E D I T O R I A L
Michoacán: ¿justicia o golpeteo?
Las detenciones de 28 funcionarios públicos –10 alcaldes, 17 funcionarios del gobierno estatal y un juez– efectuadas en Michoacán el pasado martes, en el contexto de una supuesta acción en contra del grupo delictivo conocido como La Familia, han puesto en evidencia una serie de irregularidades cometidas al amparo de la política de seguridad del gobierno federal y han contribuido a enrarecer aún más el ambiente político en vísperas de los comicios federales de julio próximo.
Por principio de cuentas, y sin prejuzgar sobre la inocencia o la culpabilidad de los capturados, es claro que el operativo constituyó un flagrante atropello al pacto federal, a las leyes michoacanas y también, posiblemente, a disposiciones legales nacionales; la detención masiva estuvo plagada de deficiencias graves: a las denuncias en el sentido de que varios de los funcionarios fueron arrestados sin orden judicial de por medio –situación que, según el gobernador Leonel Godoy Rangel, sembró confusión sobre si habían sido capturados por las fuerzas públicas o levantados por alguna organización criminal– se suman las presumibles violaciones a las leyes estatales, cometidas por elementos del Ejército y la Policía Federal. Hasta el momento, no se ha esclarecido si los presidentes municipales aprehendidos debían ser sometidos previamente a un juicio de desafuero, como lo indica la Constitución de Michoacán.
Aunque Godoy Rangel acusó al gobierno calderonista de no haberle informado sobre la movilización policiaco-militar del martes, y anunció que presentará una protesta formal ante la Procuraduría General de la República por la irrupción "violenta e ilegal" de fuerzas federales en el Palacio de Gobierno, la debilidad y la tardanza de su respuesta no contribuye a preservar la soberanía michoacana, y contrasta con un antecedente ineludible: la durísima protesta que en 1985 presentó uno de sus antecesores en el cargo, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, por el allanamiento violento del rancho El mareño por fuerzas federales que buscaban a los secuestradores del policía antidrogas estadunidense Enrique Camarena Salazar, acción en la cual fueron asesinados varios pobladores.
Adicionalmente, la opacidad con que el gobierno federal se condujo antes y durante el operativo es una clara muestra de desconfianza hacia el Ejecutivo estatal y da cuenta de una deplorable descoordinación entre los distintos niveles de gobierno.
Desde otro punto de vista, las acciones del gobierno en la tierra natal del titular del Ejecutivo federal dejan ver, si son ciertas las imputaciones contra los empleados públicos detenidos, una descomposición gravísima, generalizada y de alto nivel en las instancias gubernamentales, y sería iluso suponer que la penetración de la delincuencia organizada en las estructuras del poder público se circunscribiera únicamente a Michoacán; en esa medida, la opinión pública se pregunta ya por qué las fuerzas federales no han actuado de la misma manera en otras entidades en las que el control de segmentos enteros de la administración pública por parte de los cárteles es un secreto a voces.
Surge la sospecha, entonces –ha sido expresada por diversos actores políticos, sociales y mediáticos– de que el operativo en tierras michoacanas careciera de los fundamentos jurídicos y de las certezas policiales necesarias y que tuviese la intención de posicionar electoralmente a Acción Nacional (PAN) en detrimento del partido que gobierna en Michoacán, presentando a la administración calderonista y al PAN como un adalid en el combate a la delincuencia y, a las fuerzas partidistas adversarias, como proclives a dejarse infiltrar por ella, así como enviar un mensaje de autoritarismo y criminalización de las oposiciones.
Sea como fuere, el desaseo legal con que se llevaron a cabo las aprehensiones, la patente desconfianza y descoordinación entre los poderes los ejecutivos michoacano y federal, así como la sospechosa oportunidad política y electoral de una operación policial-militar de la magnitud de la que se realizó el martes pasado en diversas ciudades de aquella entidad, constituyen otros tantos puntos débiles de la estrategia en curso contra la delincuencia organizada y, en esa medida, pueden terminar por lograr un efecto contrario al deseado: erosionar aún más la autoridad del Estado y abrir nuevos espacios para el desarrollo y el avance de los grupos criminales.
