambio democrático en México, así como el oportunismo de fuerzas como el PAN, que en el pasado promovió iniciativas para introducir los mecanismos de la democracia directa y participativa, como el plebiscito y el referendo, y ahora los opone sin fundamento alguno al funcionamiento de la democracia representativa.
Curiosamente, algunos políticos afectados por el mal del “cretinismo legalista” quieren descalificar la consulta porque no tiene validez jurídica, es decir, porque carece de carácter “vinculante”, esto es, obligatorio. Y a eso llaman defensa de las instituciones democráticas, como si al Congreso de la Unión pudiera dañarle la expresión pública, directa, de la opinión de un conjunto de ciudadanos. Curiosamente, quienes hoy se lanzan contra la consulta son los mismos que quisieron dar un “albazo legislativo”, excluyente, sin consideración alguna por los argumentos de sus oponentes en el Congreso. Todo ello forma parte de una alarmante pérdida del sentido de realidad en las filas presidenciales, de la pertinaz ausencia de un análisis racional sobre la situación nacional que le permita a la autoridad sopesar los riesgos de sus decisiones. Por lo visto, el gobierno confía en un acuerdo de última hora con el PRI que le permita salvar la cara, aunque la reforma presidencial nazca muerta. Sólo así se explica que el senador Camarillo diga que los resultados del debate apuntan hacia “una clara aprobación de la iniciativa del Presidente”, cuando es obvio lo contrario. Por lo visto aceptarán como “victoria” lo que el PRI decida, que no será, por lo visto, en la línea expresada con claridad meridiana por Manuel Barttet y otros priístas contrarios a la privatización.
Uno de los mayores logros del debate en el Senado ha sido el replanteamiento de una concepción de país opuesta a la que sin gloria domina las cúpulas del poder en México. Quienes creían ganada la discusión con sólo lanzar la retahíla de lugares comunes contra los “tabúes”, supuestamente implícitos en la defensa de la industria petrolera, descubrieron con sorpresa la vigencia de los preceptos constitucionales en esta materia, la solidez de los argumentos jurídicos y técnicos que hoy se reivindican para apoyarlos, en fin, la viabilidad de pensar en una estrategia de desarrollo nacional sin las ataduras doctrinarias extraídas del manual del empresario feliz o del arcano estatista al que sería sucida volver.
Esa discusión, esbozada en sus grandes líneas en algunas ponencias presentadas en el Senado (pero no sólo ellas), debería servir a la izquierda para iniciar una investigación sistemática sobre la urgencia de reconstruir el país, tras las décadas de experimentación neoliberal. Es hora de sentar las bases de una nueva y amplia coalición nacional capaz de dirigir el cambio que necesitamos.
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