Jesús Ortega y la claudicación del PRD
Miguel Ángel Granados Chapa
MÉXICO, D.F., 16 de agosto.- Al estilo de la señorita pueblerina que accede a bailar en una fiesta pero pide hacerlo “despacito, porque estoy de luto”, Jesús Ortega saludó de mano al presidente Felipe Calderón pero no lo vio a los ojos. Entornándolos, huidizos, el dirigente nacional del PRD faltó de ese modo a la resolución del X Congreso del PRD, celebrado hace tres años, en agosto de 2007, que ordena no reconocer bajo ninguna circunstancia a Calderón como presidente ni entablar negociación o diálogo con él.
Con su equívoca, sinuosa actitud ante Calderón, parecería que Ortega cumplía un acuerdo no divulgado con César Nava, con quien pactó las alianzas para el 4 de julio pasado. Y consumaba la posición de Nueva Izquierda, que desde siempre se opuso a que el partido ratificara la decisión de la Convención Nacional Democrática, que el 20 de noviembre de 2006 consideró a Andrés Manuel López Obrador presidente legítimo de México, y espurio a Calderón. La resolución del congreso perredista no utilizó esas palabras, pero fue asumida claramente en el mismo sentido.
Automáticamente, sin tener que decirlo, la resolución exceptuó a los gobernantes perredistas de no dialogar ni negociar con Calderón. Se entendió que sus responsabilidades institucionales, el hecho de ejercer funciones que comprenden a toda una entidad, los ponían al margen de la obligación de desconocer al presidente y, al contrario, se admitió como prudencia política su aproximación al Ejecutivo federal. Así lo hicieron, unos con mayor entusiasmo que otros, Amalia García, de Zacatecas; Narciso Agúndez, de Baja California Sur; Leonel Godoy, de Michoacán; Zeferino Torreblanca, de Guerrero, y Juan Sabines, de Chiapas. Aunque expuso que no se tomaría nunca la foto con Calderón, y perseveró en ese propósito, Marcelo Ebrard estaba obligado constitucional y legalmente a abordar con el presidente las designaciones del procurador de justicia y del secretario de Seguridad Pública.
Al paso de los años, la excepción cubrió también a quienes desde el Congreso, en ejercicio de responsabilidades constitucionales, debían tratar con el Ejecutivo. Ese fue el caso de Ruth Zavaleta y de Carlos Navarrete, cada uno de los cuales fue presidente de las cámaras, de diputados y de senadores.
Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Al acudir a la invitación presidencial a dialogar sobre seguridad, Ortega faltó de modo flagrante (a pesar de su renuencia facial) a un acuerdo de congreso del partido que encabeza. Se puede disentir y aun mofarse, dentro del PRD, de esa decisión, pero está firme y tiene tal vigencia que Alejandro Encinas (que disputó con Ortega la presidencia del partido) se amparó en ella para abstenerse de acudir a la misma reunión en que Ortega, llegando tarde, hizo más visible su saludo al presidente.
La situación del PRD y del Dia, la alianza a la que pertenece, así como la posición del principal perredista, que todavía lo es López Obrador, constituyen el marco de la actitud de Ortega, que puede costarle el cargo al que llegó tan trabajosamente y con los auspicios del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, y, lo que es peor, la pérdida del papel rector de la izquierda que el PRD ha llegado a tener. Y aun de su existencia misma.
Ortega vive una posición paradójica. Si bien su apuesta por las alianzas con el PAN resultó en general exitosa, tuvo un costo alto, por la resistencia que aun en los sectores moderados de su partido suscita el acercamiento político con la derecha explícita. A pesar de esa renuencia, el proceso electoral dejó fortalecido a Ortega. Pero ha ido quedándose solo, y su fuerza en los órganos de dirección partidarios tiende sistemáticamente a disminuir. Sería exagerado decir que Nueva Izquierda ha quedado desmantelada, pero no lo es afirmar que ha sufrido mermas considerables. La fuerza de esa corriente en el Distrito Federal ha girado en la última década en torno del senador René Arce y su hermano el diputado Víctor Círigo, que abandonaron a “los Chuchos”. También en el entorno cercano a Ortega se han producido bajas. Renunció a Nueva Izquierda el senador colimense Carlos Sotelo, y el presidente de la mesa directiva del Senado, Carlos Navarrete, se propone festejar ruidosamente la conclusión de su cargo en Xicoténcatl para mostrarse equiparado, ya no sometido a Ortega, y aun con mayores posibilidades que él para encabezar los restos de Nueva Izquierda o para aspirar a candidaturas de alto nivel.
