El nuevo peligro para México
John M. Ackerman
La guerra sucia rumbo a las elecciones presidenciales de 2012 ha iniciado ya y las autoridades federales una vez más demuestran su tibieza y parcialidad a la hora de imponer el estado de derecho. Van ocho días desde la abierta e ilegal intervención de la Iglesia católica en la esfera política-electoral y tanto el Instituto Federal Electoral (IFE) como la Secretaría de Gobernación (SG) se han hecho de la vista gorda, limitándose a emitir escuetos pronunciamientos burocráticos que no les comprometen a nada. La Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (Fepade) también se ha quedado inmóvil. Tal como ocurrió en la antesala de las elecciones de 2006, hoy de nuevo se confirma que los poderes fácticos, y no las instituciones democráticas, son los que realmente mandan en el país.
La ley no deja lugar a dudas. El artículo 130 de la Constitución explícitamente señala que los ministros de culto no podrán “realizar proselitismo en favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna”. El artículo 353 del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) prohíbe a las iglesias “la inducción a la abstención, a votar por un candidato o partido político, o a no hacerlo por cualquiera de ellos”. El artículo 29 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público también castiga la realización por parte de la Iglesia de “proselitismo o propaganda de cualquier tipo en favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna”. Mientras tanto, el artículo 404 del Código Penal Federal impone una multa de hasta 500 días de salario mínimo a los ministros de culto que “induzcan expresamente al electorado a votar en favor o en contra de un candidato o partido político”.
Al demonizar al Partido de la Revolución Democrática (PRD) y llamar explícitamente a “los bautizados” a votar en las próximas elecciones “para evitar que algunos políticos y partidos sigan atentando contra la fe y la moral”, el arzobispado primado de México anuncia el inicio de una nueva guerra cristera que, en su perversa redición de 2006, buscará impedir haiga sido como haiga sido la llegada a la Presidencia de la República de algún candidato de izquierda.
Habría que celebrar la valentía de Marcelo Ebrard para defenderse públicamente de las acusaciones infundadas del cardenal Juan Sandoval Íñiguez. Compensa de manera importante el vacío de poder y la pasividad institucional a escala federal.
Sin embargo, esta acción legal desafortunadamente también ha personalizado una lucha que debe ser institucional y colectiva. El conflicto central no es entre Ebrard y Sandoval, sino entre la Iglesia católica y las instituciones democráticas del país. Si bien la denuncia del jefe de Gobierno implica un importante “hasta aquí” en el terreno simbólico ante los abusos de la iglesia, el juez civil que conozca de la denuncia no abordará en absoluto el asunto de la defensa del Estado laico, sino únicamente el tema del posible daño moral a Ebrard.
La acción legal de Ebrard también podría tener el efecto colateral de desalentar futuras denuncias en materia de corrupción de parte del ciudadano de a pie. Si bien no debemos permitir la descalificación de las instituciones sin sustento, y menos cuando viene de parte la Iglesia católica, tampoco deberíamos cerrarle la puerta a la expresión pública de sospechas fundadas respecto del desempeño de nuestras autoridades gubernamentales. La corrupción es uno de los delitos más difíciles de castigar, precisamente porque los que lo cometen normalmente cubren sus pasos de manera sumamente cuidadosa. De ninguna forma podemos exigir que el ciudadano tenga plenamente comprobada la existencia de un soborno antes de poder denunciar un posible desfalco al erario. Al contrario, habría que alentar por todas las vías posibles la presentación de denuncias, incluso de manera anónima, de posibles actos de corrupción.
Las instituciones que tienen que actuar, y pronto, en el caso actual son el IFE, la SG y la Fepade. Gobernación, por ejemplo, puede multar tanto al cardenal como al arzobispado con hasta 20 mil días de salario mínimo e incluso ordenar la clausura de uno o varios templos de culto. La Fepade tiene facultades de multar con hasta 500 días de salario mínimo.
Es cierto que el IFE actualmente se encuentra limitado en sus facultades de sanción directa en la materia. Este vacío legal debería corregirse en una eventual modificación correctiva a las reformas electorales de 2007-2008. Sin embargo, desde ahora los consejeros electorales tienen la obligación de señalar de manera contundente que la participación de la Iglesia en la política nacional podría llegar a poner en riesgo la validez de la elección presidencial de 2012. Una simple remisión burocrática del expediente a Gobernación sería una gran irresponsabilidad de parte de los consejeros electorales. Todos debemos tener muy claro que toda elección debe cumplir con los principios constitucionales básicos y desde luego la intervención indebida de la Iglesia podría llevar a la nulidad de los comicios.
