El Diario de Juárez y la impunidad
Adolfo Sánchez Rebolledo
La respuesta del gobierno federal a El Diario de Juárez es inaudita: en lugar de recoger el guante para apoyar a los periodistas acosados por la delincuencia, el vocero oficial prefirió el regaño fácil, la apresurada descalificación de una voz autorizada que reclama con desesperación menos discursos y más efectividad. En pocas palabras: la autoridad no se hizo cargo de la gravedad del asunto y lo trasladó, una vez más, al esquema que le permite asegurar que el Estado está ganando la guerra a la delincuencia organizada. Al gobierno no le preocupa tanto que El Diario “pacte” una supuesta tregua informativa con los asesinos de los dos reporteros que han caído en los dos últimos años, sino la caracterización de la situación que se vive en ese estado fronterizo. Le resulta intolerable que se diga que “ustedes (la delincuencia) son, en estos momentos, las autoridades de facto en esta ciudad, porque los mandos instituidos legalmente no han podido hacer nada para impedir que nuestros compañeros sigan cayendo, a pesar de que reiteradamente se los hemos exigido”. Y menos admisible le resulta al gobierno esta descarnada opinión: “la historia es bien conocida: el primer mandatario, para conseguir la legitimación que no obtuvo en las urnas, se metió –sin una estrategia adecuada– a una guerra contra el crimen organizado sin conocer además las dimensiones del enemigo ni de las consecuencias que esta confrontación podría traer al país… En ese contexto, los periodistas también fueron arrastrados a esta lucha sin control (… pues) nunca recibieron de su gobierno los ‘mecanismos de protección especial’ que subrayó como indispensables”. Como era previsible, el debate se ha centrado en el tema de la libertad de expresión, asunto vital si los hay. Pero no se trata sólo de un episodio entre otros importantes de la secular lucha por garantizar ese derecho. En rigor, para comprender mejor las razones de la valiente denuncia de El Diario, convendría recordar que estamos ante una situación límite originada en una terrible historia que, podría decirse, condiciona, determina desde hace años, la vida toda en esa región.
En la ciudad ya no hay zonas seguras (para hallarlas hay que cruzar la frontera), aunque la violencia radica y se multiplica en los barrios marginales donde años de marginación han forjado una sociedad gelatinosa, fragmentada, sin horizontes. Allí se reclutan y adiestran los “halcones”, los pandilleros-soldados de las bandas, implacable poder reinante en buena parte de la frontera: es la base “sociológica” sobre la cual se alza el imperio de la violencia que se extiende copando los cuerpos de seguridad, la justicia. Los ciudadanos de esta urbe (y otras regiones del norte) llevan años sufriendo las consecuencias de ese crecimiento exponencial del delito asociado al control de su territorio como puerta de paso hacia el gran mercado de las drogas: en Juárez se despliega el fenómeno ominoso de los feminicidios que escandalizan al mundo pero no iluminan a las autoridades, siempre lentas, descuidadas, insensibles y, al final, solapadoras. Y no fue por falta de avisos oportunos. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos declaró en un amplio informe de 2002 que “desde 1993 las mujeres que viven en Ciudad Juárez tienen miedo”, subrayando “el aumento del delito” impulsado por “el crimen organizado y el narcotráfico”. Si algo se hizo para impedir la pérdida de cohesión social es obvio que no tuvo éxito, como se demuestra con la reiteración de las finalidades contenidas en el Plan Todos somos Juárez, que busca disminuir la violencia atendiendo a los jóvenes como punto de partida de la recomposición social. Pero la criminalidad no baja. En una nota reciente, El Diario de Juárez informa que “tan sólo en esta frontera, de 2 mil 236 asesinatos que se han cometido en lo que va de 2010, sólo ha judicializado 67, apenas 3 por ciento de los casos, y no todos han sido resueltos ni sentenciados”.