Aunque fue presidente del partido –en los momentos en que Ortega adquirió el control del aparato perredista–, López Obrador es cada vez menos perredista. Cuenta mucho más con el PT para la promoción de su movimiento que con el PRD, del que no se ha marchado explícitamente en espera de las decisiones del año próximo. Ostensiblemente no ha querido militar en el partido encabezado por Ortega, al punto de que un día de estos los perredistas tendrán que optar por mantener a Ortega en el mando partidario o establecer condiciones que favorezcan la reaproximación de López Obrador. Ortega no se atrevió a enjuiciar con miras a su expulsión al excandidato presidencial, por su apoyo a un partido distinto al suyo, que en varios casos, como el paradigmático de Iztapalapa, contendió contra él. Pero Ortega ha desnudado su oposición a López Obrador. En el acto mismo en que reconoció a Calderón, en el campo Marte pronunció palabras que cuadran a muchas personas pero que en sus labios y en el contexto en que las dijo parecían destinadas a López Obrador, uno de los “fatuos e insolentes que hablan a nombre del pueblo”, pues esa es la imagen que Nueva Izquierda tiene de su todavía compañero de partido.
La decisión de rehacer el padrón perredista está mostrando la división o la escualidez del PRD. Sea por deficiencias técnicas, sea porque la militancia está decepcionada, la reinscripción camina lentamente, si es que camina. Una hipótesis contraria a Ortega es que los perredistas refrendarán su participación en el partido una vez que el líder nacional haya dejado de serlo, por lo cual las corrientes que se avinieron a aceptarlo como dirigente pese a las vicisitudes de su elección pretenderán forzarlo a retirarse cuanto antes, antes de diciembre como estaba pactado y, desde luego, antes de marzo en que se cumplen tres años de su discutida elección.
MÉXICO, D.F., 16 de agosto.- Al estilo de la señorita pueblerina que accede a bailar en una fiesta pero pide hacerlo “despacito, porque estoy de luto”, Jesús Ortega saludó de mano al presidente Felipe Calderón pero no lo vio a los ojos. Entornándolos, huidizos, el dirigente nacional del PRD faltó de ese modo a la resolución del X Congreso del PRD, celebrado hace tres años, en agosto de 2007, que ordena no reconocer bajo ninguna circunstancia a Calderón como presidente ni entablar negociación o diálogo con él.
Con su equívoca, sinuosa actitud ante Calderón, parecería que Ortega cumplía un acuerdo no divulgado con César Nava, con quien pactó las alianzas para el 4 de julio pasado. Y consumaba la posición de Nueva Izquierda, que desde siempre se opuso a que el partido ratificara la decisión de la Convención Nacional Democrática, que el 20 de noviembre de 2006 consideró a Andrés Manuel López Obrador presidente legítimo de México, y espurio a Calderón. La resolución del congreso perredista no utilizó esas palabras, pero fue asumida claramente en el mismo sentido.
Automáticamente, sin tener que decirlo, la resolución exceptuó a los gobernantes perredistas de no dialogar ni negociar con Calderón. Se entendió que sus responsabilidades institucionales, el hecho de ejercer funciones que comprenden a toda una entidad, los ponían al margen de la obligación de desconocer al presidente y, al contrario, se admitió como prudencia política su aproximación al Ejecutivo federal. Así lo hicieron, unos con mayor entusiasmo que otros, Amalia García, de Zacatecas; Narciso Agúndez, de Baja California Sur; Leonel Godoy, de Michoacán; Zeferino Torreblanca, de Guerrero, y Juan Sabines, de Chiapas. Aunque expuso que no se tomaría nunca la foto con Calderón, y perseveró en ese propósito, Marcelo Ebrard estaba obligado constitucional y legalmente a abordar con el presidente las designaciones del procurador de justicia y del secretario de Seguridad Pública.
