15 abr 2010



E D I T O R I A L


Costos y cinismo del gobierno



Ayer, durante la comparecencia del secretario de Hacienda del gobierno calderonista, Ernesto Cordero, el diputado priísta Oscar Levín criticó el desorden administrativo que impera en el Ejecutivo federal, cargó contra los subejercicios que caracterizan a la actual administración, fustigó el ofensivo dispendio el sueldos que se destinan a la alta burocracia” y señaló la incongruencia del discurso oficial, que hace unos meses presentaba “cifras que preconizaban la catástrofe” y que actualmente “presenta cuentas alegres que sólo documentan la confusión, alientan dudas”. Asimismo, el representante tricolor advirtió que “si todos los recursos presupuestados no se aplican para promover el desarrollo, la Cámara de Diputados está facultada para bajar los impuestos que subimos”.

Los señalamientos de Levín son sin duda certeros; más aún, no sólo describen con precisión lo ocurrido con los dineros públicos en los meses recientes, sino el desmanejo financiero en que ha incurrido el PAN desde que detenta la Presidencia. Baste recordar que, durante la presidencia foxista, el gobierno ejerció más de 70 mil millones de dólares procedentes de los excedentes de los precios petroleros sin que hasta la fecha se tenga una noción exacta del destino de esos recursos, malbaratados presumiblemente en un gasto corriente inflado e innecesario y en arreglos político-monetarios discrecionales y arbitrarios por medio de los cuales el Ejecutivo federal distribuyó partidas a gobiernos estatales, priístas en su mayoría.

La alternancia ocurrida hace una década significó, entre otras cosas, un cambio de actitudes en la forma en que las autoridades federales manejan los dineros públicos: se pasó de la exasperante opacidad que impedía a la sociedad conocer el manejo financiero oficial al cinismo bautizado como “transparencia”, en el que los altos funcionarios de los tres poderes se asignan percepciones insultantes, gastan el dinero público para dotarse de condiciones de trabajo faraónicas, expanden sus equipos de colaboradores sin control alguno y publican sin empacho los costos altísimos que tales prácticas tienen para el conjunto de la población.

No hay en rigor, pues, ninguna novedad en lo dicho por Levín. Efectivamente, el costo astronómico del Ejecutivo federal es injustificable, no sólo si se le compara con las cifras correspondientes a países industrializados y más prósperos que el nuestro, sino, sobre todo, si se coteja lo invertido con los nulos resultados del ejercicio gubernamental en materia económica, de seguridad pública y de bienestar social; y sin duda, los alegatos oficiales por medio de los cuales el gobierno calderonista ha elevado los impuestos han resultado incongruentes y contradictorios.

Pero cabe preguntarse si no hay también incoherencia en el grupo parlamentario priísta, el cual aprobó los incrementos impositivos injustificados e innecesarios incluso a sabiendas de lo ocurrido en años anteriores, y que ahora amenaza con recortar los ingresos fiscales del gobierno federal. Como quedó demostrado tras la revelación del pacto entre el PRI, el PAN y la Secretaría de Gobernación, la aprobación tricolor fue obtenida a cambio de la promesa de que los blanquiazules no establecerían alianzas electorales con otras fuerzas en las entidades bajo control priísta. Por ello resulta cuestionable, por decir lo menos, esta súbita preocupación del Revolucionario Institucional por la salud de las finanzas públicas.

Otro aspecto que pone de manifiesto la inconsistencia de la postura de Levín es el hecho de que el derroche y la frivolidad no son rasgos únicos del Ejecutivo federal, sino compartidos por el Judicial y por el propio Legislativo, cuyos integrantes perciben salarios y otras percepciones tan insultantes para la mayoría depauperada de la población como las que se otorgan en las cúpulas de los otros poderes.

La clase política en su conjunto, y especialmente los altos funcionarios, los magistrados y los legisladores, no tienen, en suma, motivos para sorprenderse ante el desprestigio generalizado que experimentan las instituciones en la opinión pública.





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