Con la Iglesia hemos topado
Néstor de Buen
Quizá esa frase del Quijote sea de las más conocidas de esa obra maravillosa del genio cervantino. Con motivo de los 500 años de su publicación, volví a leer El Quijote, y lo disfruté aún más que en la primera ocasión, hace ya muchos años.
Entre nosotros, hoy en día está pasando lo mismo. Es claro que en un régimen conservador como el que padecemos sea natural, pero ciertamente los miembros de los cultos, y en especial de la Iglesia católica, no deben olvidar las reglas constitucionales que les prohíben participar en política, aun cuando en lo personal tengan el mismo derecho a votar pero no al de ser votados. Para superar ese escollo apoyan a los candidatos que hayan manifestado de manera más clara su adhesión a la Iglesia católica. Por ejemplo, del PAN.
Hay, por supuesto, la otra alternativa, en la que Samuel Ruiz, obispo de Chiapas cuando comenzó a actuar el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, intervino francamente en favor de los rebeldes, pero asumiendo con claridad su condición de defensor de los derechos humanos en un estado en el que brillan por su ausencia. El obispo Vera que lo sucedió siguió los mismos pasos, sin otras pretensiones que ayudar a los más necesitados.
Pocos papas más involucrados en la política que Pío XII, residente en Alemania en pleno nazismo y notable ciego ante la masacre de los judíos que ejercía con lujo el régimen de Hitler. De paso, bendijo la espada de Franco en plena Guerra Civil. Por otra parte, yo nací en el seno de una familia librepensadora a la que la Iglesia católica no quería en absoluto. Y su evidente participación en la guerra de España, en contra del gobierno, acabó por convencerme de que se trata de un instrumento político, muy eficaz en general, que afortunadamente en México tropezó con Benito Juárez y la Constitución de 1917, particularmente con su artículo 130, que de manera inteligente prohíbe a las iglesias la intervención en política.
No soy ajeno a la ideología de la Iglesia cuando es adecuada al sentido social. Por ello mi admiración por el famoso sargento Roncalli, mejor conocido como Juan XXXIII, cuya encíclica Quadragesimo anno, si no me equivoco en el nombre, constituyó un verdadero programa en favor de las clases trabajadoras. No me extrañó entonces que en una visita a San Pedro, en Roma, localizara la tumba de Pío XII en un lugar preferentísimo, mientras que la de Juan XXIII aparece hasta el final de la fila.
La Iglesia significa poder y no es fácil que quiera perderlo. Su forma de ser la vincula con los gobiernos reaccionarios, que en el caso de México toleran sus manifestaciones políticas y se abstienen de aplicar las disposiciones constitucionales.
Es evidente, por otra parte, que además de su notable intervención en el campo de la educación, como está ampliamente comprobado en nuestro país, la Iglesia también lleva a cabo admirables actos de caridad, sustituyendo en alguna medida una responsabilidad gubernamental que escasamente contribuye a paliar esas necesidades a cambio de un más que alarmante desempleo motivado por la equivocada política económica.
Le reconozco a la Iglesia católica su notable contribución al desarrollo del arte. En mis viajes, sobre todo a Europa, he visitado cuanta catedral constituye un prodigio arquitectónico independientemente de las obras de arte que suelen adornar sus paredes, sin olvidar la Capilla Sixtina. Pero, además, el destino me ha provocado que las gentes más cercanas a mí, empezando por Nona, mi esposa, sean católicos profundos. Podría citar por su relieve histórico el nombre de mi queridísimo amigo y compañero en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, René Capistrán Garza Jr., hijo de uno de los notables dirigentes de la Guerra Cristera, a quien también tuve el privilegio de tratar en una relación en que fue notable el mutuo respeto y el mayor afecto.
Lo que no se me olvida es que cuando llegué a México, el 26 de julio de 1940, bajo la presidencia del inolvidable Lázaro Cárdenas, estaba convencido del laicismo nacional y del afecto por los españoles. Pero pensé lo contrario cuando durante la presidencia de Ávila Camacho, el de 1941 fue declarado el “Año de la Virgen de Guadalupe”, y cuando conocí la diferencia con que se trataba a los españoles: “gachupines”, a los de añeja estancia, y “pinches refugiados” a nosotros. No eran precisamente elogios.