Las detenciones de 28 funcionarios públicos –10 alcaldes, 17 funcionarios del gobierno estatal y un juez– efectuadas en Michoacán el pasado martes, en el contexto de una supuesta acción en contra del grupo delictivo conocido como La Familia, han puesto en evidencia una serie de irregularidades cometidas al amparo de la política de seguridad del gobierno federal y han contribuido a enrarecer aún más el ambiente político en vísperas de los comicios federales de julio próximo.
Por principio de cuentas, y sin prejuzgar sobre la inocencia o la culpabilidad de los capturados, es claro que el operativo constituyó un flagrante atropello al pacto federal, a las leyes michoacanas y también, posiblemente, a disposiciones legales nacionales; la detención masiva estuvo plagada de deficiencias graves: a las denuncias en el sentido de que varios de los funcionarios fueron arrestados sin orden judicial de por medio –situación que, según el gobernador Leonel Godoy Rangel, sembró confusión sobre si habían sido capturados por las fuerzas públicas o levantados por alguna organización criminal– se suman las presumibles violaciones a las leyes estatales, cometidas por elementos del Ejército y la Policía Federal. Hasta el momento, no se ha esclarecido si los presidentes municipales aprehendidos debían ser sometidos previamente a un juicio de desafuero, como lo indica la Constitución de Michoacán.
Aunque Godoy Rangel acusó al gobierno calderonista de no haberle informado sobre la movilización policiaco-militar del martes, y anunció que presentará una protesta formal ante la Procuraduría General de la República por la irrupción "violenta e ilegal" de fuerzas federales en el Palacio de Gobierno, la debilidad y la tardanza de su respuesta no contribuye a preservar la soberanía michoacana, y contrasta con un antecedente ineludible: la durísima protesta que en 1985 presentó uno de sus antecesores en el cargo, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, por el allanamiento violento del rancho El mareño por fuerzas federales que buscaban a los secuestradores del policía antidrogas estadunidense Enrique Camarena Salazar, acción en la cual fueron asesinados varios pobladores.
Adicionalmente, la opacidad con que el gobierno federal se condujo antes y durante el operativo es una clara muestra de desconfianza hacia el Ejecutivo estatal y da cuenta de una deplorable descoordinación entre los distintos niveles de gobierno.
Desde otro punto de vista, las acciones del gobierno en la tierra natal del titular del Ejecutivo federal dejan ver, si son ciertas las imputaciones contra los empleados públicos detenidos, una descomposición gravísima, generalizada y de alto nivel en las instancias gubernamentales, y sería iluso suponer que la penetración de la delincuencia organizada en las estructuras del poder público se circunscribiera únicamente a Michoacán; en esa medida, la opinión pública se pregunta ya por qué las fuerzas federales no han actuado de la misma manera en otras entidades en las que el control de segmentos enteros de la administración pública por parte de los cárteles es un secreto a voces.
Surge la sospecha, entonces –ha sido expresada por diversos actores políticos, sociales y mediáticos– de que el operativo en tierras michoacanas careciera de los fundamentos jurídicos y de las certezas policiales necesarias y que tuviese la intención de posicionar electoralmente a Acción Nacional (PAN) en detrimento del partido que gobierna en Michoacán, presentando a la administración calderonista y al PAN como un adalid en el combate a la delincuencia y, a las fuerzas partidistas adversarias, como proclives a dejarse infiltrar por ella, así como enviar un mensaje de autoritarismo y criminalización de las oposiciones.
Sea como fuere, el desaseo legal con que se llevaron a cabo las aprehensiones, la patente desconfianza y descoordinación entre los poderes los ejecutivos michoacano y federal, así como la sospechosa oportunidad política y electoral de una operación policial-militar de la magnitud de la que se realizó el martes pasado en diversas ciudades de aquella entidad, constituyen otros tantos puntos débiles de la estrategia en curso contra la delincuencia organizada y, en esa medida, pueden terminar por lograr un efecto contrario al deseado: erosionar aún más la autoridad del Estado y abrir nuevos espacios para el desarrollo y el avance de los grupos criminales.
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