Al paso de los años, la excepción cubrió también a quienes desde el Congreso, en ejercicio de responsabilidades constitucionales, debían tratar con el Ejecutivo. Ese fue el caso de Ruth Zavaleta y de Carlos Navarrete, cada uno de los cuales fue presidente de las cámaras, de diputados y de senadores.
Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Al acudir a la invitación presidencial a dialogar sobre seguridad, Ortega faltó de modo flagrante (a pesar de su renuencia facial) a un acuerdo de congreso del partido que encabeza. Se puede disentir y aun mofarse, dentro del PRD, de esa decisión, pero está firme y tiene tal vigencia que Alejandro Encinas (que disputó con Ortega la presidencia del partido) se amparó en ella para abstenerse de acudir a la misma reunión en que Ortega, llegando tarde, hizo más visible su saludo al presidente.
La situación del PRD y del Dia, la alianza a la que pertenece, así como la posición del principal perredista, que todavía lo es López Obrador, constituyen el marco de la actitud de Ortega, que puede costarle el cargo al que llegó tan trabajosamente y con los auspicios del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, y, lo que es peor, la pérdida del papel rector de la izquierda que el PRD ha llegado a tener. Y aun de su existencia misma.
Ortega vive una posición paradójica. Si bien su apuesta por las alianzas con el PAN resultó en general exitosa, tuvo un costo alto, por la resistencia que aun en los sectores moderados de su partido suscita el acercamiento político con la derecha explícita. A pesar de esa renuencia, el proceso electoral dejó fortalecido a Ortega. Pero ha ido quedándose solo, y su fuerza en los órganos de dirección partidarios tiende sistemáticamente a disminuir. Sería exagerado decir que Nueva Izquierda ha quedado desmantelada, pero no lo es afirmar que ha sufrido mermas considerables. La fuerza de esa corriente en el Distrito Federal ha girado en la última década en torno del senador René Arce y su hermano el diputado Víctor Círigo, que abandonaron a “los Chuchos”. También en el entorno cercano a Ortega se han producido bajas. Renunció a Nueva Izquierda el senador colimense Carlos Sotelo, y el presidente de la mesa directiva del Senado, Carlos Navarrete, se propone festejar ruidosamente la conclusión de su cargo en Xicoténcatl para mostrarse equiparado, ya no sometido a Ortega, y aun con mayores posibilidades que él para encabezar los restos de Nueva Izquierda o para aspirar a candidaturas de alto nivel.
Aunque fue presidente del partido –en los momentos en que Ortega adquirió el control del aparato perredista–, López Obrador es cada vez menos perredista. Cuenta mucho más con el PT para la promoción de su movimiento que con el PRD, del que no se ha marchado explícitamente en espera de las decisiones del año próximo. Ostensiblemente no ha querido militar en el partido encabezado por Ortega, al punto de que un día de estos los perredistas tendrán que optar por mantener a Ortega en el mando partidario o establecer condiciones que favorezcan la reaproximación de López Obrador. Ortega no se atrevió a enjuiciar con miras a su expulsión al excandidato presidencial, por su apoyo a un partido distinto al suyo, que en varios casos, como el paradigmático de Iztapalapa, contendió contra él. Pero Ortega ha desnudado su oposición a López Obrador. En el acto mismo en que reconoció a Calderón, en el campo Marte pronunció palabras que cuadran a muchas personas pero que en sus labios y en el contexto en que las dijo parecían destinadas a López Obrador, uno de los “fatuos e insolentes que hablan a nombre del pueblo”, pues esa es la imagen que Nueva Izquierda tiene de su todavía compañero de partido.
La decisión de rehacer el padrón perredista está mostrando la división o la escualidez del PRD. Sea por deficiencias técnicas, sea porque la militancia está decepcionada, la reinscripción camina lentamente, si es que camina. Una hipótesis contraria a Ortega es que los perredistas refrendarán su participación en el partido una vez que el líder nacional haya dejado de serlo, por lo cual las corrientes que se avinieron a aceptarlo como dirigente pese a las vicisitudes de su elección pretenderán forzarlo a retirarse cuanto antes, antes de diciembre como estaba pactado y, desde luego, antes de marzo en que se cumplen tres años de su discutida elección.
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