Estado de cosas
Gustavo Esteva
Lo ocurrido en Oaxaca es insoportable. Para reaccionar, empero, necesitamos tener clara conciencia del contexto. No es un hecho excepcional o anómalo, sino una condición que se extiende cada vez más. Refleja una nueva normalidad: la del estado de excepción no declarado en que vivimos.
El territorio triqui ha estado en disputa desde hace muchos años. Como se cuenta lúcidamente en el libro de Francisco López Bárcenas que se presentó el jueves pasado en la UAM-Xochimilco, nunca ha cesado la resistencia popular a la dominación que ha tratado por décadas de enterrar los sueños triquis. Esa resistencia, que ha ido tomando la forma de una lucha de liberación, condujo a la creación del municipio autónomo de San Juan Copala.
Desde que nació, el empeño autonómico fue continuamente asediado y recibió permanentemente atención y cierta solidaridad. Ese sentido tenía la presencia del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, de San Salvador Atenco, que intentó celebrar en Copala la clausura de la campaña por la libertad de sus presos, el pasado 28 de noviembre.
No consiguió hacerlo. La Unión de Bienestar Social para la Región Triqui (Ubisort), que lo impidió entonces, que asaltó el palacio municipal el 10 de diciembre y tuvo que desalojarlo tres meses después, que sitió el municipio, mató a un niño y una anciana y acosó sin cesar a los autonomistas, es la misma organización cuyos grupos paramilitares asesinaron ahora a dos integrantes de la caravana de solidaridad que trataba de romper el cerco.
El marco de referencia para entender este proceso es claro. A principios de 1994 salió de la zona triqui la primera carta en que un grupo indígena decía a los zapatistas que no estaban solos. El zapatismo se extendía. Unos meses después, para domesticar las luchas triquis, nació esta organización paramilitar, calificada por algunos como terrorista, cuyos vínculos con el gobierno del estado son ampliamente conocidos.
Al anunciarse la caravana de solidaridad, hace ocho días, el dirigente de la Ubisort declaró que “bajo ninguna circunstancia” la dejarían pasar. Dio así contexto a las palabras de Ulises Ruiz y su secretario de Gobierno, que días después, culpando a las víctimas, atribuyeron los hechos a la imprudencia de los caravaneros desarmados, que habrían provocado el “enfrentamiento” con los paramilitares al tomar la decisión “unilateral” de ofrecer solidaridad a los autonomistas. Estas declaraciones serían sorprendentes, motivo de escándalo, denuncia y juicio político, si el país viviera aún en un estado de derecho, si en una proporción creciente del territorio y la población las funciones del estado no se hubieran transferido ya a militares, policías, paramilitares y otros grupos, como ocurre en Copala y las autoridades reconocen con inaudito cinismo.
En un libro notable sobre La ley Televisa y la lucha por el poder en México, que se acaba de presentar en Oaxaca y Puebla, sus editores señalan que “si el Estado-nación no invierte políticamente en el reconocimiento y ejercicio real de las garantías… fundamentales de la población, el gobierno tendrá que destinar mayor gasto público para financiar la represión social, pues será la única forma de detener la energía colectiva contenida”. Escrita apenas hace seis meses, la frase resulta obsoleta: no es una posibilidad sino un dato. El gobierno modificó ya su presupuesto, aumentando las partidas destinadas a la represión. En eso estamos.
No fue exageración de John Berger decir que si se viera obligado a usar una sola palabra para describir la situación actual en el mundo usaría la palabra “prisión”. Pero esta prisión no es sólo la que dejaron hace un par de días las dos indígenas ñañús acusadas sin base por el gobierno federal, una prisión en que aumenta cotidianamente el número de muertos: 10 en la última semana. Es también una prisión cuyos barrotes no siempre son evidentes o que parecen inocuos: retenes militares que no retienen, por ejemplo, y se contentan con intimidarnos gentilmente. Es una prisión que encarcela ideas y comportamientos y alimenta la ilusión de que aún se goza de libertad y las leyes siguen vigentes.
