E D I T O R I A L
Hipocresía e impunidad
Las declaraciones hechas ayer a la periodista Carmen Aristegui por dos de los hijos del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, en el sentido de que durante su niñez fueron víctimas de abuso sexual por parte de su propio padre, constituyen un nuevo golpe a la maltrecha imagen de esa poderosa e influyente orden religiosa y, por extensión, a la de la Iglesia católica, de por sí hundida en un vasto descrédito a escala mundial por la proliferación de casos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes.
Por principio de cuentas, las acusaciones revelan la hipocresía proverbial de una jerarquía eclesiástica que se empeña sistemáticamente en vulnerar la libertad de los individuos para decidir sobre sus propios cuerpos y sus relaciones afectivas –muestra de ello son la campaña de las autoridades católicas de nuestro país en contra del aborto y del uso de anticonceptivos, y su empeño por descalificar, sin objetividad científica alguna, como “antinaturales”, las uniones de personas del mismo sexo–, y mantiene vigente, en cambio, una directiva insensata y de enorme potencial nocivo, como es el celibato, pese a que dicha restricción no forma parte de los principios históricos fundamentales del catolicismo: fue establecida como una obligación del sacerdocio hasta el siglo XVI, en el contexto del Concilio de Trento, como respuesta a las reformas protestantes que permitían el matrimonio de los clérigos.
Significativamente, la propia Iglesia católica ha sido, por tradición, mucho más tolerante hacia los curas violadores y pederastas que hacia quienes incumplen abiertamente el voto de celibato, y con ello, además de establecer la doble moral como regla de conducta tácitamente aceptada en sus filas, se ha convertido en encubridora de prácticas que afectan a las sociedades en sus entornos fundamentales y provocan un daño irreparable en las víctimas.
Más allá de la pertinencia y la necesidad de que las autoridades vaticanas abandonen una prohibición manifiestamente insostenible y antinatural –ésta sí merece el calificativo, dado que promueve la supresión de una dimensión humana ineludible, como es la sexualidad–, el episodio comentado arroja signos preocupantes sobre las instancias de procuración e impartición de justicia del país, las cuales han exhibido una escandalosa renuencia a investigar las agresiones sexuales cometidas por sacerdotes –como pudo observarse con las acusaciones en contra del arzobispo primado de México, Norberto Rivera, por presunto encubrimiento del cura pederasta Nicolás Aguilar– y han evitado ejercer sus facultades para procurar e impartir justicia. La impunidad de los curas agresores no es, por tanto, responsabilidad exclusiva del clero, sino parece obedecer, en buena medida, a un pacto tácito que involucra a autoridades religiosas y seculares, y que ha extendido la percepción de que en nuestro país el poder político, económico y religioso otorga cobertura legal a quienes se valen de su ascendiente moral sobre la población para cometer agresiones sexuales.
En el caso concreto de Maciel, resulta particularmente necesaria la intervención de las autoridades civiles, habida cuenta de la opacidad y la voluntad de encubrimiento con que los integrantes de la jerarquía vaticana, empezando por el desaparecido Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger, se han conducido frente a las acusaciones –graves, verosímiles y por ellos conocidas– que pesan sobre el sacerdote michoacano: cabe recordar que en 2004 el propio Ratzinger tuvo la oportunidad de reabrir, cuando aún presidía la Congregación para la Doctrina de la Fe, el expediente del fundador de los Legionarios; la autoridad católica, sin embargo, rehusó someter a Maciel a un proceso canónico, y selló con ello la impresión de que el Vaticano prefería preservar la impunidad del religioso que desatar un escándalo y una confrontación con una orden que, cabe recordarlo, aporta a la Iglesia católica grandes cuotas de poder político y económico en diversos países, entre ellos México.
Sería particularmente desastroso para la imagen y credibilidad de la institucionalidad de nuestro país, de por sí erosionadas, que las denuncias formuladas ayer por los hijos de Maciel terminen, como ha ocurrido con tantos otros casos similares, en un carpetazo: ante estos testimonios, las autoridades deben emprender acciones concretas para investigar estos crímenes y sancionar a posibles responsables vivos: y es que el hoy difunto Maciel, difícilmente pudo haber llevado una doble vida durante décadas sin el encubrimiento de miembros de su propia congregación y de las autoridades eclesiásticas. La jerarquía católica, por su parte, deberá mostrar, en estas pesquisas, una voluntad de colaboración decidida y autocrítica, y evitar los baños de pureza con que suele reaccionar ante acusaciones de este tipo, si lo que quiere es restañar en alguna medida su dañada imagen pública.
