Violencia y continuidad
Luis Linares Zapata
En estos oscuros días de la República, preguntarse por las causales del miedo colectivo tras los desatados tiroteos y las miles de muertes en calles y caminos del país es obligada tarea. Ante las posibles respuestas no hay que ser esquivo ni tratar de ocultar la realidad con huidas hacia adelante y perdones hacia atrás, como tantas veces le hemos oído intentar al señor Calderón y a sus numerosos asociados. La sociedad debe enfrentar, con decisión y una buena dosis de talento y generosidad, lo que le aguarda en el próximo futuro. No hay escapatoria ni salidas aderezadas con retórica o con el simplista auxilio de los obsequiosos medios de comunicación con toda la cauda de opinadores que patrocinan.
Hace apenas unos años, no más de cinco, el país quedó atónito ante un par de cabezas arrojadas dentro de una discoteca. Después aparecieron cuerpos decapitados por doquier. Otros tantos jóvenes han sido colgados de puentes peatonales. A varios prefieren entambarlos con cemento. Docenas de presuntos delincuentes han sido hallados en cajuelas de autos. Un sinfín de estaciones policiacas y hasta cuarteles militares atacados sin que nadie pudiera ser detenido en el violento acto y, menos aún, encarcelado por tan flagrantes delitos. Las muertes de civiles, que tuvieron la mala suerte de pasar en el crucial momento del fuego cruzado, fueron catalogados como simples daños colaterales por quienes están obligados a protegerlos.
Cómo es que México comenzó a ver en sus caminos, ciudades, pueblos y cerros tanta gente armada y dispuesta a disparar al menor parpadeo. Miles de militares patrullando en atemorizantes carros de combate por veredas solitarias o poniendo retenes en cruces de transitadas carreteras. Qué decir de las caravanas de sicarios que recorren tres, cuatro, cinco y hasta 600 kilómetros sin ser detectados por la seguridad nacional o la estatal; sostener dos días de combates y persecuciones (Sonora) para, finalmente, quedar en el olvido. Tampoco se explican o alivian las cotidianas extorsiones, los levantones y secuestros en tierras dominadas por el crimen organizado. Pero no sólo son avistados los narcotraficantes como los causantes de tales horrores. Los transeúntes centroamericanos sufren las capturas que les imponen los muchos maleantes de caminos. También los caciques estatales, algunos revestidos de formalidad oficial (gobernadores) forman cuerpos de paramilitares para defender sus feudos, negocios y pretensiones de perpetuidad. Y hasta señores de horca y cuchillo regionales pueden ametrallar caravanas de, para ellos, agitadores contra los intereses de sus señoríos. Otros ordenan, con insolente impunidad, asesinar a un par de niñas que difunden, en una estación radiofónica local, las preocupaciones de su comunidad. Cualquier delincuente puede armar sus propios cuerpos de sicarios y agrandar su esfera de acción criminal. Ay de aquel o aquellos que son vistos, mediante cobarde mirada, como provocadores o pueda ser definido como enemigo por denunciar intereses malformados. Es decir, basta con tratar de catequizar incautos, predicar un evangelio laico a una congregación de doloridos y prevenirlos contra abusos o, simplemente, auxiliarlos en sus necesidades básicas de subsistencia, para recibir heridas o ser asesinado. No hace falta mayor falta o pecado que eso para que, según la pinche visión de los déspotas que pululan sin recato por esta República, decreten la muerte súbita para quejosos o disidentes.
