Violencia y resistencia
Pedro Miguel
Como no tienen legitimidad que preservar y como además el orden social está roto, los funcionarios del calderonato y los cacicazgos priístas estatales y sindicales se permiten cualquier cosa: organizar escuadrones de la muerte y presumirlo en público; tolerar y justificar la muerte de civiles a manos del Ejército; embolsarse carretadas de dinero; entregar vastas riquezas públicas a particulares; decir mentiras tan escandalosas como que la Constitución habla explícitamente del matrimonio entre el hombre y la mujer” (Calderón) o que el cadáver de Paulette estuvo nueve días enredado en un edredón sin que se dieran cuenta familiares, policías ni perros que se encontraban en el sitio (empleados de Peña Nieto); dar impunidad a los responsables de la muerte de los niños en la guardería ABC de Hermosillo; desaparecer por decreto una empresa eléctrica de propiedad nacional y dejar a más de 40 mil personas en el desempleo; permitir que las bandas de Ulises Ruiz asesinen a activistas y dirigentes en San Juan Copala y otros puntos de Oaxaca; encarcelar a personas inocentes y a líderes sociales y lograr, para los segundos, condenas absurdas; pisotear los derechos de los trabajadores y lanzar a los federales –al servicio de los empresarios privados y a balazos, en el más puro estilo porfirista– contra mineros y sus familiares en Cananea y Pasta de Conchos.
Bienvenidos al descontrol más peligroso, que no es el de sectores sociales, sino el de los poderes públicos. Al igual que al régimen genocida de Israel, que con una mano en la cintura comete piratería en aguas internacionales y practica a continuación el homicidio y el secuestro de civiles, a los actuales gobernantes de México no los desvela el “qué dirán” ni el “qué harán”. Si los capos han llegado al punto de mandarse a asesinar o a secuestrar entre ellos (dicen que Mouriño murió en un accidente, que Beltrán Leyva se resistió al arresto y que el secuestro de Fernández de Cevallos tiene un propósito meramente económico), lo de menos es aplastar a un sindicato, asfixiar un municipio autónomo, eliminar a un líder social incómodo o fabricar delitos contra ciudadanos en principio inocentes, como los alcaldes y funcionarios estatales y municipales de Michoacán detenidos hace cosa de un año en una redada de inocultables tintes electoreros. Da la impresión de que si este desgobierno federal no se ha empeñado más a fondo en la represión de los movimientos sociales opositores, ello no es por escrúpulos legales o de imagen, sino porque en su orden de prioridades va primero la disputa contra otros poderes fácticos.
A fin de cuentas, el tan profetizado estallido violento de 2010 ya empezó –incluso antes de este año– y no es bonito: no fue una sublevación obrera, campesina y popular, ni una guerrilla desafiante, sino la irrupción de ejércitos del narcotráfico que ya dominan extensas zonas del territorio nacional y que se enfrentan a las fuerzas armadas en combates en regla. A su manera, el poderío de la delincuencia es resultado de la depauperación, la miseria, la marginación, la corrupción federal, estatal y municipal, el desempleo, la cerrazón política, la destrucción del Estado desde sus puestos de mando, el saqueo de bienes nacionales y de recursos naturales, el abandono de los sistemas públicos de educación y salud, la claudicación de la soberanía; en suma, el saldo de la secuencia de gobiernos neoliberales Salinas-Calderón.
En esta circunstancia nacional trastornada los movimientos políticos, sociales y sindicales, empeñados en la defensa de la legalidad y en la transformación pacífica del país, cobran una relevancia central: son los únicos elementos de civilidad cuando el resto de los actores –incluidas corporaciones privadas y gobiernos federal y estatales– experimentan un corrimiento hacia la criminalidad y se disputan, a plomazos y levantones, el control del territorio. A pesar de los empeños oficiales por criminalizarlas, la resistencia y la organización popular son, por hoy, los únicos instrumentos visibles para mantener abierta la vía política –aunque no necesariamente la electoral– y recuperar la legalidad, rota por los grandes intereses empresariales y por los delincuentes, con o sin cargo oficial.
Los sindicatos de mineros y electricistas, el municipio autónomo de San Juan Copala, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, los grupos prozapatistas y el movimiento lopezobradorista son, en la hora de los matones, otras tantas apuestas por la convivencia civilizada; son la reserva ética del país ante la barbarie, las semillas de la reconstrucción.
navegaciones@yahoo.com - http://navegaciones.blogspot.com/
Bienvenidos al descontrol más peligroso, que no es el de sectores sociales, sino el de los poderes públicos. Al igual que al régimen genocida de Israel, que con una mano en la cintura comete piratería en aguas internacionales y practica a continuación el homicidio y el secuestro de civiles, a los actuales gobernantes de México no los desvela el “qué dirán” ni el “qué harán”. Si los capos han llegado al punto de mandarse a asesinar o a secuestrar entre ellos (dicen que Mouriño murió en un accidente, que Beltrán Leyva se resistió al arresto y que el secuestro de Fernández de Cevallos tiene un propósito meramente económico), lo de menos es aplastar a un sindicato, asfixiar un municipio autónomo, eliminar a un líder social incómodo o fabricar delitos contra ciudadanos en principio inocentes, como los alcaldes y funcionarios estatales y municipales de Michoacán detenidos hace cosa de un año en una redada de inocultables tintes electoreros. Da la impresión de que si este desgobierno federal no se ha empeñado más a fondo en la represión de los movimientos sociales opositores, ello no es por escrúpulos legales o de imagen, sino porque en su orden de prioridades va primero la disputa contra otros poderes fácticos.
A fin de cuentas, el tan profetizado estallido violento de 2010 ya empezó –incluso antes de este año– y no es bonito: no fue una sublevación obrera, campesina y popular, ni una guerrilla desafiante, sino la irrupción de ejércitos del narcotráfico que ya dominan extensas zonas del territorio nacional y que se enfrentan a las fuerzas armadas en combates en regla. A su manera, el poderío de la delincuencia es resultado de la depauperación, la miseria, la marginación, la corrupción federal, estatal y municipal, el desempleo, la cerrazón política, la destrucción del Estado desde sus puestos de mando, el saqueo de bienes nacionales y de recursos naturales, el abandono de los sistemas públicos de educación y salud, la claudicación de la soberanía; en suma, el saldo de la secuencia de gobiernos neoliberales Salinas-Calderón.
En esta circunstancia nacional trastornada los movimientos políticos, sociales y sindicales, empeñados en la defensa de la legalidad y en la transformación pacífica del país, cobran una relevancia central: son los únicos elementos de civilidad cuando el resto de los actores –incluidas corporaciones privadas y gobiernos federal y estatales– experimentan un corrimiento hacia la criminalidad y se disputan, a plomazos y levantones, el control del territorio. A pesar de los empeños oficiales por criminalizarlas, la resistencia y la organización popular son, por hoy, los únicos instrumentos visibles para mantener abierta la vía política –aunque no necesariamente la electoral– y recuperar la legalidad, rota por los grandes intereses empresariales y por los delincuentes, con o sin cargo oficial.
Los sindicatos de mineros y electricistas, el municipio autónomo de San Juan Copala, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, los grupos prozapatistas y el movimiento lopezobradorista son, en la hora de los matones, otras tantas apuestas por la convivencia civilizada; son la reserva ética del país ante la barbarie, las semillas de la reconstrucción.
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