17 may 2010


Bajas y percepciones



Carlos Fazio

La guerra contrarrevolucionaria tuvo su origen en la Escuela Francesa y, tras su derrota en Dien Bien Phu, fue aplicada por el ejército galo en Argelia. Se basa en la guerra sucia, expresión acuñada en 1948 por oficiales franceses en Indochina, donde aplicaron suplicios que no envidiaban nada a los de la Gestapo. Los métodos de la guerra sucia incluían tareas de inteligencia, la acción sicológica, la institucionalización de la tortura, ejecuciones extrajudiciales y la desaparición forzosa y masiva de “enemigos”, según la técnica inaugurada por Hitler con su decreto “Noche y niebla”, de 1941. Esas metodologías eran ejecutadas por comandos clandestinos del ejército, lo que a su vez requería de una justicia a la medida de los militares y leyes propias de un estado de excepción; ergo, la subordinación de la autoridad civil al poder militar. Importada por John F. Kennedy, apóstol de la guerra contrarrevolucionaria, se extenderá a toda América Latina, y de la mano de la Doctrina de Seguridad Nacional, los manuales de instrucción de la CIA y los escuadrones de la muerte, derivará en el terrorismo de Estado y en la multinacional represiva de las dictaduras del Cono Sur, dirigida desde Washington por el secretario de Estado Henry Kissinger.

2. En el contexto de una guerra sucia contrainsurgente que dura ya muchos años en Colombia, la política de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe, que persigue una solución militar a un conflicto político-económico, ha utilizado la mentira sistemática como arma de guerra. Una modalidad del terrorismo militar y mediático, es lo que en ese país se conoce como “falsos positivos”. En la práctica, esa política, reportada como resultados positivos de la acción gubernamental contra grupos ilegales, ha implicado un incremento de las ejecuciones extrajudiciales de civiles no combatientes por parte del ejército, que luego son presentados como guerrilleros “muertos en combate”.

El asesinato de civiles inocentes (mil 800, según la ONU, principalmente jóvenes y campesinos pobres), como práctica para inflar los números de bajas causadas al “enemigo” (body count), fue utilizada por el ex comandante del ejército, general Mario Montoya (el “héroe” de la liberación de Ingrid Betancourt), para medir el progreso de la lucha contra las guerrillas. Esa modalidad incentiva las violaciones a los derechos humanos y es utilizada por oficiales del ejército que tratan de cumplir su “cuota” para impresionar a sus superiores y obtener ascensos. Está ligada al sistema de recompensas, permisos y ayudas económicas que establece el Programa de Seguridad Democrática de Uribe. En 2008, la desaparición de 19 jóvenes en el municipio de Soacha, vecino de Bogotá, que aparecieron como “bajas” del ejército en Norte de Santander (a mil kilómetros de distancia), generó un escándalo que llevó a la destitución de 27 militares, incluidos tres generales, así como a la renuncia del general Montoya, premiado por Uribe con la embajada en República Dominicana.

3. En México, tras la llegada del embajador estadunidense Carlos Pascual, experto en estados fallidos y revoluciones conservadoras, y en el marco de la segunda fase del Plan México (Iniciativa Mérida) y de la “guerra” de Calderón contra un enemigo funcional y difuso, se ha incrementado el accionar de grupos paramilitares y de limpieza social, que, en clave de contrainsurgencia, han dejado un alto saldo de víctimas civiles (29, sólo en abril). Muertes minimizadas por Calderón y presentadas por el secretario de la Defensa, general Guillermo Galván, como “daños colaterales” de una guerra urbana irregular contra la delincuencia. Ello, claro, siempre y cuando por la condición de clase de las víctimas, su pertenencia a instituciones de alcurnia o por su alta visibilidad mediática, no se llegue a decodificar y exhibir la premisa principal del régimen: todos los muertos son “sicarios” o “pandilleros” (Calderón dixit) hasta que se demuestre lo contrario.

El caso de los dos estudiantes del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey asesinados el 19 de marzo pasado es paradigmático. Los datos duros indican que elementos de la séptima Zona Militar controlaron la escena del crimen por más de tres horas. En ese lapso alteraron el lugar de los hechos y desaparecieron evidencias. Entre ellas, las ropas y pertenencias de las víctimas, incluidas sus identificaciones. Además les sembraron armas. También confiscaron los videos de vigilancia y los radiotransmisores de la guardia del campus. Luego presentaron ante la opinión pública a Jorge A. Mercado y Javier F. Arredondo como sicarios. Hasta allí, la misma técnica de los “falsos positivos” de Colombia, a ser capitalizada como “eficacia” militar. Si a dos estudiantes de excelencia se les dio por sicarios, ¿cuántos degollados, descuartizados o encostalados no han sido presentados falsamente como presuntos delincuentes caídos en enfrentamientos con la policía y el Ejército o producto de ajustes de cuentas entre bandas rivales?

Pero entonces empezaron las contradicciones y se evidenció el montaje. A los padres de los muchachos no les dejaron ver los cuerpos en el Servicio Médico Forense. Reconocieron sus caras por… ¡computadora! Estaban amoratadas, desfiguradas. Rosa Mercado, madre de Jorge, dijo que parecía “torturado”. Según el rector del Tec, Rafael Rangel Sostmann, uno de ellos tenía amputadas sus piernas por el impacto de una granada.

Cuando la presión e indignación de la elite clasista regia creció, el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, recurrió al plan B: el de las bajas colaterales resultado de “fuego cruzado”. Los estudiantes estaban en la “línea de fuego” y sicarios los mataron, dijo. El Ejército exonerado. Igual que en el otro Nintendo mediático, el de los niños Martín y Bryan Almanza, de Tamaulipas, cuya madre afirma que los asesinó el Ejército, mientras el fiscal militar lo atribuyó a una narcogranada. ¿Problema de percepciones o montajes y manipulación informativa?




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