Cuestión de soldados
Néstor de Buen
En estos días en que el Ejército está de moda, no precisamente de manera positiva, no puedo menos que recordar que hace muchos años, precisamente en 1944, yo también fui soldado, nada menos que durante un año.
Era la época de la Segunda Guerra Mundial. México había declarado la guerra a Alemania, Italia y Japón con motivo del hundimiento de un buque petrolero, el Cerro Azul. El general Manuel Ávila Camacho, presidente de la República, asumió esa responsabilidad y estableció el Servicio Militar Obligatorio.
En el fondo México era un país germanófilo, no me explico por qué, salvo que los viejos rencores contra Estados Unidos hayan sido la causa principal.
Recién llegado a México, el 26 de julio de 1940, en la calidad excepcional de refugiado, gracias a mi general Lázaro Cárdenas, mi agradecimiento al país tenía que demostrarse de alguna manera. En 1943 ingresé a la Facultad de Derecho. El doctor Juan Negrín, último presidente del gobierno español, manifestó que los españoles tendríamos que incorporarnos a las fuerzas aliadas. Obviamente en México no había mayor oportunidad de hacerlo hasta el momento en que México participó en la guerra.
Tomé la decisión de inscribirme. El sargento segundo que tomó mis datos no se sorprendió de mi nacionalidad española. Me mandó a examen médico, en el que coincidí con quien sería un amigo fraternal para toda la vida: Carlos Laborde. Todo salió bien y fuimos sorteados en el cine Encanto y nos tocó bola blanca, lo que significaba hacer el servicio.
Carlos Laborde realizó gestiones y consiguió que con Pablo Rovalo y Miguel Romero, dos amigos entrañables, quedáramos adscritos al batallón de transmisiones.
El 6 de enero de 1944 iniciamos el servicio. Un camión nos transportó desde el Zócalo al Campo Militar Número Uno. Al llegar, Carlos invocó que nosotros no íbamos a infantería sino a transmisiones y nos mandaron, creo que a pie, al Foreign Club, en Cuatro Caminos, un viejo casino donde se encontraba el cuartel. No se me olvida que al llegar a la puerta, el oficial de guardia, el subteniente Silva, nos dijo: “Muchachos, aquí en la entrada tienen que dejar sus huevos”, anticipo de muchas cosas que aprendimos muy pronto.
La vida del cuartel no dejaba de ser monótona. Dormíamos en lo que se llamaba una “cuadra”, con capacidad para toda la tercera compañía a la que fuimos adscritos. Nos amanecía muy temprano y a partir de ese momento, ejercicios militares, ejercicios gimnásticos y barrido y trapeado de todo lo que se ofrecía. antes del desayuno. Después, marchar hasta el infinito y en la tarde asistir a la ceremonia de homenajes a la bandera cuando se arriaba, gracias a un oficial, del asta más alta del cuartel.
Había clases un poco deshilvanadas en las que intentaban enseñarnos los misterios de las comunicaciones y a veces exhibían películas ilustrativas de actividades militares de todo tipo.
Mis compañeros de la tercera compañía eran en su mayoría habitantes del Distrito Federal, pero un núcleo importante venía de Oaxaca, que eran gentes de primera. Hacer guardia era una tarea habitual, con la alternativa de ser adscrito al depósito de artículos importantes, entre ellos una bandera nacional y diversos trofeos, que te obligaba a permanecer firme durante dos horas. Insoportable.
El entonces teniente coronel Clark Flores era el mando superior. Aficionado al deporte, organizó un equipo de basquetbol que figuraba entre los mejores. Los conscriptos jugábamos al futbol.
Ocasionalmente nos trasladaban, a pie por supuesto, al Campo Militar Número Uno, para algún acto importante de la división. Era emocionante oír y cantar el Himno Nacional.
Había la fama de que los integrantes de la banda de música, soldados de línea, eran drogadictos. Aprendimos una cancioncita inolvidable: “El mayor González es mariguano y se las truena con Pimentel, mientras La Mosca, desesperado con ansia loca pide las tres”. Me pregunto si subsiste el hábito. Si así es, el combate al narco debería empezar por casa.
Salíamos los sábados a casa si no teníamos un servicio que hacer y tratábamos de lucir nuestro palmito de soldados, visitando a las amigas. Pocas maniobras, al final mucho deporte y en el fondo –y eso fue lo más importante– aprendimos a obedecer.
Carlos, Pablo, Miguel y yo ascendimos a cabos poco tiempo después de iniciar el servicio. Los oficiales nos decían que era el ascenso más sabroso. Fue, sustancialmente, por nivel académico.
El 15 de diciembre, en una ceremonia en el Campo Militar Número Uno, concluimos el servicio, con diplomas que firmó el general Cárdenas y cartilla con constancia de buena conducta. Curiosamente, Carlos, Pablo y yo nos comprometimos a volver al cuartel para jugar en el equipo de futbol. Lo hicimos, con mucho gusto, por varios meses.
