Bienestar y concentración
Luis Linares Zapata
Al ceder el momento álgido de la crisis, distintos países del mundo sufren la confrontación entre el llamado estado de bienestar y ese otro modelo atado a la concentración de la riqueza. Los teatros donde se desarrolla la contienda son diversos. En cada uno la lucha se da con intensidad creciente. Latinoamérica, por ejemplo, ya lleva una larga temporada enfrascada en el intento, a veces con marcados retrocesos, por acceder a un estadio que aleje a las masas depauperadas de su cotidiano horizonte, reduzca la nociva influencia y control de sus elites o la grotesca acumulación de toda clase de riquezas y oportunidades. En Asia el ascenso en bienestar ha sido constante en algunas de sus regiones. En otras, apenas se observan signos de mejoría. Pero lo cierto es que, en general, la pobreza asiática ha experimentado drástica reducción. Sin embargo, todavía se debaten por encontrar sendas que aseguren una creciente distribución de los bienes producidos.
Asunto distinto puede observarse, hoy en día, en aquellos países que, habiendo alcanzado notables grados de desarrollo, son asediados por las consejas, ambiciones sin límites y los intereses cobijados bajo los postulados neoliberales. La disputa que se ha condensado en la vieja Europa se concretiza en las acciones capitaneadas por los llamados mercados. Por este fenómeno habría que entender, no la concurrencia de millones de inversionistas individualizados (que los hay), sino las tramas especulativas de voraces flujos de enormes capitales. Todos ellos centralizados en unos cuantos directorios, con respaldos bien estructurados y dictados desde una, dos o, a lo sumo, tres de las más notorias sedes financieras. Todos bajo el influjo de obtener cuantiosos, muchas veces exagerados rendimientos para sus directivos, socios o accionistas mayoritarios. En realidad tales organismos son instrumentos diseñados para la concentración y captura de la riqueza mundial. Una forma por demás rapaz de acumulación que no tiene límite ni consideración alguna sobre lo que, en el otro extremo de la ecuación, se ocasiona de manera inevitable: miseria, decaimiento, nulas oportunidades para las mayorías, desequilibrios continuos, aberrantes deformaciones, medianías insoportables y, con frecuencia inusitada, violencia y crimen.
Europa es, por ahora, el teatro por excelencia de la disputa mundial. Lo que se concebía como maduros estados de bienestar han cedido terreno ante la presión de los mercados. Éstos exigen que los nocivos efectos económicos provocados por la crisis sean subsanados por aquellos que padecen sus efectos. Los que, en verdad la causaron, quieren ser exceptuados, perdonados y levantarse, además, con las utilidades. Las bolsas de valores, los bancos, fondos de inversión y demás instrumentos que condensan la parte perversa de los llamados mercados, hasta hoy día, parecen ser los triunfadores. Los líderes políticos de distintos países, muchos de ellos socialdemócratas, cristiano-demócratas y aun socialistas, han cedido a sus reclamos, a sus caprichos y urgencias. Irlanda fue la primera en instrumentar un programa de duro ajuste. Grecia le siguió presionada por sus socios europeos y el FMI no sin desatar feroces refriegas callejeras que todavía continúan. Después la atención se concentró en España. El gobierno de Rodríguez Zapatero, a pesar de su orientación partidaria de izquierda, introdujo un draconiano plan de recortes fiscales. No importa que, a su país, ya en posición de desventaja frente al bienestar logrado en la Unión Europea, se le exigiera penurias adicionales. Le han seguido la pauta Hungría e Inglaterra.
Se parte de reconocer que las naciones mencionadas pusieron algo de su parte para configurar un cuadro de clara debilidad: el volumen de su deuda, tanto pública como privada. España por recargarse en el crédito para financiar su acelerado y a veces ineficiente y derrochador programa de expansión externa. Latinoamérica ha sido testigo de las cuantiosas inversiones de empresas españolas, todas ellas mediante apalancamientos con frecuencia desorbitados. El volumen de deuda con bancos franceses, británicos y alemanes, han sido, en verdad, causa de preocupación legítima. La ambición de reconquista de sus añorados territorios la cimentaron los españoles con cientos de miles de millones de euros en créditos.
Italia es otra economía en riesgo. Y la propuesta de Berlusconi es similar a las demás. Alemania misma ha marcado pauta con su plan de ahorro fiscal, a pesar de diversas opiniones que le solicitan desatar el consumo interno. El mismo gobierno de Sarkozy se ha atrevido a proponer que, en la Francia de los grandes avances en bienestar, se ensayen recortes al gasto y la inversión social. Ante tal andanada depredadora sobre la justicia distributiva, la única defensa efectiva recaerá en la movilización ciudadana. El desencanto con sus gobiernos, la intranquilidad cotidiana y hasta el coraje de las masas ya ha empezado a mostrar los dientes. La fuerza, la enjundia organizada que llevó a estas sociedades a lograr los avances en su nivel de vida, empieza a llamar para la defensa de sus asentados modos de vida. Millones han salido a las calles y los ensayos de huelgas generales se escuchan por doquier.
