Imágenes
Pedro Miguel
Un cuerpo humano muerto, entero o en partes; yacente en el asfalto, colgado de un puente o despatarrado en el asiento de un vehículo; vestido o desnudo, o bien envuelto en una cobija barata; con o sin cartulina explicatoria del sentido del mensaje.
Alrededor del muerto, una nube de humildes policías municipales, de arrogantes policías federales y de efectivos militares impenetrables, vistiendo todos o algunos de ellos, chalecos antibalas de los que cuelgan equipos de comunicación y contenedores de parque; armados hasta los dientes, por lo general, y transportados en automóviles pintados de uniforme, en pick-ups adaptadas para las labores de patrulla, o incluso en vehículos blindados y artillados de color verde olivo.
Entre ellos, algunos peritos forenses que deambulan entre cartuchos percutidos, fragmentos de vidrio, hierros retorcidos por el fuego, zapatos huérfanos de pie, charcos de sangre y pedazos de tejido humano y que rodean el sitio con cinta de plástico anaranjado para delimitar el acceso a la escena del crimen o del hallazgo sólo a personal autorizado. Y la prensa, en el segundo círculo. Y los simples curiosos, cada vez más escasos (efecto de la costumbre o del terror), en el tercero.
El despliegue de medios –humanos y materiales– resulta tardío e inservible. En realidad, los cuerpos de seguridad debieron desplegarse en torno a la víctima antes de que ésta fuera asesinada: segundos antes, minutos antes, días y semanas y años antes, e impedir el crimen.
Ahora, toda esa faramalla de uniformados, armas de alto poder, chalecos antibalas, walkie-talkies y transportes con o sin blindaje, es un grosero dispendio de recursos públicos que exhibe, sin pudor ante las cámaras de foto y de video, su propio ridículo: por más efectivos que envíen a puluar en torno al muerto, por más patrullas y torres con luces y sirenas abiertas, por más ametralladoras pesadas que exhiban, no lograrán taparle las perforaciones fatales, pegarle de nuevo la cabeza al tronco, reintroducir a su torrente sanguíneo los charcos hemáticos desparramados en el asfalto o en los asientos del coche acribillado, revivir a la víctima. La foto y la imagen en movimiento del operativo se convierte en la imagen pura de la impotencia del Estado.
Si los despojos humanos eran muchos, unas horas después de su hallazgo, y pa- ra rubricar el absurdo, un comunicado informará de la realización de reuniones de urgencia a nivel estatal o federal, como si con ello se pudiera revivir a los difuntos, evitar que ocurran nuevas muertes o, por lo menos, exorcisar el dolor de los deudos.
Todo este conjunto de reacciones –desde las horas de trabajo del funcionario de prensa que redacta el comunicado hasta la ingrata tarea de los peritos, obligados a certificar que el sujeto balaceado fue muerto a balazos, pasando por la gasolina y el aceite que consumen los vehículos oficiales– es un desperdicio.
O no: o bien, resulta que el perímetro de seguridad en torno a un cuerpo que ya no la necesita conlleva, en sí misma, un mensaje acerca de la importancia estratégica de los trofeos.
“Miren, hemos empeñado muchos esfuerzos y mucha planeación en esta muerte violenta, y nos resulta fundamental que ustedes la observen, que convivan con ella, que se empapen en el contraste entre la extrema vulnerabilidad de ese pinche muerto –que de seguro formaba parte de la delincuencia organizada– y nuestro propio poderío bélico; sírvanse apreciar, en esta imagen, una metáfora de la impotencia de ustedes, ciudadanos en vías de conversión a súbditos, y de la fuerza de nosotros, los que mandamos, los que aparecemos y desaparecemos a conveniencia el dinero del país, los que decidimos sobre vidas y haciendas, los capos del cártel constitucional, los depositarios de todos los juguetes (“all the toys”, en las entrevistas).
De ser así, el mensaje es eficaz, que ni qué. Pero sólo hasta cierto punto. En forma más lenta de lo deseable se extiende en la sociedad la percepción de que estos gobernantes ya no se conforman con robarse o con desperdiciar nuestro dinero, con aferrarse a los puestos como garrapatas (miren cuánto duró en el cargo Molinar Horcasitas, a pesar de los abundantes señalamientos en su contra) ni con usurpar la voluntad popular: de unos años a la fecha hacen negocio, además, con nuestra seguridad y con nuestras vidas, ya sea para beneficiar los designios intervencionistas de los gringos, ya para hacerles el negocio a los narcos y a los empresarios “decentes” (qué tal los banqueros) que les lavan la ganancia, ya para perpetuarse en el poder por medio de la disolución, en el terror puro y duro, de la voluntad social.
