Don Polo
José Gil Olmos
MÉXICO, DF, 16 de febrero (apro).- Don Polo tenía 80 años cuando empezó a buscar a su hijo secuestrado en septiembre pasado. Hizo lo que ninguna autoridad federal, estatal o municipal pudo hacer: investigar y señalar a los responsables. Habló con los militares, con representantes de la Procuraduría General de la República (PGR), del gobierno de Durango y fue hasta la Presidencia de la República a denunciar el plagio, pero nadie le hizo caso.
Días después de hablar con la reportera de Proceso, Patricia Dávila, fue asesinado y ahora es un número más de los “daños colaterales” de la guerra contra el narcotráfico.
Leopoldo Valenzuela Escobar, don Polo, vivía en Nuevo Ideal, Durango, donde tenía una refaccionaria. La semana antepasada llegó a la redacción de la revista a denunciar el rapto de su hijo del mismo nombre, al que llamaba Leo. Una banda que vivía en su propio municipio, a los que ya había identificado con nombre y apellido, se lo habían llevado pidiendo un rescate de 10 millones de pesos.
Don Polo supo quiénes eran e indagó dónde estaba su guarida, y así lo denunció a las autoridades municipales, estatales, militares y federales. Pero cada vez que se presentaba ante una autoridad, recibía maltratos por hacer lo que ellos por obligación debían llevar a cabo.
Los soldados le dijeron que fuera a presentar la denuncia o que juntaran el dinero para liberar a Leo. El presidente municipal de Nuevo ideal, Ernesto Velásquez, lo conminó a ir con el fiscal para secuestros del gobierno del estado quien, a su vez, le dijo que no arriesgaría a sus policías para ir al lugar que Don Polo les señalaba donde tenían a su hijo. Ante la insistencia de que actuara, el alcalde gritó a Don Polo y a su hija, Hilda: “¡Qué no entienden!”, y luego dejarlos con la palabra en la boca.
En su peregrinar, la familia acudió a la X Zona Militar, y ahí un coronel de apellido Zambrano los dejó plantados, luego de leer el mensaje que los plagiarios habían enviado por teléfono exigiendo el dinero. “¿Cómo que de este número te lo mandaron?”, fue lo último que les dijo el militar, quien se había comprometido ayudarles.
En octubre, la familia tenía toda la información de los responsables del plagio y a quienes les había entregado ya un millón 600 mil pesos. De hecho, sus hijas y su esposa, vestidas de hombre, lo acompañaron a ubicar el sitio donde tenían a Leo.
Luego de confirmar que se trataba de la guarida de los secuestradores, denunciaron el hecho ante la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO), dependiente de la PGR.
Durante cuatro meses esperaron que ésta actuara y durante todo ese tiempo documentaron otros secuestros realizados por el mismo grupo.
Incluso Don Leo descubrió la nueva guarida de la banda. Asimismo, entregó la credencial de elector de uno de los plagiarios, quien la había tirado en el momento de llevarse a una persona.
Como no le hacían caso, acudió a la Secretaría de Marina, donde entregó a los capitanes Montiel y Magaña mapas, datos, nombres y números de teléfono de los secuestradores. Tampoco recibió ayuda.
Su última esperanza de que hicieran algo para salvar a su hijo era la Presidencia de la República.
A principios de enero Don Polo y su familia acudieron a Los Pinos, donde entregaron una carta. En el texto, expusieron en 19 puntos toda la información del plagio de Leo. Una vez más fueron ninguneados.
Desanimado, Don Polo llegó a la revista Proceso cuatro días antes de morir acribillado. La reportera Patricia Dávila escuchó impactada todo su relato y le preguntó que si estaba seguro de que se publicara lo que le había narrado. “¡Claro que tengo miedo! ¡Temo por mis hijas y mi esposa! Pero la nuestra ya no es vida…”, le contestó pidiéndole que publicara casi todo lo que le había dicho.
Tenía la esperanza de que la denuncia pública tuviera algún efecto para que las autoridades reaccionaran y dieran con su hijo, esperando que aún estuviera vivo. Su ilusión era que toda esta pesadilla terminara encontrando a Leo y dejar el municipio de Nuevo Ideal, donde tenían su negocio de piezas de autos usados.
Pero nada de esto sucedió. El viernes 4 de febrero un comando entró a su casa y lo asesinó.
Todo su esfuerzo se desvaneció en unos instantes porque ni el gobernador, ni el procurador estatal, ni el federal, ni los policías, soldados y marinos, ni el propio presidente de la República, lo escucharon, y su hijo Leonel sigue desaparecido y Don Polo esta muerto.
En un país donde la impunidad reina, hay muchas otras historias como la de Don Polo. Las cifras de muertos y desaparecidos crecen todos los días y la violencia no deja de cimbrar comunidades, pueblos y ciudades de todo el país.
