Democracia rota
Luis Linares Zapata
En el mero centro de la vida democrática de México un nocivo obstáculo se levanta contra su normal desarrollo: la férrea determinación del sistema establecido para esquivar, a como dé lugar, el triunfo, en las elecciones presidenciales, de un modelo alterno de gobierno. Tal sistema ha sido labrado por una derecha de ramplona consistencia ideológica, pero, eso sí, persistente empeño. Ninguno de los poderes federales, y la mayoría de los locales, escapa a la subordinación, a veces más que abyecta, respecto de los grandes grupos de presión que han sido sus beneficiarios. El obstáculo mencionado ha sido, hasta ahora, insalvable. Por eso se han montado sendos fraudes para doblegar, sin consideración y en dos ocasiones, la voluntad popular. En esos momentos el electorado se ha expresado con claridad en favor de las respectivas opciones de izquierda.
Las fechas (1988 y 2006) han quedado gravadas en la conciencia colectiva como serios traumas nacionales que han ahondado las ya de por sí acentuadas roturas sociales. A ello obedecen las consignas y consejas que circularon entre las clases privilegiadas durante el periodo de campañas electorales. Una fue la cantaleta, repetida en ambas ocasiones, donde se pronosticaba la conveniencia de resistir seis meses de manifestaciones y airadas protestas y no seis años de populismo. La otra ponía el acento en los inmensos peligros para los negocios, los hogares, los haberes personales y para la misma nación ante la posibilidad de que AMLO llegara a Los Pinos. La resultante de este último complot de mandones contra la democracia ha sido de dramáticas consecuencias para el bienestar de la población y el futuro de la nación. Entronizaron, mediante insultante operación ilegal, a una administración enana en el Ejecutivo, dependiente y corrupta a la que ellos mismos ya no aguantan y por eso buscan su inmediato remplazo.
En ambas ocasiones se desusaron cuantos recursos del Estado se tienen para impedir la emergencia de un modelo alternativo al vigente. Modelo nefasto para las mayorías, pero benéfico, en desmesura, para unos cuantos. Las listas de Forbes lo testifican sin ambages. Hace apenas una veintena de años sólo un mexicano acaudalado aparecía entre sus listados de los más ricos del mundo. En su más reciente reporte la misma publicación incluye a una veintena de ellos. Y no sólo es su número, ya indicativo, sino lo obsceno del monto acumulado de capital que logran tales capitostes. El fenómeno ocurre frente a dos hechos indiscutibles: el primero apunta hacia el nulo crecimiento económico del país durante más de un cuarto de siglo; el segundo, quizá el más cruento por sus implicaciones para la justicia distributiva, es el consistente crecimiento de la marginación, la pobreza extrema, la inseguridad y la emigración masiva.
En medio de una de las peores crisis del capitalismo mundial, las salidas que se plantean desde las altas esferas del poder siguen las viejas recetas ineficaces. Los emisarios y operarios de la derecha se afanan en el intento de recargar el costo sobre los hombres y mujeres de las clases trabajadoras. Las pequeñas y medianas empresas han quedado en el desamparo, a pesar de todos los pronunciamientos de ayuda al respecto. El capital, como casi siempre, va saliendo incólume del enorme de-saguisado que sus banqueros causaron. Las reformas y regulaciones que se prometieron en la reciente junta del G-20 van quedando en el olvido. Apenas se oyen ligeros reclamos e incipientes preparativos tanto en Europa como en Estados Unidos. Hablan, pero sólo eso, de tasar a los movimientos de capitales internacionales y de terminar con los paraísos fiscales. La primera circunstancia posibilita la especulación desmedida de los enormes flujos de capitales golondrinos. Quedan aseguradas así las ingentes transferencias de riqueza hacia los centros financieros a costa de los países que los hospedan y hasta solicitan con torpe ahínco. La segunda se presenta como el motivo que facilita la evasión, permite fraudes y da facilidades al lavado de toda clase de dinero sucio. Pero ninguna de las dos promesas lleva visos de concretarse. Sólo como una muestra de lo que ha sucedido en estos tiempos de miserias, quiebras y horizontes nublados: los bonos para operadores de Wall Street llegaron el año pasado a 140 mil millones de dólares. Y eso que a los altos directivos se les vigila de cerca para evitar los excesos acostumbrados: se adjudicaban bonificaciones por decenas de millones de dólares (a veces cientos de millones) a los paladines de la especulación salvaje de la globalidad.
Esas deformaciones, implícitas en el modelo vigente aplicado en México, son las que la derecha quiere consolidar. Saben que han sido útiles para su bochornoso beneficio. Todo para el capital, y el costo que lo solventen los trabajadores sin importar cómo; tal sistema engruesa la miseria y la pobreza circundantes. Y es por eso que la oposición a un modelo alternativo que ponga el acento en la distribución equitativa es cruenta. Esperan, con cómplice certeza, que sus tropelías saldrán de nueva cuenta impunes.
En ésta, que ya es una república deformada por los núcleos de poder, cada grupo se empeña en preservar los privilegios con los que se ha nutrido hasta la desmesura. Es por eso que el oscuro secretario del Trabajo mexicano elaboró su malhadada reforma laboral, consecuencia adicional de las oprobiosas reformas pasadas a la seguridad social (IMSS e ISSSTE) y las pensiones. Un simple remedo, torpe y mañoso, de las propuestas en las que han insistido los centros de poder hegemónico para bajar costos y aumentar utilidades. La insana tendencia a proletarizar los ya de por sí infames salarios y achicar el mercado interno. El resto de recetas de acompañamiento apuntan, como siempre, a controles en el gasto gubernamental (educación, salud y seguridad social), la deuda pública y el déficit fiscal como remedios para salir de la crisis. Una ruta que presagia los corrosivos aprestos para preservar privilegios sin temor alguno de romper, por tercera ocasión, la ruta democrática.
