Poder fáctico
Pedro Miguel
Ni el gobierno de Estados Unidos, su Departamento de Estado o su representación diplomática ubicada en Paseo de la Reforma 305, Distrito Federal, figuran una sola vez en la Constitución de México. Nada dice ese texto –ni ninguna otra pieza de cuantas conforman la legislación mexicana– acerca de las facultades de Washington o su embajada en el diseño de nuestra política exterior, el manejo de las transiciones sexenales, la proclamación desde el Air Force One de presidentes electos, el fortalecimiento de los que salen débiles y con la legitimidad enlodada o la coadyuvancia en la imposición de agendas de gobierno. Por ejemplo.
Uno no se imagina, de verdad, que los constituyentes de Querétaro tuvieran en mente la escena: un remoto sucesor de Henry Lane Wilson –cuyo ingrato recuerdo aún estaba fresco por aquel entonces– ayudando a un señor a encaramarse a una presidencia en parte comprada por la mafia empresarial, en parte heredada por Fox y en parte robada a la voluntad ciudadana. Cosas veredes.
Olvídense de Televisa, de Bimbo o del cártel del Pacífico: para poderes fácticos, los que ostenta en nuestro país el gobierno del vecino del norte: más que una anomalía, una distorsión permanente, creciente y exasperante, de la letra y el espíritu de las leyes mexicanas; un poder que impone la política económica, coordina la política de seguridad pública (en esta circunstancia, la seguridad nacional ya ni viene al caso, porque no queda nada que asegurar), orienta la política exterior y modula la política a secas.
Los ideólogos del régimen son devotos de la literalidad legal cuando se trata de castigar a luchadores sociales o, peor, a delincuentes llanos; “la ley fuga es dura, pero es la ley”, podrían decir, a la hora de aplicarla a esa incuantificable pero vasta porción demográfica a la que uno de ellos caracterizó genéricamente como “hijos de puta”; pero se muestran jurídicoflexibles si el punto es acomodarse a los poderes fácticos que usan corbata: banqueros, consorcios mediáticos, gobernantes no propiamente emanados de la soberanía popular o, el más evidente de ellos, el Ejecutivo del país vecino.
Un presidente de la Suprema Corte de cuyo nombre nadie quiere acordarse juró defender la Constitución y, pocos años más tarde, traicionó ese propósito con el argumento de que la Carta Magna “está escrita con las patas”. Pero el problema no es de estilo, sino de voluntad: fea o bonita, la Constitución ha sido convertida en un objeto decorativo para el despacho de los altos funcionarios.
Así como Calderón advirtió a la superioridad que se vería obligado a hablar mal en público de la política estadunidense contra los migrantes –aunque estuviera de acuerdo con ella–, cualquier miembro prominente de la clase política pondría el grito en el cielo si se le sondeara sobre la pertinencia de plasmar, en el texto constitucional, la figura de un poder supremo situado por encima del Ejecutivo federal, el Congreso de la Unión y el Poder Legislativo: el gobierno de Washington.
La simulación podrá seguir, pero la realidad es ésta: la Casa Blanca y el Capitolio son elementos centrales del ejercicio del poder político en nuestro país. Y quieren serlo más, como lo indica en estos días el que los funcionarios estadunidenses, cuando se proponen hablar de México, emiten unos ruidos que recuerdan el que hacen los tanques de guerra cuando calientan motores. ¿Alguien no lo sabía? Se trata de la voz última del poder fáctico.
Los cables sobre México en WikiLeak
navegaciones@yahoo.com
Uno no se imagina, de verdad, que los constituyentes de Querétaro tuvieran en mente la escena: un remoto sucesor de Henry Lane Wilson –cuyo ingrato recuerdo aún estaba fresco por aquel entonces– ayudando a un señor a encaramarse a una presidencia en parte comprada por la mafia empresarial, en parte heredada por Fox y en parte robada a la voluntad ciudadana. Cosas veredes.
Olvídense de Televisa, de Bimbo o del cártel del Pacífico: para poderes fácticos, los que ostenta en nuestro país el gobierno del vecino del norte: más que una anomalía, una distorsión permanente, creciente y exasperante, de la letra y el espíritu de las leyes mexicanas; un poder que impone la política económica, coordina la política de seguridad pública (en esta circunstancia, la seguridad nacional ya ni viene al caso, porque no queda nada que asegurar), orienta la política exterior y modula la política a secas.
Los ideólogos del régimen son devotos de la literalidad legal cuando se trata de castigar a luchadores sociales o, peor, a delincuentes llanos; “la ley fuga es dura, pero es la ley”, podrían decir, a la hora de aplicarla a esa incuantificable pero vasta porción demográfica a la que uno de ellos caracterizó genéricamente como “hijos de puta”; pero se muestran jurídicoflexibles si el punto es acomodarse a los poderes fácticos que usan corbata: banqueros, consorcios mediáticos, gobernantes no propiamente emanados de la soberanía popular o, el más evidente de ellos, el Ejecutivo del país vecino.
Un presidente de la Suprema Corte de cuyo nombre nadie quiere acordarse juró defender la Constitución y, pocos años más tarde, traicionó ese propósito con el argumento de que la Carta Magna “está escrita con las patas”. Pero el problema no es de estilo, sino de voluntad: fea o bonita, la Constitución ha sido convertida en un objeto decorativo para el despacho de los altos funcionarios.
Así como Calderón advirtió a la superioridad que se vería obligado a hablar mal en público de la política estadunidense contra los migrantes –aunque estuviera de acuerdo con ella–, cualquier miembro prominente de la clase política pondría el grito en el cielo si se le sondeara sobre la pertinencia de plasmar, en el texto constitucional, la figura de un poder supremo situado por encima del Ejecutivo federal, el Congreso de la Unión y el Poder Legislativo: el gobierno de Washington.
La simulación podrá seguir, pero la realidad es ésta: la Casa Blanca y el Capitolio son elementos centrales del ejercicio del poder político en nuestro país. Y quieren serlo más, como lo indica en estos días el que los funcionarios estadunidenses, cuando se proponen hablar de México, emiten unos ruidos que recuerdan el que hacen los tanques de guerra cuando calientan motores. ¿Alguien no lo sabía? Se trata de la voz última del poder fáctico.
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