Este fracaso se explica por el distanciamiento del Estado respecto de la población y sus problemas. Se trata de una crisis real, pues la impunidad se sustenta en una larga historia de complicidades políticas amparadas por la corrupción y, si hemos de creer al general Carrillo Olea, colaborador de este diario, por el desmantelamiento en los años 90 de los aparatos de inteligencia, concomitante, añado, con la caída brutal de la economía y la expansión de las migraciones hacia el norte. Ese es el tema de fondo que acompaña y limita el curso de la guerra cotidiana contra los cárteles, la razón por la cual se pervierten otras formas de actuación de la justicia en general y se tambalean los supuestos estratégicos que animan a las autoridades.
El gobierno federal y las autoridades estatales y municipales siguen sumergidos en la falta de transparencia y la desinformación. La respuesta oficial a El Diario de Juárez se resiste a reconocer los hechos, menos aún a comprender el estado de ánimo de las víctimas. Pero ya son demasiados los casos de interpretación errónea como para considerarlos simples accidentes en un terreno escarpado: es la ceguera derivada del subjetivismo, la confusión entre interpretación y propaganda. De nuevo, la soledad del poder frente a la sociedad civil.
En la ciudad ya no hay zonas seguras (para hallarlas hay que cruzar la frontera), aunque la violencia radica y se multiplica en los barrios marginales donde años de marginación han forjado una sociedad gelatinosa, fragmentada, sin horizontes. Allí se reclutan y adiestran los “halcones”, los pandilleros-soldados de las bandas, implacable poder reinante en buena parte de la frontera: es la base “sociológica” sobre la cual se alza el imperio de la violencia que se extiende copando los cuerpos de seguridad, la justicia. Los ciudadanos de esta urbe (y otras regiones del norte) llevan años sufriendo las consecuencias de ese crecimiento exponencial del delito asociado al control de su territorio como puerta de paso hacia el gran mercado de las drogas: en Juárez se despliega el fenómeno ominoso de los feminicidios que escandalizan al mundo pero no iluminan a las autoridades, siempre lentas, descuidadas, insensibles y, al final, solapadoras. Y no fue por falta de avisos oportunos. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos declaró en un amplio informe de 2002 que “desde 1993 las mujeres que viven en Ciudad Juárez tienen miedo”, subrayando “el aumento del delito” impulsado por “el crimen organizado y el narcotráfico”. Si algo se hizo para impedir la pérdida de cohesión social es obvio que no tuvo éxito, como se demuestra con la reiteración de las finalidades contenidas en el Plan Todos somos Juárez, que busca disminuir la violencia atendiendo a los jóvenes como punto de partida de la recomposición social. Pero la criminalidad no baja. En una nota reciente, El Diario de Juárez informa que “tan sólo en esta frontera, de 2 mil 236 asesinatos que se han cometido en lo que va de 2010, sólo ha judicializado 67, apenas 3 por ciento de los casos, y no todos han sido resueltos ni sentenciados”.
Este fracaso se explica por el distanciamiento del Estado respecto de la población y sus problemas. Se trata de una crisis real, pues la impunidad se sustenta en una larga historia de complicidades políticas amparadas por la corrupción y, si hemos de creer al general Carrillo Olea, colaborador de este diario, por el desmantelamiento en los años 90 de los aparatos de inteligencia, concomitante, añado, con la caída brutal de la economía y la expansión de las migraciones hacia el norte. Ese es el tema de fondo que acompaña y limita el curso de la guerra cotidiana contra los cárteles, la razón por la cual se pervierten otras formas de actuación de la justicia en general y se tambalean los supuestos estratégicos que animan a las autoridades.
El gobierno federal y las autoridades estatales y municipales siguen sumergidos en la falta de transparencia y la desinformación. La respuesta oficial a El Diario de Juárez se resiste a reconocer los hechos, menos aún a comprender el estado de ánimo de las víctimas. Pero ya son demasiados los casos de interpretación errónea como para considerarlos simples accidentes en un terreno escarpado: es la ceguera derivada del subjetivismo, la confusión entre interpretación y propaganda. De nuevo, la soledad del poder frente a la sociedad civil.
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