MÉXICO, DF, 16 de febrero (apro).- Don Polo tenía 80 años cuando empezó a buscar a su hijo secuestrado en septiembre pasado. Hizo lo que ninguna autoridad federal, estatal o municipal pudo hacer: investigar y señalar a los responsables. Habló con los militares, con representantes de la Procuraduría General de la República (PGR), del gobierno de Durango y fue hasta la Presidencia de la República a denunciar el plagio, pero nadie le hizo caso.
Días después de hablar con la reportera de Proceso, Patricia Dávila, fue asesinado y ahora es un número más de los “daños colaterales” de la guerra contra el narcotráfico.
Leopoldo Valenzuela Escobar, don Polo, vivía en Nuevo Ideal, Durango, donde tenía una refaccionaria. La semana antepasada llegó a la redacción de la revista a denunciar el rapto de su hijo del mismo nombre, al que llamaba Leo. Una banda que vivía en su propio municipio, a los que ya había identificado con nombre y apellido, se lo habían llevado pidiendo un rescate de 10 millones de pesos.
Don Polo supo quiénes eran e indagó dónde estaba su guarida, y así lo denunció a las autoridades municipales, estatales, militares y federales. Pero cada vez que se presentaba ante una autoridad, recibía maltratos por hacer lo que ellos por obligación debían llevar a cabo.
Los soldados le dijeron que fuera a presentar la denuncia o que juntaran el dinero para liberar a Leo. El presidente municipal de Nuevo ideal, Ernesto Velásquez, lo conminó a ir con el fiscal para secuestros del gobierno del estado quien, a su vez, le dijo que no arriesgaría a sus policías para ir al lugar que Don Polo les señalaba donde tenían a su hijo. Ante la insistencia de que actuara, el alcalde gritó a Don Polo y a su hija, Hilda: “¡Qué no entienden!”, y luego dejarlos con la palabra en la boca.
En su peregrinar, la familia acudió a la X Zona Militar, y ahí un coronel de apellido Zambrano los dejó plantados, luego de leer el mensaje que los plagiarios habían enviado por teléfono exigiendo el dinero. “¿Cómo que de este número te lo mandaron?”, fue lo último que les dijo el militar, quien se había comprometido ayudarles.
En octubre, la familia tenía toda la información de los responsables del plagio y a quienes les había entregado ya un millón 600 mil pesos. De hecho, sus hijas y su esposa, vestidas de hombre, lo acompañaron a ubicar el sitio donde tenían a Leo.
Luego de confirmar que se trataba de la guarida de los secuestradores, denunciaron el hecho ante la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO), dependiente de la PGR.
Durante cuatro meses esperaron que ésta actuara y durante todo ese tiempo documentaron otros secuestros realizados por el mismo grupo.
Incluso Don Leo descubrió la nueva guarida de la banda. Asimismo, entregó la credencial de elector de uno de los plagiarios, quien la había tirado en el momento de llevarse a una persona.
Como no le hacían caso, acudió a la Secretaría de Marina, donde entregó a los capitanes Montiel y Magaña mapas, datos, nombres y números de teléfono de los secuestradores. Tampoco recibió ayuda.
Su última esperanza de que hicieran algo para salvar a su hijo era la Presidencia de la República.
A principios de enero Don Polo y su familia acudieron a Los Pinos, donde entregaron una carta. En el texto, expusieron en 19 puntos toda la información del plagio de Leo. Una vez más fueron ninguneados.
Desanimado, Don Polo llegó a la revista Proceso cuatro días antes de morir acribillado. La reportera Patricia Dávila escuchó impactada todo su relato y le preguntó que si estaba seguro de que se publicara lo que le había narrado. “¡Claro que tengo miedo! ¡Temo por mis hijas y mi esposa! Pero la nuestra ya no es vida…”, le contestó pidiéndole que publicara casi todo lo que le había dicho.
Tenía la esperanza de que la denuncia pública tuviera algún efecto para que las autoridades reaccionaran y dieran con su hijo, esperando que aún estuviera vivo. Su ilusión era que toda esta pesadilla terminara encontrando a Leo y dejar el municipio de Nuevo Ideal, donde tenían su negocio de piezas de autos usados.
Pero nada de esto sucedió. El viernes 4 de febrero un comando entró a su casa y lo asesinó.
Todo su esfuerzo se desvaneció en unos instantes porque ni el gobernador, ni el procurador estatal, ni el federal, ni los policías, soldados y marinos, ni el propio presidente de la República, lo escucharon, y su hijo Leonel sigue desaparecido y Don Polo esta muerto.
En un país donde la impunidad reina, hay muchas otras historias como la de Don Polo. Las cifras de muertos y desaparecidos crecen todos los días y la violencia no deja de cimbrar comunidades, pueblos y ciudades de todo el país.
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