Una experiencia maravillosa. De allí nació mi respeto por el Ejército. Por eso me preocupa tanto el problema que vive. Y, además, el servicio militar me mexicanizó. Fue la mejor decisión.
Era la época de la Segunda Guerra Mundial. México había declarado la guerra a Alemania, Italia y Japón con motivo del hundimiento de un buque petrolero, el Cerro Azul. El general Manuel Ávila Camacho, presidente de la República, asumió esa responsabilidad y estableció el Servicio Militar Obligatorio.
En el fondo México era un país germanófilo, no me explico por qué, salvo que los viejos rencores contra Estados Unidos hayan sido la causa principal.
Recién llegado a México, el 26 de julio de 1940, en la calidad excepcional de refugiado, gracias a mi general Lázaro Cárdenas, mi agradecimiento al país tenía que demostrarse de alguna manera. En 1943 ingresé a la Facultad de Derecho. El doctor Juan Negrín, último presidente del gobierno español, manifestó que los españoles tendríamos que incorporarnos a las fuerzas aliadas. Obviamente en México no había mayor oportunidad de hacerlo hasta el momento en que México participó en la guerra.
Tomé la decisión de inscribirme. El sargento segundo que tomó mis datos no se sorprendió de mi nacionalidad española. Me mandó a examen médico, en el que coincidí con quien sería un amigo fraternal para toda la vida: Carlos Laborde. Todo salió bien y fuimos sorteados en el cine Encanto y nos tocó bola blanca, lo que significaba hacer el servicio.
Carlos Laborde realizó gestiones y consiguió que con Pablo Rovalo y Miguel Romero, dos amigos entrañables, quedáramos adscritos al batallón de transmisiones.
El 6 de enero de 1944 iniciamos el servicio. Un camión nos transportó desde el Zócalo al Campo Militar Número Uno. Al llegar, Carlos invocó que nosotros no íbamos a infantería sino a transmisiones y nos mandaron, creo que a pie, al Foreign Club, en Cuatro Caminos, un viejo casino donde se encontraba el cuartel. No se me olvida que al llegar a la puerta, el oficial de guardia, el subteniente Silva, nos dijo: “Muchachos, aquí en la entrada tienen que dejar sus huevos”, anticipo de muchas cosas que aprendimos muy pronto.
La vida del cuartel no dejaba de ser monótona. Dormíamos en lo que se llamaba una “cuadra”, con capacidad para toda la tercera compañía a la que fuimos adscritos. Nos amanecía muy temprano y a partir de ese momento, ejercicios militares, ejercicios gimnásticos y barrido y trapeado de todo lo que se ofrecía. antes del desayuno. Después, marchar hasta el infinito y en la tarde asistir a la ceremonia de homenajes a la bandera cuando se arriaba, gracias a un oficial, del asta más alta del cuartel.
Había clases un poco deshilvanadas en las que intentaban enseñarnos los misterios de las comunicaciones y a veces exhibían películas ilustrativas de actividades militares de todo tipo.
Mis compañeros de la tercera compañía eran en su mayoría habitantes del Distrito Federal, pero un núcleo importante venía de Oaxaca, que eran gentes de primera. Hacer guardia era una tarea habitual, con la alternativa de ser adscrito al depósito de artículos importantes, entre ellos una bandera nacional y diversos trofeos, que te obligaba a permanecer firme durante dos horas. Insoportable.
El entonces teniente coronel Clark Flores era el mando superior. Aficionado al deporte, organizó un equipo de basquetbol que figuraba entre los mejores. Los conscriptos jugábamos al futbol.
Ocasionalmente nos trasladaban, a pie por supuesto, al Campo Militar Número Uno, para algún acto importante de la división. Era emocionante oír y cantar el Himno Nacional.
Había la fama de que los integrantes de la banda de música, soldados de línea, eran drogadictos. Aprendimos una cancioncita inolvidable: “El mayor González es mariguano y se las truena con Pimentel, mientras La Mosca, desesperado con ansia loca pide las tres”. Me pregunto si subsiste el hábito. Si así es, el combate al narco debería empezar por casa.
Salíamos los sábados a casa si no teníamos un servicio que hacer y tratábamos de lucir nuestro palmito de soldados, visitando a las amigas. Pocas maniobras, al final mucho deporte y en el fondo –y eso fue lo más importante– aprendimos a obedecer.
Carlos, Pablo, Miguel y yo ascendimos a cabos poco tiempo después de iniciar el servicio. Los oficiales nos decían que era el ascenso más sabroso. Fue, sustancialmente, por nivel académico.
El 15 de diciembre, en una ceremonia en el Campo Militar Número Uno, concluimos el servicio, con diplomas que firmó el general Cárdenas y cartilla con constancia de buena conducta. Curiosamente, Carlos, Pablo y yo nos comprometimos a volver al cuartel para jugar en el equipo de futbol. Lo hicimos, con mucho gusto, por varios meses.
Una experiencia maravillosa. De allí nació mi respeto por el Ejército. Por eso me preocupa tanto el problema que vive. Y, además, el servicio militar me mexicanizó. Fue la mejor decisión.
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