8 mar 2010


Ciudadanos o vasallos



León Bendesky

La condición de ciudadanos no es un regalo de nadie, es un derecho. Otra cosa es que sea efectivo más allá de las más esenciales formalidades. Sí, es cierto, podemos ir a las urnas y emitir un voto periódicamente. Después de eso, estamos prácticamente inermes ante la falta de rendición de cuentas y la impunidad reinantes.

Sí, es cierto, que gozamos de libertades consignadas en las leyes. Una de ellas, por ejemplo, el libre tránsito, que se extiende hasta donde dura el miedo a la inseguridad o hay que detenerse en los retenes policiacos y militares en muchas zonas del país. Sí, hay un derecho a la educación y a la salud, cada vez más precarios y de mala calidad. ¿Qué son, además de inútiles en un sentido práctico, los derechos que no se pueden ejercer?

Así podríamos revisar cada parte del catálogo de nuestra condición de ciudadanos. No es difícil: abra su ejemplar de la Constitución y mire el capítulo primero: De las garantías individuales, y el capítulo cuarto: De los ciudadanos mexicanos. Piense en lo que ahí dice y confróntelo con lo que nos pasa. El balance, me temo, es pobre, muy pobre.

La verdad es que no somos ciudadanos de una república moderna, como se repite en discursos que conmemoran las efemérides nacionales, como se ofrece en las campañas políticas o en declaraciones de legisladores, jueces y funcionarios públicos.

En ocasiones nos aproximamos a la situación de vasallos. Parecemos mujeres y hombres formalmente libres, pero que mantenemos relaciones de subordinación ante la autoridad que conferimos a otros mediante un mandato –democrático– que no cumplen y que no podemos exigir que lo hagan.

Como ciudadanos estamos mutilados y el sistema político que sustenta esta condición se debilita de modo constante. El asunto más reciente de las alianzas electorales y los compromisos entre partidos para conseguir aprobar leyes es sólo uno más de los casos de vasallaje que predominan en las relaciones de poder entre quienes gobiernan, hacen leyes y deben procurar la justicia.

Se propone, otra vez, la necesidad de una reforma política. Pero ante los hechos parecería que ésta sólo puede empezar con la reforma de la legislación sobre los mismos partidos políticos: lo que pueden hacer, cómo pueden hacerlo y su financiamiento.

Los expertos señalan que la democracia requiere de partidos por diversas razones técnicas y de interrelaciones sociales. Sea así, admitámoslo, y en seguida aceptemos también que lo que hoy tenemos es ya totalmente disfuncional para los intereses que están más allá de los que controlan esos mismos aparatos y las redes de poder que establecen. Ninguno de ellos pasa las pruebas más simples de la esencia de la democracia ni en su interior y, mucho menos, en términos de las exigencias de esta sociedad.

Y de ser así, quién tiene el menor incentivo entonces para reformar la existencia y funcionamiento de los partidos en un entorno democrático. La respuesta es inmediata, nadie. Puede seguirse, pues, que cualquier reforma política que surja de los arreglos vigentes no puede aspirar más que a un reacomodo de los mismos que la formularán y la votarán en el Congreso. Los ciudadanos volverán a ser forzados a aceptar un pacto de vasallaje. El problema, o más bien, el conflicto que enfrentamos es cómo romper este nudo gordiano.

Claro que ningún sistema político de naturaleza democrática es perfecto. Las dictaduras tampoco, o es que no hemos aprendido nada. No se trata de eso. Ni los ciudadanos ni los vasallos son ingenuos, responden a condiciones cimentadas en intereses y el ejercicio del poder; ético, coercitivo o como sea.

La crisis política del país es cada vez más evidente. Esta mitad de sexenio no puede hacerla más clara. De todos lados se contribuye a ella y los personajes siguen siendo los mismos y los arreglos institucionales han caducado. Hasta en Hollywood hay más rotación de estrellas, las top model cambian con más frecuencia; entre los grandes jonroneros en el béisbol surgen nuevos cañoneros.

La condición de ciudadanos mantenida en su esencia formal puede ser motivo de orgullo, también fuente de crispación. Es un Estado político sin suficientes expresiones prácticas y en persistente debilitamiento, lo que no puede sino agravar el magullado contrato social que nos rige. Lo hace con menor efectividad y de él se derivan rentas que se apropian de manera particular y costos que se cargan de modo colectivo.

Si la credencial de elector sirve para seguir yendo a votar en estas condiciones, debo solicitar al doctor Leonardo Valdez, del IFE, que se cancele mi nombre del registro correspondiente. Si sirve además para identificarme en el banco, solicito al doctor Guillermo Babatz, de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, que elimine tal requisito y que pueda hacer valer mi identidad de otra forma. Si sirve para que me dejen entrar a un edificio que requiere seguridad por el miedo existente, dicha credencial puede sustituirse por alguna otra, ya discutiré yo con el guardia de turno.

leon@jornada.com.mx



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