PRD: La ruptura anunciada (primera parte)
Hace apenas unos años sus triunfos electorales sorprendieron al mundo y marcaron una ruta que, luego, en tropel habría de seguir América Latina. Una izquierda heterogénea –donde se podían encontrar desde ex guerrilleros hasta ex priistas– había logrado establecer, por fin, un diálogo efectivo con la ciudadanía, al grado de obtener su aval en las urnas y romper la inercia típica de la izquierda contestaria esa que vivía, de fractura en fractura, orgullosa de sus derrotas.
Daba así el PRD cabida a la esperanza, tantas veces traicionada, de una gran capa de la población harta de los abusos del régimen autoritario y después –una vez que perdió el PRI la Presidencia de la República– de la ineficiencia y corrupción en la que naufragara y con él las expectativas de millones de personas que le dieron su voto al gobierno panista de Vicente Fox.
Los golpes continuos desde el gobierno y su partido, la represión generalizada; la persecución y la cárcel, los asesinatos, los fraudes electorales sumados a las campañas de desprestigio emprendidas contra ella, con tenacidad criminal, desde los poderes fácticos no habían hecho más que fortalecer a esta izquierda.
Con sangre y marginación pagó su ascenso y este significó también –al darle espacio a la democracia– una alternativa para no buscar un cambio estructural derramando más sangre. Afirmó la izquierda electoral, desde ese momento, su vocación de paz y desde entonces –pese a lo que de ella se dice– no ha cesado de andar por esa vía.
Contra todo pronóstico se había impuesto, en las diversas corrientes que integraban esta izquierda, la unidad de principios y de acción y eso, poner al país por encima de sus diferencias, la condujo a la victoria electoral.
Un saludable y necesario viento fresco recorrió el país. Había por fin, eso pensábamos muchos, un alternativa real frente al modelo neoliberal que tenía y tiene aún a México postrado. El fiel de la balanza podría inclinarse así del lado de las grandes mayorías empobrecidas.
Primero Cuauhtémoc Cárdenas conquistó, en 1997, la capital, luego, en la elección del 2000 –aunque Cárdenas fue derrotado en la carrera presidencial– repitió en la Jefatura de Gobierno del DF Andrés Manuel López Obrador al tiempo que, en el Congreso, el PRD se alzaba como la segunda fuerza política.
Fox, desde la Presidencia, intentó destruir a López Obrador. Sus esfuerzos, pese a contar con todo el respaldo de la instituciones como la PGR e incluso la Corte y la complicidad del PRI, fracasaron. La batalla del desafuero fue librada y ganada –pacíficamente– por millones de ciudadanos. El camino a la Presidencia para el PRD parecía entonces muy corto.
Vino entonces el “haiga sido como haiga sido” y a la mala Felipe Calderón se sentó en la silla presidencial. Con sus 17 millones de votos en la alforja no pudo sin embargo el PRD defender su triunfo; los arrebatos retóricos al calor del mitin de plaza y los errores de apreciación producto de la soberbia –se sentían ya con el triunfo en las manos– impidieron ya desde la campaña electoral, marcada desde sus inicios por la ilegal intromisión del Ejecutivo federal y los poderes fácticos, que se reaccionara con inteligencia y eficacia.
Luego el día de la elección, al que se llegó con menos ventaja de la necesaria, operó la maquinaria del fraude; de alguna manera los medios se habían ya anticipado en esa dirección, Elba Esther hizo de las suyas y no hubo tampoco un aparato organizado para enfrentarla y entonces comenzó la debacle.
La prensa, la televisión, las buenas conciencias denunciaron a la naciente resistencia civil como intolerante y violenta y se lanzaron contra ella. Jamás un movimiento civil había sido víctima de una campaña tan consistente, virulenta y masiva. Una campaña de linchamiento que aun no cesa.
Defender la legitimidad se volvió sinónimo de un amargo radicalismo. Plantear las más que razonables dudas sobre la limpieza de los comicios, reconocidas inclusos por el tribunal electoral, sólo una muestra de demencia y fanatismo. Había que aceptar a pie juntillas –por el bien del país decían muchos– que Calderón y el PAN había triunfado y dar, sin más, carpetazo al asunto de la intromisión ilegal de Fox, la televisión, los barones del dinero y la alta jerarquía eclesiástica en los comicios.
En cualquier otra democracia las irregularidades evidentes en el proceso y la mínima diferencia entre uno y otro candidato hubiera provocado al menos el recuento voto por voto y quizás, incluso, la anulación de la elección. En vez de eso se consagró aquí la ilegalidad y se dio el tiro de gracia al proceso de transición a la democracia.
Capaz de la gigantesca hazaña de sobrevivir a la represión, y de la aún mayor hazaña de luchar unidos hasta el umbral mismo de la Presidencia de la República, no soportó el PRD –ninguna de sus corrientes– enfrentar unidos y con dignidad esa perdida que, hoy con sus sainetes, han terminado por convertir en derrota.
¿Por qué? ¿Cómo en la inminencia de la victoria se vino todo abajo? ¿Cómo han sido capaces los perredistas, en tan pocos años además, de dilapidar tan enorme capital político-social como el que tenían y fallar así a tantos millones de ciudadanos que confiaron en ellos? ¿Qué peso tienen en este proceso de descomposición la falta de integridad, la mezquindad, la traición a los principios que inspiraron la lucha y qué tanto el acoso, la presión desde el poder político y los poderes fácticos? ¿Se dio la izquierda electoral mexicana un tiro en la nuca o es sólo víctima de un asesinato perfecto?
http://elcancerberodeulises.blogspot.com
eibarra@milenio.com
Hace apenas unos años sus triunfos electorales sorprendieron al mundo y marcaron una ruta que, luego, en tropel habría de seguir América Latina. Una izquierda heterogénea –donde se podían encontrar desde ex guerrilleros hasta ex priistas– había logrado establecer, por fin, un diálogo efectivo con la ciudadanía, al grado de obtener su aval en las urnas y romper la inercia típica de la izquierda contestaria esa que vivía, de fractura en fractura, orgullosa de sus derrotas.
