14 may 2010




Guerra y sucesión presidencial (última parte)








Quien ha iniciado ya, de cara a la sucesión presidencial, la carrera, con un tiempo inusual de anticipación y desde la posición de ventaja que le da estar sentado en la silla es, precisamente, Felipe Calderón Hinojosa, el hombre gracias al cual —y desde la falta de legitimidad de origen que marca su mandato— la campaña electoral y los comicios de 2012 habrán de vivirse en medio de circunstancias especialmente peligrosas para el futuro democrático y la paz en este país.

De ahí el muy reciente y contundente giro en el discurso calderonista; su salto a la retórica triunfalista, al recuento de los muchos logros de su gobierno, combinado todo esto, con un eficaz y masivo retorno al señalamiento público, casi diría a la incitación al linchamiento, de aquellos que, por oponerse a sus reformas o confrontar su estrategia en la guerra contra el narco, son un “peligro para México”.

De la explotación propagandística de esta guerra no declarada, pero que ha puesto en la calle a decenas de miles de marinos y soldados y ha cobrado ya decenas de miles de vidas en todo el país y que, a pesar de los pocos resultados efectivos, le sirvió como estrategia de validación, Calderón pasa ahora a preparar el camino a un sucesor que, como él a Vicente Fox, le deba el puesto, a delinear, a punta de golpes retóricos más que de hechos, su figura de estadista; de gran gobernante.

Ese es el capital con el que Calderón se prepara para participar en la contienda; la moneda de cambio que ofrecerá a su delfín para apoyarlo a cambio, claro, de que el nuevo Presidente garantice a él y a los suyos —justo como él lo hizo con Vicente Fox— un paraguas blindado que lo proteja del canibalismo político tradicional. De la ley sexenal de hacer leña del árbol caído.

Pero si bien Calderón parece haber olvidado, la guerra es la guerra, la que no habrá de olvidarse de él y tampoco, por cierto, de ninguno de los aspirantes a sucederlo. La violencia, que ya hace estragos en algunas campañas para elecciones estatales o municipales, tendrá sin duda un efecto contundente sobre los planes de partidos y candidatos que aspiren a la Presidencia de la República.

Esa misma violencia pesará, decisivamente, en el ánimo y las preferencias de los votantes y en algunas zonas del país en su disposición incluso de salir a cruzar las boletas. Nadie que prometa terminar con lo empezado con Calderón tendrá demasiadas perspectivas de triunfo; aquel que, a la manera de los nazis en Alemania, pulse mejor el miedo y prometa paz y mano dura será el que más posibilidades de triunfo tenga.

Y será la violencia también elemento estratégico del discurso propagandístico; asociar con ella a quien llama al cambio radical del sistema político-económico, a quien pretende la restauración o simplemente a quien, dentro del mismo partido, no es de las preferencias del Ejecutivo federal, será un expediente común y expedito para descalificar aspirantes y opciones.

Más allá de que el Ejército y la Armada tendrán para entonces, como de hecho tienen ya, y en virtud de estar fuera de los cuarteles, un papel relevante en el proceso, todo indica que los altos mandos pueden llegar incluso a desarrollar una especie de poder de veto que se sincronice con los intereses del presidente saliente, a la vez que le cobran —y muy caro— ese favor.

Otro tanto habrá de suceder con Washington. No debemos llamarnos a engaño por las recientes declaraciones del presidente Barack Obama y de algunos de sus allegados. Que se pronuncien en el sentido de que “declarar la guerra al narco” no es eficiente y que lo que debe hacerse es combatir el consumo poco o nada tiene que ver con nosotros.

Washington quiere control del consumo en sus fronteras y combate frontal al narco aquí. Es decir, campañas de salud pública en su territorio y más muertos y más sangre en nuestro país.

Es ese el sentido de las declaraciones de Hillary Clinton, quien critica la estrategia de combate al narco del gobierno mexicano. Más que buscar una coincidencia entre los planes de Obama para EU con los planes de Calderón en México, Clinton reclama, como lo hizo hace unos días ante el Senado la misma DEA, una estrategia más eficiente y rápida para la destrucción de los cárteles de la droga.

Si bien el gobierno de Barack Obama, el otro gran elector, reconoce que su país, en tanto primer consumidor de drogas, da origen a la violencia del narcotráfico lo cierto es que necesita, en tanto lidia suavemente con sus adictos, un policía duro que le cuide las espaldas. Que haga lo que no hacen sus propios policías, ni sus agencias de seguridad; destruir cárteles, tumbar capos norteamericanos.

El miedo, su explotación metódica, masiva, llevó a Felipe Calderón a ocupar la Presidencia. Ese miedo, más concreto, el que produce un estado de guerra; el miedo a morir en un fuego cruzado, la inseguridad prevaleciente en amplísimas zonas del país será de nuevo, mucho me temo y más que las propuestas y aspiraciones democráticas, el factor determinante en los comicios de 2012

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