7 oct 2008

Editorial de La Jornada

Pobreza, migración e insensibilidad


Fue necesario que la turbulencia financiera internacional se reflejara en el medio bursátil y en la cotización menguante del peso frente al dólar para que las autoridades federales empezaran a enterarse de la existencia de una crisis económica de gran calado que causa estragos entre la mayoría de la población desde hace más de un año, y que se ha expresado en aumentos indiscriminados a los precios de productos básicos y de gas, electricidad y combustibles. Después de muchos meses de actitudes frívolas e irresponsables de quienes tienen a su cargo el manejo económico nacional, ahora legisladores panistas y altos funcionarios de las secretarías de Hacienda y de Desarrollo Social comienzan a admitir algunos de los efectos negativos que la coyuntura tiene y tendrá en el grueso de la población mexicana.

La reticencia en reconocer la gravedad de la circunstancia sigue siendo, con todo, desoladora. Ayer, mientras la Bolsa Mexicana de Valores experimentaba una severísima caída, el titular de Desarrollo Social, Ernesto Cordero, en comparecencia ante senadores, se empecinaba en afirmar que la crisis estadunidense no “contamina” a México por “canales financieros”.

Por lo demás, las palabras del funcionario constituyen un ejemplo revelador de la insensibilidad y la falta de interés del gobierno actual ante las catástrofes sociales provocadas por el modelo económico aún vigente: aseguró que sólo seis por ciento de las familias mexicanas que padecen pobreza alimentaria reciben remesas del exterior, 60 por ciento de las cuales llegan a hogares considerados “no pobres”, y que “en el momento en que dejen de recibir estos recursos es probable que algunas de estas familias caigan en condiciones de pobreza”.

En realidad, lo que se ha dado en denominarse “pobreza alimentaria” es la miseria tipificada por la insuficiencia del ingreso total para cubrir los requisitos mínimos de alimentación. Por encima de ese rubro, que bien puede llamarse hambre a secas, existen otros niveles de carencia –según estableció el Comité Técnico para la Medición de la Pobreza de la propia Sedeso–, catalogados de pobreza “de capacidades” y “de patrimonio”.

En esta lógica, lo dicho ayer por Cordero significa que miles de hogares mexicanos pasarán de dicha condición al hambre, debido a la reducción de los envíos de dinero por connacionales que trabajan en Estados Unidos. Para decirlo sin eufemismos, se anuncia un nuevo incremento de la pobreza extrema, adicional a la padecida por el país en lo que va de la presente administración (de 14.4 millones a 19 millones de personas, de acuerdo con La Jornada el pasado 31 de agosto).

Por otra parte, desde sexenios anteriores, las autoridades federales han empezado a hablar con naturalidad, y hasta con cinismo, de las remesas de los trabajadores mexicanos en el país vecino, como si la emigración y sus fenómenos no fueran una consecuencia nefasta de la política económica aplicada por el propio gobierno. En el actual se da ya por sentado que esos envíos, que han llegado a conformar la segunda fuente de divisas del país —sólo por debajo de las exportaciones petroleras y muy por encima de la inversión extranjera— son un componente ordinario de los flujos monetarios y la economía; se omite, así, el hecho de que son un producto indirecto del desempleo, la marginación y la desigualdad en que se ha sumido a la población durante décadas de neoliberalismo. Sólo en esa concepción deshumanizada y alejada del país puede entenderse que un funcionario formalmente encargado de combatir el atraso social y la pobreza, en vez de plantear acciones para reducir las circunstancias que llevan a cientos de miles de connacionales a emprender un viaje doloroso, peligroso e incierto, se lamente ante la perspectiva de que quienes se han visto obligados a realizarlo van a enviar, debido a la crisis estadunidense, menos dinero.




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