Daba así el PRD cabida a la esperanza, tantas veces traicionada, de una gran capa de la población harta de los abusos del régimen autoritario y después –una vez que perdió el PRI la Presidencia de la República– de la ineficiencia y corrupción en la que naufragara y con él las expectativas de millones de personas que le dieron su voto al gobierno panista de Vicente Fox.
Los golpes continuos desde el gobierno y su partido, la represión generalizada; la persecución y la cárcel, los asesinatos, los fraudes electorales sumados a las campañas de desprestigio emprendidas contra ella, con tenacidad criminal, desde los poderes fácticos no habían hecho más que fortalecer a esta izquierda.
Con sangre y marginación pagó su ascenso y este significó también –al darle espacio a la democracia– una alternativa para no buscar un cambio estructural derramando más sangre. Afirmó la izquierda electoral, desde ese momento, su vocación de paz y desde entonces –pese a lo que de ella se dice– no ha cesado de andar por esa vía.
Contra todo pronóstico se había impuesto, en las diversas corrientes que integraban esta izquierda, la unidad de principios y de acción y eso, poner al país por encima de sus diferencias, la condujo a la victoria electoral.
Un saludable y necesario viento fresco recorrió el país. Había por fin, eso pensábamos muchos, un alternativa real frente al modelo neoliberal que tenía y tiene aún a México postrado. El fiel de la balanza podría inclinarse así del lado de las grandes mayorías empobrecidas.
Primero Cuauhtémoc Cárdenas conquistó, en 1997, la capital, luego, en la elección del 2000 –aunque Cárdenas fue derrotado en la carrera presidencial– repitió en la Jefatura de Gobierno del DF Andrés Manuel López Obrador al tiempo que, en el Congreso, el PRD se alzaba como la segunda fuerza política.
Fox, desde la Presidencia, intentó destruir a López Obrador. Sus esfuerzos, pese a contar con todo el respaldo de la instituciones como la PGR e incluso la Corte y la complicidad del PRI, fracasaron. La batalla del desafuero fue librada y ganada –pacíficamente– por millones de ciudadanos. El camino a la Presidencia para el PRD parecía entonces muy corto.
Vino entonces el “haiga sido como haiga sido” y a la mala Felipe Calderón se sentó en la silla presidencial. Con sus 17 millones de votos en la alforja no pudo sin embargo el PRD defender su triunfo; los arrebatos retóricos al calor del mitin de plaza y los errores de apreciación producto de la soberbia –se sentían ya con el triunfo en las manos– impidieron ya desde la campaña electoral, marcada desde sus inicios por la ilegal intromisión del Ejecutivo federal y los poderes fácticos, que se reaccionara con inteligencia y eficacia.
Luego el día de la elección, al que se llegó con menos ventaja de la necesaria, operó la maquinaria del fraude; de alguna manera los medios se habían ya anticipado en esa dirección, Elba Esther hizo de las suyas y no hubo tampoco un aparato organizado para enfrentarla y entonces comenzó la debacle.
La prensa, la televisión, las buenas conciencias denunciaron a la naciente resistencia civil como intolerante y violenta y se lanzaron contra ella. Jamás un movimiento civil había sido víctima de una campaña tan consistente, virulenta y masiva. Una campaña de linchamiento que aun no cesa.
Defender la legitimidad se volvió sinónimo de un amargo radicalismo. Plantear las más que razonables dudas sobre la limpieza de los comicios, reconocidas inclusos por el tribunal electoral, sólo una muestra de demencia y fanatismo. Había que aceptar a pie juntillas –por el bien del país decían muchos– que Calderón y el PAN había triunfado y dar, sin más, carpetazo al asunto de la intromisión ilegal de Fox, la televisión, los barones del dinero y la alta jerarquía eclesiástica en los comicios.
En cualquier otra democracia las irregularidades evidentes en el proceso y la mínima diferencia entre uno y otro candidato hubiera provocado al menos el recuento voto por voto y quizás, incluso, la anulación de la elección. En vez de eso se consagró aquí la ilegalidad y se dio el tiro de gracia al proceso de transición a la democracia.
Capaz de la gigantesca hazaña de sobrevivir a la represión, y de la aún mayor hazaña de luchar unidos hasta el umbral mismo de la Presidencia de la República, no soportó el PRD –ninguna de sus corrientes– enfrentar unidos y con dignidad esa perdida que, hoy con sus sainetes, han terminado por convertir en derrota.
¿Por qué? ¿Cómo en la inminencia de la victoria se vino todo abajo? ¿Cómo han sido capaces los perredistas, en tan pocos años además, de dilapidar tan enorme capital político-social como el que tenían y fallar así a tantos millones de ciudadanos que confiaron en ellos? ¿Qué peso tienen en este proceso de descomposición la falta de integridad, la mezquindad, la traición a los principios que inspiraron la lucha y qué tanto el acoso, la presión desde el poder político y los poderes fácticos? ¿Se dio la izquierda electoral mexicana un tiro en la nuca o es sólo víctima de un asesinato perfecto?
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