Por principio de cuentas, las acusaciones revelan la hipocresía proverbial de una jerarquía eclesiástica que se empeña sistemáticamente en vulnerar la libertad de los individuos para decidir sobre sus propios cuerpos y sus relaciones afectivas –muestra de ello son la campaña de las autoridades católicas de nuestro país en contra del aborto y del uso de anticonceptivos, y su empeño por descalificar, sin objetividad científica alguna, como “antinaturales”, las uniones de personas del mismo sexo–, y mantiene vigente, en cambio, una directiva insensata y de enorme potencial nocivo, como es el celibato, pese a que dicha restricción no forma parte de los principios históricos fundamentales del catolicismo: fue establecida como una obligación del sacerdocio hasta el siglo XVI, en el contexto del Concilio de Trento, como respuesta a las reformas protestantes que permitían el matrimonio de los clérigos.
Significativamente, la propia Iglesia católica ha sido, por tradición, mucho más tolerante hacia los curas violadores y pederastas que hacia quienes incumplen abiertamente el voto de celibato, y con ello, además de establecer la doble moral como regla de conducta tácitamente aceptada en sus filas, se ha convertido en encubridora de prácticas que afectan a las sociedades en sus entornos fundamentales y provocan un daño irreparable en las víctimas.
Más allá de la pertinencia y la necesidad de que las autoridades vaticanas abandonen una prohibición manifiestamente insostenible y antinatural –ésta sí merece el calificativo, dado que promueve la supresión de una dimensión humana ineludible, como es la sexualidad–, el episodio comentado arroja signos preocupantes sobre las instancias de procuración e impartición de justicia del país, las cuales han exhibido una escandalosa renuencia a investigar las agresiones sexuales cometidas por sacerdotes –como pudo observarse con las acusaciones en contra del arzobispo primado de México, Norberto Rivera, por presunto encubrimiento del cura pederasta Nicolás Aguilar– y han evitado ejercer sus facultades para procurar e impartir justicia. La impunidad de los curas agresores no es, por tanto, responsabilidad exclusiva del clero, sino parece obedecer, en buena medida, a un pacto tácito que involucra a autoridades religiosas y seculares, y que ha extendido la percepción de que en nuestro país el poder político, económico y religioso otorga cobertura legal a quienes se valen de su ascendiente moral sobre la población para cometer agresiones sexuales.
En el caso concreto de Maciel, resulta particularmente necesaria la intervención de las autoridades civiles, habida cuenta de la opacidad y la voluntad de encubrimiento con que los integrantes de la jerarquía vaticana, empezando por el desaparecido Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger, se han conducido frente a las acusaciones –graves, verosímiles y por ellos conocidas– que pesan sobre el sacerdote michoacano: cabe recordar que en 2004 el propio Ratzinger tuvo la oportunidad de reabrir, cuando aún presidía la Congregación para la Doctrina de la Fe, el expediente del fundador de los Legionarios; la autoridad católica, sin embargo, rehusó someter a Maciel a un proceso canónico, y selló con ello la impresión de que el Vaticano prefería preservar la impunidad del religioso que desatar un escándalo y una confrontación con una orden que, cabe recordarlo, aporta a la Iglesia católica grandes cuotas de poder político y económico en diversos países, entre ellos México.
Sería particularmente desastroso para la imagen y credibilidad de la institucionalidad de nuestro país, de por sí erosionadas, que las denuncias formuladas ayer por los hijos de Maciel terminen, como ha ocurrido con tantos otros casos similares, en un carpetazo: ante estos testimonios, las autoridades deben emprender acciones concretas para investigar estos crímenes y sancionar a posibles responsables vivos: y es que el hoy difunto Maciel, difícilmente pudo haber llevado una doble vida durante décadas sin el encubrimiento de miembros de su propia congregación y de las autoridades eclesiásticas. La jerarquía católica, por su parte, deberá mostrar, en estas pesquisas, una voluntad de colaboración decidida y autocrítica, y evitar los baños de pureza con que suele reaccionar ante acusaciones de este tipo, si lo que quiere es restañar en alguna medida su dañada imagen pública.
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