Las fechas (1988 y 2006) han quedado gravadas en la conciencia colectiva como serios traumas nacionales que han ahondado las ya de por sí acentuadas roturas sociales. A ello obedecen las consignas y consejas que circularon entre las clases privilegiadas durante el periodo de campañas electorales. Una fue la cantaleta, repetida en ambas ocasiones, donde se pronosticaba la conveniencia de resistir seis meses de manifestaciones y airadas protestas y no seis años de populismo. La otra ponía el acento en los inmensos peligros para los negocios, los hogares, los haberes personales y para la misma nación ante la posibilidad de que AMLO llegara a Los Pinos. La resultante de este último complot de mandones contra la democracia ha sido de dramáticas consecuencias para el bienestar de la población y el futuro de la nación. Entronizaron, mediante insultante operación ilegal, a una administración enana en el Ejecutivo, dependiente y corrupta a la que ellos mismos ya no aguantan y por eso buscan su inmediato remplazo.
En ambas ocasiones se desusaron cuantos recursos del Estado se tienen para impedir la emergencia de un modelo alternativo al vigente. Modelo nefasto para las mayorías, pero benéfico, en desmesura, para unos cuantos. Las listas de Forbes lo testifican sin ambages. Hace apenas una veintena de años sólo un mexicano acaudalado aparecía entre sus listados de los más ricos del mundo. En su más reciente reporte la misma publicación incluye a una veintena de ellos. Y no sólo es su número, ya indicativo, sino lo obsceno del monto acumulado de capital que logran tales capitostes. El fenómeno ocurre frente a dos hechos indiscutibles: el primero apunta hacia el nulo crecimiento económico del país durante más de un cuarto de siglo; el segundo, quizá el más cruento por sus implicaciones para la justicia distributiva, es el consistente crecimiento de la marginación, la pobreza extrema, la inseguridad y la emigración masiva.
En medio de una de las peores crisis del capitalismo mundial, las salidas que se plantean desde las altas esferas del poder siguen las viejas recetas ineficaces. Los emisarios y operarios de la derecha se afanan en el intento de recargar el costo sobre los hombres y mujeres de las clases trabajadoras. Las pequeñas y medianas empresas han quedado en el desamparo, a pesar de todos los pronunciamientos de ayuda al respecto. El capital, como casi siempre, va saliendo incólume del enorme de-saguisado que sus banqueros causaron. Las reformas y regulaciones que se prometieron en la reciente junta del G-20 van quedando en el olvido. Apenas se oyen ligeros reclamos e incipientes preparativos tanto en Europa como en Estados Unidos. Hablan, pero sólo eso, de tasar a los movimientos de capitales internacionales y de terminar con los paraísos fiscales. La primera circunstancia posibilita la especulación desmedida de los enormes flujos de capitales golondrinos. Quedan aseguradas así las ingentes transferencias de riqueza hacia los centros financieros a costa de los países que los hospedan y hasta solicitan con torpe ahínco. La segunda se presenta como el motivo que facilita la evasión, permite fraudes y da facilidades al lavado de toda clase de dinero sucio. Pero ninguna de las dos promesas lleva visos de concretarse. Sólo como una muestra de lo que ha sucedido en estos tiempos de miserias, quiebras y horizontes nublados: los bonos para operadores de Wall Street llegaron el año pasado a 140 mil millones de dólares. Y eso que a los altos directivos se les vigila de cerca para evitar los excesos acostumbrados: se adjudicaban bonificaciones por decenas de millones de dólares (a veces cientos de millones) a los paladines de la especulación salvaje de la globalidad.
Esas deformaciones, implícitas en el modelo vigente aplicado en México, son las que la derecha quiere consolidar. Saben que han sido útiles para su bochornoso beneficio. Todo para el capital, y el costo que lo solventen los trabajadores sin importar cómo; tal sistema engruesa la miseria y la pobreza circundantes. Y es por eso que la oposición a un modelo alternativo que ponga el acento en la distribución equitativa es cruenta. Esperan, con cómplice certeza, que sus tropelías saldrán de nueva cuenta impunes.
En ésta, que ya es una república deformada por los núcleos de poder, cada grupo se empeña en preservar los privilegios con los que se ha nutrido hasta la desmesura. Es por eso que el oscuro secretario del Trabajo mexicano elaboró su malhadada reforma laboral, consecuencia adicional de las oprobiosas reformas pasadas a la seguridad social (IMSS e ISSSTE) y las pensiones. Un simple remedo, torpe y mañoso, de las propuestas en las que han insistido los centros de poder hegemónico para bajar costos y aumentar utilidades. La insana tendencia a proletarizar los ya de por sí infames salarios y achicar el mercado interno. El resto de recetas de acompañamiento apuntan, como siempre, a controles en el gasto gubernamental (educación, salud y seguridad social), la deuda pública y el déficit fiscal como remedios para salir de la crisis. Una ruta que presagia los corrosivos aprestos para preservar privilegios sin temor alguno de romper, por tercera ocasión, la ruta democrática.
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