Cuando esta conciencia se generalice, las semanas y las horas de este régimen estarán contadas.
navegaciones@yahoo.com
Alrededor del muerto, una nube de humildes policías municipales, de arrogantes policías federales y de efectivos militares impenetrables, vistiendo todos o algunos de ellos, chalecos antibalas de los que cuelgan equipos de comunicación y contenedores de parque; armados hasta los dientes, por lo general, y transportados en automóviles pintados de uniforme, en pick-ups adaptadas para las labores de patrulla, o incluso en vehículos blindados y artillados de color verde olivo.
Entre ellos, algunos peritos forenses que deambulan entre cartuchos percutidos, fragmentos de vidrio, hierros retorcidos por el fuego, zapatos huérfanos de pie, charcos de sangre y pedazos de tejido humano y que rodean el sitio con cinta de plástico anaranjado para delimitar el acceso a la escena del crimen o del hallazgo sólo a personal autorizado. Y la prensa, en el segundo círculo. Y los simples curiosos, cada vez más escasos (efecto de la costumbre o del terror), en el tercero.
El despliegue de medios –humanos y materiales– resulta tardío e inservible. En realidad, los cuerpos de seguridad debieron desplegarse en torno a la víctima antes de que ésta fuera asesinada: segundos antes, minutos antes, días y semanas y años antes, e impedir el crimen.
Ahora, toda esa faramalla de uniformados, armas de alto poder, chalecos antibalas, walkie-talkies y transportes con o sin blindaje, es un grosero dispendio de recursos públicos que exhibe, sin pudor ante las cámaras de foto y de video, su propio ridículo: por más efectivos que envíen a puluar en torno al muerto, por más patrullas y torres con luces y sirenas abiertas, por más ametralladoras pesadas que exhiban, no lograrán taparle las perforaciones fatales, pegarle de nuevo la cabeza al tronco, reintroducir a su torrente sanguíneo los charcos hemáticos desparramados en el asfalto o en los asientos del coche acribillado, revivir a la víctima. La foto y la imagen en movimiento del operativo se convierte en la imagen pura de la impotencia del Estado.
Si los despojos humanos eran muchos, unas horas después de su hallazgo, y pa- ra rubricar el absurdo, un comunicado informará de la realización de reuniones de urgencia a nivel estatal o federal, como si con ello se pudiera revivir a los difuntos, evitar que ocurran nuevas muertes o, por lo menos, exorcisar el dolor de los deudos.
Todo este conjunto de reacciones –desde las horas de trabajo del funcionario de prensa que redacta el comunicado hasta la ingrata tarea de los peritos, obligados a certificar que el sujeto balaceado fue muerto a balazos, pasando por la gasolina y el aceite que consumen los vehículos oficiales– es un desperdicio.
O no: o bien, resulta que el perímetro de seguridad en torno a un cuerpo que ya no la necesita conlleva, en sí misma, un mensaje acerca de la importancia estratégica de los trofeos.
“Miren, hemos empeñado muchos esfuerzos y mucha planeación en esta muerte violenta, y nos resulta fundamental que ustedes la observen, que convivan con ella, que se empapen en el contraste entre la extrema vulnerabilidad de ese pinche muerto –que de seguro formaba parte de la delincuencia organizada– y nuestro propio poderío bélico; sírvanse apreciar, en esta imagen, una metáfora de la impotencia de ustedes, ciudadanos en vías de conversión a súbditos, y de la fuerza de nosotros, los que mandamos, los que aparecemos y desaparecemos a conveniencia el dinero del país, los que decidimos sobre vidas y haciendas, los capos del cártel constitucional, los depositarios de todos los juguetes (“all the toys”, en las entrevistas).
De ser así, el mensaje es eficaz, que ni qué. Pero sólo hasta cierto punto. En forma más lenta de lo deseable se extiende en la sociedad la percepción de que estos gobernantes ya no se conforman con robarse o con desperdiciar nuestro dinero, con aferrarse a los puestos como garrapatas (miren cuánto duró en el cargo Molinar Horcasitas, a pesar de los abundantes señalamientos en su contra) ni con usurpar la voluntad popular: de unos años a la fecha hacen negocio, además, con nuestra seguridad y con nuestras vidas, ya sea para beneficiar los designios intervencionistas de los gringos, ya para hacerles el negocio a los narcos y a los empresarios “decentes” (qué tal los banqueros) que les lavan la ganancia, ya para perpetuarse en el poder por medio de la disolución, en el terror puro y duro, de la voluntad social.
Cuando esta conciencia se generalice, las semanas y las horas de este régimen estarán contadas.
navegaciones@yahoo.com
No hay comentarios.:
Publicar un comentario