E D I T O R I A L
G-20: en la dirección correcta
Como resultado de la reunión cumbre celebrada en Londres, los gobernantes del G-20 anunciaron la puesta en práctica de un plan de reactivación de la economía mundial que incluye una inyección de un billón de dólares a las finanzas mundiales (tres cuartas partes de los cuales irán a los países más afectados por la catástrofe en curso) y medidas para prevenir la especulación desenfrenada y el descontrol de los organismos financieros internacionales: la reforma del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM), la creación de un Consejo de Estabilidad Financiera (FSB, por sus siglas en inglés), encargado de alertar sobre riesgos macroeconómicos y financieros y de extender la regulación en los mercados; el aislamiento de los países considerados "paraísos fiscales"; la severa acotación del secreto bancario; la regulación de salarios y bonificaciones de banqueros; el endurecimiento de la normativa financiera para aumentar la supervisión de fondos de inversión y agencias de calificación crediticia, y la puesta en venta de las reservas de oro del Fondo Monetario Internacional (unos seis mil millones de dólares) para ayudar a los países más necesitados.
El paquete de medidas no tiene precedente y constituye el acuerdo económico internacional más importante desde la Conferencia Monetaria y Financiera de Bretton Woods (1944), con la diferencia de que, mientras en aquella ocasión Estados Unidos hegemonizó el encuentro, en la reunión de Londres predominó un espíritu más multilateral y menos excluyente. En este punto sería pertinente aquilatar la importancia del cambio de administración que tuvo lugar recientemente en Washington, pues en la lógica del gobierno de George W. Bush la interacción que tuvo lugar en Londres habría sido llanamente imposible.
Por otra parte, en el encuentro cumbre del G-20 han tenido lugar los funerales del llamado "consenso de Washington", que preconizaba una suprema austeridad fiscal, el castigo económico a las poblaciones de países en apuros mediante las famosas”terapias de choque” recetadas por el FMI y el BM, y la rendición de las naciones ante los intereses de los capitales financieros trasnacionales. Por el contrario, tras los desastrosos resultados del neoliberalismo –que se vivieron en los países pobres muchos años antes que en las naciones ricas que lo impusieron en casi todo el planeta–, se ha visto la necesidad de reactivar la economía y la producción y de poner límites a los apetitos insaciables de la especulación capitalista. Ese solo hecho permite hacerse un juicio en principio positivo de lo logrado en Londres.
Por supuesto, el plan internacional anunciado ayer es sólo el principio de las acciones sostenidas y enérgicas que deben ser adoptadas a fin de abreviar los tiempos de la recesión y recuperar el crecimiento sobre bases menos endebles que las que imperaron hasta hace unos meses. Lo acordado requiere de un seguimiento estricto por parte de los gobernantes y, sobre todo, de una firme voluntad política para llevarlo a cabo, porque nada garantiza, por ahora, que el billón de dólares sea utilizado en forma correcta y que no se desvanezca en los escenarios de burocratismo y corrupción que no son, ciertamente, exclusivos de las naciones en desarrollo.
Por añadidura, nadie puede garantizar que las medidas anunciadas ayer serán capaces, por sí mismas, de inducir una reactivación económica generalizada. Son, por ahora, un paso en la dirección correcta, pero está pendiente la prueba de la realidad. Cabe esperar, para beneficio de la comunidad mundial, que logren superarla.
El paquete de medidas no tiene precedente y constituye el acuerdo económico internacional más importante desde la Conferencia Monetaria y Financiera de Bretton Woods (1944), con la diferencia de que, mientras en aquella ocasión Estados Unidos hegemonizó el encuentro, en la reunión de Londres predominó un espíritu más multilateral y menos excluyente. En este punto sería pertinente aquilatar la importancia del cambio de administración que tuvo lugar recientemente en Washington, pues en la lógica del gobierno de George W. Bush la interacción que tuvo lugar en Londres habría sido llanamente imposible.
Por otra parte, en el encuentro cumbre del G-20 han tenido lugar los funerales del llamado "consenso de Washington", que preconizaba una suprema austeridad fiscal, el castigo económico a las poblaciones de países en apuros mediante las famosas”terapias de choque” recetadas por el FMI y el BM, y la rendición de las naciones ante los intereses de los capitales financieros trasnacionales. Por el contrario, tras los desastrosos resultados del neoliberalismo –que se vivieron en los países pobres muchos años antes que en las naciones ricas que lo impusieron en casi todo el planeta–, se ha visto la necesidad de reactivar la economía y la producción y de poner límites a los apetitos insaciables de la especulación capitalista. Ese solo hecho permite hacerse un juicio en principio positivo de lo logrado en Londres.
Por supuesto, el plan internacional anunciado ayer es sólo el principio de las acciones sostenidas y enérgicas que deben ser adoptadas a fin de abreviar los tiempos de la recesión y recuperar el crecimiento sobre bases menos endebles que las que imperaron hasta hace unos meses. Lo acordado requiere de un seguimiento estricto por parte de los gobernantes y, sobre todo, de una firme voluntad política para llevarlo a cabo, porque nada garantiza, por ahora, que el billón de dólares sea utilizado en forma correcta y que no se desvanezca en los escenarios de burocratismo y corrupción que no son, ciertamente, exclusivos de las naciones en desarrollo.
Por añadidura, nadie puede garantizar que las medidas anunciadas ayer serán capaces, por sí mismas, de inducir una reactivación económica generalizada. Son, por ahora, un paso en la dirección correcta, pero está pendiente la prueba de la realidad. Cabe esperar, para beneficio de la comunidad mundial, que logren superarla.
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