Vacío en el Estado
Seguramente atribulados por la penuria de espacio para desplegar su pensamiento, Manuel Bartlett, José Carreño Carlón y Francisco Suárez Dávila se las arreglaron el jueves 11 para lanzar su alerta y trazar un panorama ominoso para el país. “Crisis ignorada, Estado fracasado”, intitula Carreño su nota, mientras que Bartlett la llama “Estado fallido”. Suárez Dávila se pregunta: “México, ¿aprobatorio o deficiente?, pero en la duda no se abstiene: “El Estado efectivo resuelve problemas; en el fallido se amplifican” (El Universal, 11/09/09, A6, A17).
La persecución mediática contra el supuesto “golpismo” del PRD y Porfirio Muñoz Ledo debía encontrar en estas entregas de distinguidos políticos y ex funcionarios priístas el más riguroso y contundente mentís. Lo que Muñoz Ledo y sus compañeros del FAP inventen o postulen, no hace ni una tormenta tropical frente a los diagnósticos angustiados de Bartlett, Carreño y Suárez. Lo que sí coadyuva al viaje al despeñadero es la feria de infundios y acusaciones histéricas desplegadas contra el coordinador del FAP, quien con toda razón nos habla este viernes de una “yunqueinquisición” en su contra. Fallidas como puede llegar a ser el Estado en su conjunto, si llevamos a sus últimas consecuencias las elucubraciones Bartlett et., al., no por ello estas campañas son menos corrosivas del ambiente público creado a partir de la explosión de angustia y catarsis de los concilios y marchas por la seguridad y la paz de las últimas semanas.
Lo planteado arriba merece una discusión y una meditación prontas pero pausadas. Las advertencias son eso, pero una vez emitidas corren la suerte de todo mensaje y cada quien puede sacar las conclusiones del caso. Los que no deberían tener tregua son los partidos, los medios y los dignatarios de la empresa, cuyas consideraciones viven hoy y gozan de la opacidad más impune. Lo que debería seguir es una deliberación a fondo sobre el rumbo del Estado, para de ahí extraer lineamientos de política y acción inmediata que abrieran la puerta a una meditación comprometida con la reforma estatal, cuya médula sigue en el extravío del discurso y la acción del gobierno, pero en buena medida también de la oposición.
Si nos acercamos o no al fin de una época estatal, o si vivimos ya en una suerte de “no edad” y de “no Estado”, es difícil precisarlo. Lo que no admite demasiadas dudas, mucho menos a un Hamlet vernáculo, es la ineficacia progresiva en que ha incurrido el gobierno, presa además de unas obsesiones elementales que sus propios ejercicios demoscópicos, las encuestas pues, les retroalimentan. Ni en discurso ni en “acción ejecutiva”, para estar a la altura de la serie preferida de varios de los triunfadores, The West Wing, puede Calderón reclamar un reconocimiento que vaya más allá de un cansino beneficio de la duda que hoy le niegan algunos de sus más belicosos patrocinadores. Los entripados de la seguridad o los despropósitos de la vicepresidencia hacendaria deberían ser prueba eficiente para sostener esta profunda proposición: o el gobierno no da una, o nada le sale bien.
Confundir el presupuesto con un listado de malas y amenazantes ocurrencias; o convertir al Presidente en vocero cotidiano de sus propios “partes de guerra” sobre la gran batalla contra el mal, es un lujo que México no debía darse y que los diputados tal vez podrían enmendar si se liberan del yugo de sus gobers y se atreven a reclamar a sus colegas y desde luego al Ejecutivo, un mínimo de responsabilidad republicana. Los sacrificios a que ha convocado este viernes Calderón, y que apuntan nada menos que a la agricultura, la infraestructura y la educación superior, para dizque justificar los enormes aumentos a los gastos para la seguridad pública, no deberían admitirse y mucho menos justificarse en el chalaneo que viene en comisiones y el pleno de la Cámara, donde no pocos legisladores buscarán quedar bien con sus guías políticos y sus respectivos grupos de interés.
Dar el banderazo a una toma de conciencia política e institucional, centrada en el Congreso y al calor de las deliberaciones sobre el presupuesto y los impuestos, podría ser, tal vez, la última llamada para salir al paso de las proyecciones y profecías sobre el Estado de desastre, última fase del Estado vacío, de que nos han hablado los colegas de El Universal. Pero incluso para empezar, es obligatorio asumir, a pesar de los y nuestros pesares, que no vivimos ni podemos vivir los tiempos propicios de una política y una democracia “normales”. Que lo que nos queda, esperemos, son jornadas difíciles cuando no terribles de “política constitucional” para la que no parecemos estar listos ni bien dispuestos.
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