Carlos, los animales y la izquierda
Marta Lamas
MÉXICO, D.F., 1 de julio.- Carlos Monsiváis pensó, escribió y actuó con una pasión ética a lo largo de toda su vida. Estos días hemos escuchado a diversas personas alabar su congruencia vital, hacerle justicia a su extraordinaria escritura, destacar su talento político, recordar su desbordante interés por cuanto le rodeaba, y reconocer su papel fundamental de aliado principalísimo y crítico de diversos movimientos sociales.
Uno de esos movimientos fue el feminista, al que acompañó desde su segunda ola a principios de los setenta. Carlos fue un aliado clave. No sólo escribió sobre él, también apoyó de forma eficaz las diversas luchas de las feministas. Pero hoy no voy a hablar de feminismo, sino de otra causa, tal vez la más perdida, de Monsiváis: su lucha en contra de la crueldad hacia los animales. Él no toleraba la injusticia de ningún tipo y consideraba que uno de los rostros más aberrantes de la violencia era el despiadado encarnizamiento contra los animales.
Lo obsesionaba una pregunta: ¿cuál debe ser una relación ética y justa con los animales? Me regaló incluso el libro Las vidas de los animales, de J.M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura, donde este escritor sudafricano presenta en toda su complejidad un debate absolutamente conmovedor sobre el vegetarianismo ético. Esa era su postura: no se quedaba en un repudio intelectual a la crueldad, sino que la ponía en práctica hasta sus últimas consecuencias. Para él, el acto de mayor barbarie era criar animales para torturarlos públicamente, como en las corridas de toros y en los circos.
Adorador de los gatos, Carlos compadecía a todos los animales vejados, hambrientos o abandonados que encontraba en la calle. En alguna ocasión que fuimos a comer nos sorprendió al pedir un bistec para luego salir y ofrecérselo al perro que estaba en la entrada de la fonda.
Nuestra pasión compartida por los gatos (que se llama elurofilia) adquirió en Carlos dimensiones patológicas. Sus gatos eran sus amos, lo manipulaban, le destrozaban todo, le impedían dormir sin interrupciones, pero su goce elurofílico cancelaba cualquier racionalidad. Esa locura gatuna nos unía y teníamos largas charlas sobre nuestros felinos que, con frecuencia, derivaban al doloroso tema de las emociones de los animales. Él afirmaba: “Los animales tienen sentimientos y sienten dolor, alegría, amor y tristeza, como nosotros”. Y a continuación se preguntaba, y me preguntaba: “¿Qué vamos a hacer para que no los lastimen?”
Me pasaba libros, y revisábamos los argumentos que lo convencían o que lo ponían a pensar. Discutimos mucho sobre Peter Singer. Le gustó que éste bioético cuestionara la premisa de que sólo los miembros de nuestra especie merecen mayor protección que cualquier otro animal. Criticaba, igual que Singer, el postulado judeocristiano que dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y le otorgó el dominio sobre todos los animales. Consideraba que tal supuesto religioso tenía poca validez ética y le atraía la propuesta de tratar de establecer los límites de la distinción entre mamíferos humanos y no humanos.
Quería involucrarse más en las asociaciones de lucha por los derechos de los animales, pero no coincidía con la actitud de algunos grupos que abogan sólo por el respeto humanitario hacia los animales, sin interesarse por la desigualdad entre los seres humanos. No aceptaba que la izquierda optara sólo por defender derechos humanos y olvidara los de los animales. No hacía concesiones: hay que comportarnos como seres humanos verdaderamente humanitarios y no violentos en todos los ámbitos de la vida, pues limitarnos sólo a uno favorece la permanencia de la violencia.
Ahora que México enfrenta retos inquietantes y que la partida de Carlos nos deja desoladas a muchísimas personas, me agarro de lo que propuso Elena Poniatowska cuando se preguntó, hablando por todos nosotros: “¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi?” Ella decía, palabras más palabras menos, que lo que debíamos hacer era retomar sus causas y seguir luchando.
En la conferencia que dio en la UACM por sus 70 años, Carlos retomó el poema “1936” de Luis Cernuda y concluyó: “Lo que explica las causas perdidas es la certeza del valor inmanente de las exigencias de justicia y de las batallas para alcanzarla”.
En este momento en que nuestro país necesita más que nunca la lucidez, la radicalidad y el compromiso social de Monsiváis, espero que esta causa suya sea continuada por Chaneca Maldonado y otras valientes defensoras que lo hacen desde hace años, y que son, como dijo Cernuda: “testigos irrefutables de toda la nobleza humana”. Y ojalá que quienes encuentran en Carlos Monsiváis una guía ético-política de cómo dar esas batallas, de cómo ser mejores seres humanos y así sanar a nuestro maltrecho México, sientan la responsabilidad de incorporar esta causa, tan querida por él y lamentablemente tan olvidada por la izquierda. l
Texto leído el lunes 21 de junio en el homenaje del Gobierno del DF a Monsiváis.