Pero mientras eso sucede en Europa, en México todavía se quiere concluir el premeditado plan neoliberal que lleva ya más de un cuarto de siglo de ensayos y fracasos. A pesar de haber rellenado casi la totalidad de los formularios dictados desde los que han sido centros de mando ideológico, todavía se insiste en completar, hasta las últimas consecuencias, las llamadas reformas estructurales. No importan los terribles resultados que han producido: pauperización del trabajo, desempleo, emigración forzada, desarticulación productiva de la fábrica nacional, desamparo rampante, violencia incontrolable y demás plagas que distinguen al México actual. Pero, tal y como sucede en Europa, la rebelión de las mayorías, aunque congestionadas por la intensa propaganda inmovilizadora del oficialismo, no se hará esperar. El cambio es una impostergable necesidad. Sólo hace falta mayor organicidad popular para enfrentar esta nefasta combinación de plutócratas insensibles y políticos doblegados que encadenan al país.
Asunto distinto puede observarse, hoy en día, en aquellos países que, habiendo alcanzado notables grados de desarrollo, son asediados por las consejas, ambiciones sin límites y los intereses cobijados bajo los postulados neoliberales. La disputa que se ha condensado en la vieja Europa se concretiza en las acciones capitaneadas por los llamados mercados. Por este fenómeno habría que entender, no la concurrencia de millones de inversionistas individualizados (que los hay), sino las tramas especulativas de voraces flujos de enormes capitales. Todos ellos centralizados en unos cuantos directorios, con respaldos bien estructurados y dictados desde una, dos o, a lo sumo, tres de las más notorias sedes financieras. Todos bajo el influjo de obtener cuantiosos, muchas veces exagerados rendimientos para sus directivos, socios o accionistas mayoritarios. En realidad tales organismos son instrumentos diseñados para la concentración y captura de la riqueza mundial. Una forma por demás rapaz de acumulación que no tiene límite ni consideración alguna sobre lo que, en el otro extremo de la ecuación, se ocasiona de manera inevitable: miseria, decaimiento, nulas oportunidades para las mayorías, desequilibrios continuos, aberrantes deformaciones, medianías insoportables y, con frecuencia inusitada, violencia y crimen.
Europa es, por ahora, el teatro por excelencia de la disputa mundial. Lo que se concebía como maduros estados de bienestar han cedido terreno ante la presión de los mercados. Éstos exigen que los nocivos efectos económicos provocados por la crisis sean subsanados por aquellos que padecen sus efectos. Los que, en verdad la causaron, quieren ser exceptuados, perdonados y levantarse, además, con las utilidades. Las bolsas de valores, los bancos, fondos de inversión y demás instrumentos que condensan la parte perversa de los llamados mercados, hasta hoy día, parecen ser los triunfadores. Los líderes políticos de distintos países, muchos de ellos socialdemócratas, cristiano-demócratas y aun socialistas, han cedido a sus reclamos, a sus caprichos y urgencias. Irlanda fue la primera en instrumentar un programa de duro ajuste. Grecia le siguió presionada por sus socios europeos y el FMI no sin desatar feroces refriegas callejeras que todavía continúan. Después la atención se concentró en España. El gobierno de Rodríguez Zapatero, a pesar de su orientación partidaria de izquierda, introdujo un draconiano plan de recortes fiscales. No importa que, a su país, ya en posición de desventaja frente al bienestar logrado en la Unión Europea, se le exigiera penurias adicionales. Le han seguido la pauta Hungría e Inglaterra.
Se parte de reconocer que las naciones mencionadas pusieron algo de su parte para configurar un cuadro de clara debilidad: el volumen de su deuda, tanto pública como privada. España por recargarse en el crédito para financiar su acelerado y a veces ineficiente y derrochador programa de expansión externa. Latinoamérica ha sido testigo de las cuantiosas inversiones de empresas españolas, todas ellas mediante apalancamientos con frecuencia desorbitados. El volumen de deuda con bancos franceses, británicos y alemanes, han sido, en verdad, causa de preocupación legítima. La ambición de reconquista de sus añorados territorios la cimentaron los españoles con cientos de miles de millones de euros en créditos.
Italia es otra economía en riesgo. Y la propuesta de Berlusconi es similar a las demás. Alemania misma ha marcado pauta con su plan de ahorro fiscal, a pesar de diversas opiniones que le solicitan desatar el consumo interno. El mismo gobierno de Sarkozy se ha atrevido a proponer que, en la Francia de los grandes avances en bienestar, se ensayen recortes al gasto y la inversión social. Ante tal andanada depredadora sobre la justicia distributiva, la única defensa efectiva recaerá en la movilización ciudadana. El desencanto con sus gobiernos, la intranquilidad cotidiana y hasta el coraje de las masas ya ha empezado a mostrar los dientes. La fuerza, la enjundia organizada que llevó a estas sociedades a lograr los avances en su nivel de vida, empieza a llamar para la defensa de sus asentados modos de vida. Millones han salido a las calles y los ensayos de huelgas generales se escuchan por doquier.
Pero mientras eso sucede en Europa, en México todavía se quiere concluir el premeditado plan neoliberal que lleva ya más de un cuarto de siglo de ensayos y fracasos. A pesar de haber rellenado casi la totalidad de los formularios dictados desde los que han sido centros de mando ideológico, todavía se insiste en completar, hasta las últimas consecuencias, las llamadas reformas estructurales. No importan los terribles resultados que han producido: pauperización del trabajo, desempleo, emigración forzada, desarticulación productiva de la fábrica nacional, desamparo rampante, violencia incontrolable y demás plagas que distinguen al México actual. Pero, tal y como sucede en Europa, la rebelión de las mayorías, aunque congestionadas por la intensa propaganda inmovilizadora del oficialismo, no se hará esperar. El cambio es una impostergable necesidad. Sólo hace falta mayor organicidad popular para enfrentar esta nefasta combinación de plutócratas insensibles y políticos doblegados que encadenan al país.
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