La insurrección en curso desgarra paso a paso esos barrotes y continúa sus preparativos. Su desafío principal, en estos tiempos difíciles, es lidiar con provocaciones como la que se montó en La Sabana, a las puertas de San Juan Copala. En vez de convertirse en el estallido de indignación que aparentemente se quiere inducir, para precipitar la guerra civil y aplastar la resistencia, el dolor y la rabia que causan muertes tan lamentables como las de Bety Cariño y Tyri Antero Jaakkola deben nutrir el coraje organizado y paciente que profundiza y consolida nuestra capacidad de respuesta.
gustavoesteva@gmail.com
El territorio triqui ha estado en disputa desde hace muchos años. Como se cuenta lúcidamente en el libro de Francisco López Bárcenas que se presentó el jueves pasado en la UAM-Xochimilco, nunca ha cesado la resistencia popular a la dominación que ha tratado por décadas de enterrar los sueños triquis. Esa resistencia, que ha ido tomando la forma de una lucha de liberación, condujo a la creación del municipio autónomo de San Juan Copala.
Desde que nació, el empeño autonómico fue continuamente asediado y recibió permanentemente atención y cierta solidaridad. Ese sentido tenía la presencia del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, de San Salvador Atenco, que intentó celebrar en Copala la clausura de la campaña por la libertad de sus presos, el pasado 28 de noviembre.
No consiguió hacerlo. La Unión de Bienestar Social para la Región Triqui (Ubisort), que lo impidió entonces, que asaltó el palacio municipal el 10 de diciembre y tuvo que desalojarlo tres meses después, que sitió el municipio, mató a un niño y una anciana y acosó sin cesar a los autonomistas, es la misma organización cuyos grupos paramilitares asesinaron ahora a dos integrantes de la caravana de solidaridad que trataba de romper el cerco.
El marco de referencia para entender este proceso es claro. A principios de 1994 salió de la zona triqui la primera carta en que un grupo indígena decía a los zapatistas que no estaban solos. El zapatismo se extendía. Unos meses después, para domesticar las luchas triquis, nació esta organización paramilitar, calificada por algunos como terrorista, cuyos vínculos con el gobierno del estado son ampliamente conocidos.
Al anunciarse la caravana de solidaridad, hace ocho días, el dirigente de la Ubisort declaró que “bajo ninguna circunstancia” la dejarían pasar. Dio así contexto a las palabras de Ulises Ruiz y su secretario de Gobierno, que días después, culpando a las víctimas, atribuyeron los hechos a la imprudencia de los caravaneros desarmados, que habrían provocado el “enfrentamiento” con los paramilitares al tomar la decisión “unilateral” de ofrecer solidaridad a los autonomistas. Estas declaraciones serían sorprendentes, motivo de escándalo, denuncia y juicio político, si el país viviera aún en un estado de derecho, si en una proporción creciente del territorio y la población las funciones del estado no se hubieran transferido ya a militares, policías, paramilitares y otros grupos, como ocurre en Copala y las autoridades reconocen con inaudito cinismo.
En un libro notable sobre La ley Televisa y la lucha por el poder en México, que se acaba de presentar en Oaxaca y Puebla, sus editores señalan que “si el Estado-nación no invierte políticamente en el reconocimiento y ejercicio real de las garantías… fundamentales de la población, el gobierno tendrá que destinar mayor gasto público para financiar la represión social, pues será la única forma de detener la energía colectiva contenida”. Escrita apenas hace seis meses, la frase resulta obsoleta: no es una posibilidad sino un dato. El gobierno modificó ya su presupuesto, aumentando las partidas destinadas a la represión. En eso estamos.
No fue exageración de John Berger decir que si se viera obligado a usar una sola palabra para describir la situación actual en el mundo usaría la palabra “prisión”. Pero esta prisión no es sólo la que dejaron hace un par de días las dos indígenas ñañús acusadas sin base por el gobierno federal, una prisión en que aumenta cotidianamente el número de muertos: 10 en la última semana. Es también una prisión cuyos barrotes no siempre son evidentes o que parecen inocuos: retenes militares que no retienen, por ejemplo, y se contentan con intimidarnos gentilmente. Es una prisión que encarcela ideas y comportamientos y alimenta la ilusión de que aún se goza de libertad y las leyes siguen vigentes.
La insurrección en curso desgarra paso a paso esos barrotes y continúa sus preparativos. Su desafío principal, en estos tiempos difíciles, es lidiar con provocaciones como la que se montó en La Sabana, a las puertas de San Juan Copala. En vez de convertirse en el estallido de indignación que aparentemente se quiere inducir, para precipitar la guerra civil y aplastar la resistencia, el dolor y la rabia que causan muertes tan lamentables como las de Bety Cariño y Tyri Antero Jaakkola deben nutrir el coraje organizado y paciente que profundiza y consolida nuestra capacidad de respuesta.
gustavoesteva@gmail.com
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