MÉXICO, D.F., 1 de julio.- Carlos Monsiváis pensó, escribió y actuó con una pasión ética a lo largo de toda su vida. Estos días hemos escuchado a diversas personas alabar su congruencia vital, hacerle justicia a su extraordinaria escritura, destacar su talento político, recordar su desbordante interés por cuanto le rodeaba, y reconocer su papel fundamental de aliado principalísimo y crítico de diversos movimientos sociales.
Uno de esos movimientos fue el feminista, al que acompañó desde su segunda ola a principios de los setenta. Carlos fue un aliado clave. No sólo escribió sobre él, también apoyó de forma eficaz las diversas luchas de las feministas. Pero hoy no voy a hablar de feminismo, sino de otra causa, tal vez la más perdida, de Monsiváis: su lucha en contra de la crueldad hacia los animales. Él no toleraba la injusticia de ningún tipo y consideraba que uno de los rostros más aberrantes de la violencia era el despiadado encarnizamiento contra los animales.
Lo obsesionaba una pregunta: ¿cuál debe ser una relación ética y justa con los animales? Me regaló incluso el libro Las vidas de los animales, de J.M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura, donde este escritor sudafricano presenta en toda su complejidad un debate absolutamente conmovedor sobre el vegetarianismo ético. Esa era su postura: no se quedaba en un repudio intelectual a la crueldad, sino que la ponía en práctica hasta sus últimas consecuencias. Para él, el acto de mayor barbarie era criar animales para torturarlos públicamente, como en las corridas de toros y en los circos.
Adorador de los gatos, Carlos compadecía a todos los animales vejados, hambrientos o abandonados que encontraba en la calle. En alguna ocasión que fuimos a comer nos sorprendió al pedir un bistec para luego salir y ofrecérselo al perro que estaba en la entrada de la fonda.
Nuestra pasión compartida por los gatos (que se llama elurofilia) adquirió en Carlos dimensiones patológicas. Sus gatos eran sus amos, lo manipulaban, le destrozaban todo, le impedían dormir sin interrupciones, pero su goce elurofílico cancelaba cualquier racionalidad. Esa locura gatuna nos unía y teníamos largas charlas sobre nuestros felinos que, con frecuencia, derivaban al doloroso tema de las emociones de los animales. Él afirmaba: “Los animales tienen sentimientos y sienten dolor, alegría, amor y tristeza, como nosotros”. Y a continuación se preguntaba, y me preguntaba: “¿Qué vamos a hacer para que no los lastimen?”
Me pasaba libros, y revisábamos los argumentos que lo convencían o que lo ponían a pensar. Discutimos mucho sobre Peter Singer. Le gustó que éste bioético cuestionara la premisa de que sólo los miembros de nuestra especie merecen mayor protección que cualquier otro animal. Criticaba, igual que Singer, el postulado judeocristiano que dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y le otorgó el dominio sobre todos los animales. Consideraba que tal supuesto religioso tenía poca validez ética y le atraía la propuesta de tratar de establecer los límites de la distinción entre mamíferos humanos y no humanos.
Quería involucrarse más en las asociaciones de lucha por los derechos de los animales, pero no coincidía con la actitud de algunos grupos que abogan sólo por el respeto humanitario hacia los animales, sin interesarse por la desigualdad entre los seres humanos. No aceptaba que la izquierda optara sólo por defender derechos humanos y olvidara los de los animales. No hacía concesiones: hay que comportarnos como seres humanos verdaderamente humanitarios y no violentos en todos los ámbitos de la vida, pues limitarnos sólo a uno favorece la permanencia de la violencia.
Ahora que México enfrenta retos inquietantes y que la partida de Carlos nos deja desoladas a muchísimas personas, me agarro de lo que propuso Elena Poniatowska cuando se preguntó, hablando por todos nosotros: “¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi?” Ella decía, palabras más palabras menos, que lo que debíamos hacer era retomar sus causas y seguir luchando.
En la conferencia que dio en la UACM por sus 70 años, Carlos retomó el poema “1936” de Luis Cernuda y concluyó: “Lo que explica las causas perdidas es la certeza del valor inmanente de las exigencias de justicia y de las batallas para alcanzarla”.
En este momento en que nuestro país necesita más que nunca la lucidez, la radicalidad y el compromiso social de Monsiváis, espero que esta causa suya sea continuada por Chaneca Maldonado y otras valientes defensoras que lo hacen desde hace años, y que son, como dijo Cernuda: “testigos irrefutables de toda la nobleza humana”. Y ojalá que quienes encuentran en Carlos Monsiváis una guía ético-política de cómo dar esas batallas, de cómo ser mejores seres humanos y así sanar a nuestro maltrecho México, sientan la responsabilidad de incorporar esta causa, tan querida por él y lamentablemente tan olvidada por la izquierda. l
Texto leído el lunes 21 de junio en el homenaje del Gobierno del DF a Monsiváis.
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