Pero, desde arriba, desde mero arriba del poder establecido, se sigue creyendo que esto es, hasta cierto punto, la normalidad derivada de una guerra imprescindible. Que los asuntos colectivos y personales todavía pueden seguir tratándose conforme a la costumbre. La nación no se ha incendiado y, lo que cuenta, no son los miserables que por millones circulan por esta agredida patria de los mexicanos. Lo importante es tener presente a esos otros millones de clasemedieros que ya la hicieron. Atisbar los sectores modernos que se han sacudido el estereotipo del indio postrado y somnoliento bajo un nopal. Es preciso, y hasta conveniente para la salud mental, atender a la epopeya de los hombres y mujeres constructores de modernidad, los triunfadores, aquellos generadores de empleo, los consumidores efectivos, los que arriesgan sus inversiones para sacar al país del atolladero. El agujero de pobreza que escarban cotidianamente y por mero regocijo de pesimistas irredentos, los que otean injusticias por doquier o pesares de menesterosos, deben quedar archivados en el recuadro de las percepciones inertes. Hay, por ciertos escondrijos no bien estudiados todavía, la historia que hay que deletrear y difundir para rescatar, para robustecer la confianza en las propias capacidades.
Esa es la narración del presente y del próximo futuro promisorio que ya predica la derecha. La que hay que sacar a flote y nombrarla como es debido. El vencimiento de los cinco jinetes del Apocalipsis aderezado con franquicias por alquilar. Perseguir, sin descanso, las salvadoras inversiones externas y propalar, con ahínco, esa densa, onerosa libertad irrestricta de los mercados. Eso es lo urgente, lo debido. Por ahí surgen ya los salvadores de la patria dispuestos a renovar las esperanzas maltrechas. El almacén de recetas está repleto y de ellas cuelgan ya los respectivos mensajes publicitarios para cimentar imágenes de atildados candidatos que, sin dolor, viene pariendo el oficialismo. Las frases acabadas, redondas y hasta con musiquita de fondo están disponibles para la generosa mano de los ambiciosos que quieran conquistar lo posible. El lenguaje y las promesas de una redención instantánea y facilona habrán de perpetuar, qué duda cabe, la indetenible tendencia al éxito de los que sí saben cómo gobernar.
La sociedad, atontada por los medios de comunicación y las imágenes que les presentan de otras sociedades imitables, lista está para votar por sus actuales y pasados verdugos. El PRI puede volver y pocos son los que se alarman de tan infausta sentencia. A los panistas se les puede someter, sin mayores trámites, a los dictados de la plutocracia que siempre los ha mangoneado. Un gran segmento de los mexicanos, parte sustantiva de esa muchedumbre agredida por los mandones de la plutocracia, todavía no madura la conciencia de que su decadencia y postración tienen como causal y referente el actual modelo de gobierno. Ese que se intenta prolongar a como dé lugar. Así, la descomposición de partes vitales de la convivencia tendrá, entonces, la misma ruta de creciente deterioro y acentuada decadencia.
Hace apenas unos años, no más de cinco, el país quedó atónito ante un par de cabezas arrojadas dentro de una discoteca. Después aparecieron cuerpos decapitados por doquier. Otros tantos jóvenes han sido colgados de puentes peatonales. A varios prefieren entambarlos con cemento. Docenas de presuntos delincuentes han sido hallados en cajuelas de autos. Un sinfín de estaciones policiacas y hasta cuarteles militares atacados sin que nadie pudiera ser detenido en el violento acto y, menos aún, encarcelado por tan flagrantes delitos. Las muertes de civiles, que tuvieron la mala suerte de pasar en el crucial momento del fuego cruzado, fueron catalogados como simples daños colaterales por quienes están obligados a protegerlos.