Si las instituciones no actúan de manera expedita y contundente ante este evidente ataque al estado de derecho por la Iglesia católica, el legado de impunidad e ilegalidad será muy difícil de borrar después. Podríamos estar seguros que las elecciones de 2012 serán aún más descarnadas y conflictivas que las de 2006, algo que nuestra incipiente democracia quizás simplemente no pueda soportar.
http://www.johnackerman.blogspot.com/
La ley no deja lugar a dudas. El artículo 130 de la Constitución explícitamente señala que los ministros de culto no podrán “realizar proselitismo en favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna”. El artículo 353 del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) prohíbe a las iglesias “la inducción a la abstención, a votar por un candidato o partido político, o a no hacerlo por cualquiera de ellos”. El artículo 29 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público también castiga la realización por parte de la Iglesia de “proselitismo o propaganda de cualquier tipo en favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna”. Mientras tanto, el artículo 404 del Código Penal Federal impone una multa de hasta 500 días de salario mínimo a los ministros de culto que “induzcan expresamente al electorado a votar en favor o en contra de un candidato o partido político”.
Al demonizar al Partido de la Revolución Democrática (PRD) y llamar explícitamente a “los bautizados” a votar en las próximas elecciones “para evitar que algunos políticos y partidos sigan atentando contra la fe y la moral”, el arzobispado primado de México anuncia el inicio de una nueva guerra cristera que, en su perversa redición de 2006, buscará impedir haiga sido como haiga sido la llegada a la Presidencia de la República de algún candidato de izquierda.
Habría que celebrar la valentía de Marcelo Ebrard para defenderse públicamente de las acusaciones infundadas del cardenal Juan Sandoval Íñiguez. Compensa de manera importante el vacío de poder y la pasividad institucional a escala federal.
Sin embargo, esta acción legal desafortunadamente también ha personalizado una lucha que debe ser institucional y colectiva. El conflicto central no es entre Ebrard y Sandoval, sino entre la Iglesia católica y las instituciones democráticas del país. Si bien la denuncia del jefe de Gobierno implica un importante “hasta aquí” en el terreno simbólico ante los abusos de la iglesia, el juez civil que conozca de la denuncia no abordará en absoluto el asunto de la defensa del Estado laico, sino únicamente el tema del posible daño moral a Ebrard.
La acción legal de Ebrard también podría tener el efecto colateral de desalentar futuras denuncias en materia de corrupción de parte del ciudadano de a pie. Si bien no debemos permitir la descalificación de las instituciones sin sustento, y menos cuando viene de parte la Iglesia católica, tampoco deberíamos cerrarle la puerta a la expresión pública de sospechas fundadas respecto del desempeño de nuestras autoridades gubernamentales. La corrupción es uno de los delitos más difíciles de castigar, precisamente porque los que lo cometen normalmente cubren sus pasos de manera sumamente cuidadosa. De ninguna forma podemos exigir que el ciudadano tenga plenamente comprobada la existencia de un soborno antes de poder denunciar un posible desfalco al erario. Al contrario, habría que alentar por todas las vías posibles la presentación de denuncias, incluso de manera anónima, de posibles actos de corrupción.
Las instituciones que tienen que actuar, y pronto, en el caso actual son el IFE, la SG y la Fepade. Gobernación, por ejemplo, puede multar tanto al cardenal como al arzobispado con hasta 20 mil días de salario mínimo e incluso ordenar la clausura de uno o varios templos de culto. La Fepade tiene facultades de multar con hasta 500 días de salario mínimo.
Es cierto que el IFE actualmente se encuentra limitado en sus facultades de sanción directa en la materia. Este vacío legal debería corregirse en una eventual modificación correctiva a las reformas electorales de 2007-2008. Sin embargo, desde ahora los consejeros electorales tienen la obligación de señalar de manera contundente que la participación de la Iglesia en la política nacional podría llegar a poner en riesgo la validez de la elección presidencial de 2012. Una simple remisión burocrática del expediente a Gobernación sería una gran irresponsabilidad de parte de los consejeros electorales. Todos debemos tener muy claro que toda elección debe cumplir con los principios constitucionales básicos y desde luego la intervención indebida de la Iglesia podría llevar a la nulidad de los comicios.
Si las instituciones no actúan de manera expedita y contundente ante este evidente ataque al estado de derecho por la Iglesia católica, el legado de impunidad e ilegalidad será muy difícil de borrar después. Podríamos estar seguros que las elecciones de 2012 serán aún más descarnadas y conflictivas que las de 2006, algo que nuestra incipiente democracia quizás simplemente no pueda soportar.
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