Cómo es que México comenzó a ver en sus caminos, ciudades, pueblos y cerros tanta gente armada y dispuesta a disparar al menor parpadeo. Miles de militares patrullando en atemorizantes carros de combate por veredas solitarias o poniendo retenes en cruces de transitadas carreteras. Qué decir de las caravanas de sicarios que recorren tres, cuatro, cinco y hasta 600 kilómetros sin ser detectados por la seguridad nacional o la estatal; sostener dos días de combates y persecuciones (Sonora) para, finalmente, quedar en el olvido. Tampoco se explican o alivian las cotidianas extorsiones, los levantones y secuestros en tierras dominadas por el crimen organizado. Pero no sólo son avistados los narcotraficantes como los causantes de tales horrores. Los transeúntes centroamericanos sufren las capturas que les imponen los muchos maleantes de caminos. También los caciques estatales, algunos revestidos de formalidad oficial (gobernadores) forman cuerpos de paramilitares para defender sus feudos, negocios y pretensiones de perpetuidad. Y hasta señores de horca y cuchillo regionales pueden ametrallar caravanas de, para ellos, agitadores contra los intereses de sus señoríos. Otros ordenan, con insolente impunidad, asesinar a un par de niñas que difunden, en una estación radiofónica local, las preocupaciones de su comunidad. Cualquier delincuente puede armar sus propios cuerpos de sicarios y agrandar su esfera de acción criminal. Ay de aquel o aquellos que son vistos, mediante cobarde mirada, como provocadores o pueda ser definido como enemigo por denunciar intereses malformados. Es decir, basta con tratar de catequizar incautos, predicar un evangelio laico a una congregación de doloridos y prevenirlos contra abusos o, simplemente, auxiliarlos en sus necesidades básicas de subsistencia, para recibir heridas o ser asesinado. No hace falta mayor falta o pecado que eso para que, según la pinche visión de los déspotas que pululan sin recato por esta República, decreten la muerte súbita para quejosos o disidentes.
Pero, desde arriba, desde mero arriba del poder establecido, se sigue creyendo que esto es, hasta cierto punto, la normalidad derivada de una guerra imprescindible. Que los asuntos colectivos y personales todavía pueden seguir tratándose conforme a la costumbre. La nación no se ha incendiado y, lo que cuenta, no son los miserables que por millones circulan por esta agredida patria de los mexicanos. Lo importante es tener presente a esos otros millones de clasemedieros que ya la hicieron. Atisbar los sectores modernos que se han sacudido el estereotipo del indio postrado y somnoliento bajo un nopal. Es preciso, y hasta conveniente para la salud mental, atender a la epopeya de los hombres y mujeres constructores de modernidad, los triunfadores, aquellos generadores de empleo, los consumidores efectivos, los que arriesgan sus inversiones para sacar al país del atolladero. El agujero de pobreza que escarban cotidianamente y por mero regocijo de pesimistas irredentos, los que otean injusticias por doquier o pesares de menesterosos, deben quedar archivados en el recuadro de las percepciones inertes. Hay, por ciertos escondrijos no bien estudiados todavía, la historia que hay que deletrear y difundir para rescatar, para robustecer la confianza en las propias capacidades.
Esa es la narración del presente y del próximo futuro promisorio que ya predica la derecha. La que hay que sacar a flote y nombrarla como es debido. El vencimiento de los cinco jinetes del Apocalipsis aderezado con franquicias por alquilar. Perseguir, sin descanso, las salvadoras inversiones externas y propalar, con ahínco, esa densa, onerosa libertad irrestricta de los mercados. Eso es lo urgente, lo debido. Por ahí surgen ya los salvadores de la patria dispuestos a renovar las esperanzas maltrechas. El almacén de recetas está repleto y de ellas cuelgan ya los respectivos mensajes publicitarios para cimentar imágenes de atildados candidatos que, sin dolor, viene pariendo el oficialismo. Las frases acabadas, redondas y hasta con musiquita de fondo están disponibles para la generosa mano de los ambiciosos que quieran conquistar lo posible. El lenguaje y las promesas de una redención instantánea y facilona habrán de perpetuar, qué duda cabe, la indetenible tendencia al éxito de los que sí saben cómo gobernar.
La sociedad, atontada por los medios de comunicación y las imágenes que les presentan de otras sociedades imitables, lista está para votar por sus actuales y pasados verdugos. El PRI puede volver y pocos son los que se alarman de tan infausta sentencia. A los panistas se les puede someter, sin mayores trámites, a los dictados de la plutocracia que siempre los ha mangoneado. Un gran segmento de los mexicanos, parte sustantiva de esa muchedumbre agredida por los mandones de la plutocracia, todavía no madura la conciencia de que su decadencia y postración tienen como causal y referente el actual modelo de gobierno. Ese que se intenta prolongar a como dé lugar. Así, la descomposición de partes vitales de la convivencia tendrá, entonces, la misma ruta de creciente deterioro y acentuada decadencia.
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