Pero el privilegio de llegar a México superaba de sobra cualquier discrepancia. El tiempo lo ha demostrado.
Entre nosotros, hoy en día está pasando lo mismo. Es claro que en un régimen conservador como el que padecemos sea natural, pero ciertamente los miembros de los cultos, y en especial de la Iglesia católica, no deben olvidar las reglas constitucionales que les prohíben participar en política, aun cuando en lo personal tengan el mismo derecho a votar pero no al de ser votados. Para superar ese escollo apoyan a los candidatos que hayan manifestado de manera más clara su adhesión a la Iglesia católica. Por ejemplo, del PAN.
Hay, por supuesto, la otra alternativa, en la que Samuel Ruiz, obispo de Chiapas cuando comenzó a actuar el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, intervino francamente en favor de los rebeldes, pero asumiendo con claridad su condición de defensor de los derechos humanos en un estado en el que brillan por su ausencia. El obispo Vera que lo sucedió siguió los mismos pasos, sin otras pretensiones que ayudar a los más necesitados.
Pocos papas más involucrados en la política que Pío XII, residente en Alemania en pleno nazismo y notable ciego ante la masacre de los judíos que ejercía con lujo el régimen de Hitler. De paso, bendijo la espada de Franco en plena Guerra Civil. Por otra parte, yo nací en el seno de una familia librepensadora a la que la Iglesia católica no quería en absoluto. Y su evidente participación en la guerra de España, en contra del gobierno, acabó por convencerme de que se trata de un instrumento político, muy eficaz en general, que afortunadamente en México tropezó con Benito Juárez y la Constitución de 1917, particularmente con su artículo 130, que de manera inteligente prohíbe a las iglesias la intervención en política.
No soy ajeno a la ideología de la Iglesia cuando es adecuada al sentido social. Por ello mi admiración por el famoso sargento Roncalli, mejor conocido como Juan XXXIII, cuya encíclica Quadragesimo anno, si no me equivoco en el nombre, constituyó un verdadero programa en favor de las clases trabajadoras. No me extrañó entonces que en una visita a San Pedro, en Roma, localizara la tumba de Pío XII en un lugar preferentísimo, mientras que la de Juan XXIII aparece hasta el final de la fila.
La Iglesia significa poder y no es fácil que quiera perderlo. Su forma de ser la vincula con los gobiernos reaccionarios, que en el caso de México toleran sus manifestaciones políticas y se abstienen de aplicar las disposiciones constitucionales.
Es evidente, por otra parte, que además de su notable intervención en el campo de la educación, como está ampliamente comprobado en nuestro país, la Iglesia también lleva a cabo admirables actos de caridad, sustituyendo en alguna medida una responsabilidad gubernamental que escasamente contribuye a paliar esas necesidades a cambio de un más que alarmante desempleo motivado por la equivocada política económica.
Le reconozco a la Iglesia católica su notable contribución al desarrollo del arte. En mis viajes, sobre todo a Europa, he visitado cuanta catedral constituye un prodigio arquitectónico independientemente de las obras de arte que suelen adornar sus paredes, sin olvidar la Capilla Sixtina. Pero, además, el destino me ha provocado que las gentes más cercanas a mí, empezando por Nona, mi esposa, sean católicos profundos. Podría citar por su relieve histórico el nombre de mi queridísimo amigo y compañero en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, René Capistrán Garza Jr., hijo de uno de los notables dirigentes de la Guerra Cristera, a quien también tuve el privilegio de tratar en una relación en que fue notable el mutuo respeto y el mayor afecto.
Lo que no se me olvida es que cuando llegué a México, el 26 de julio de 1940, bajo la presidencia del inolvidable Lázaro Cárdenas, estaba convencido del laicismo nacional y del afecto por los españoles. Pero pensé lo contrario cuando durante la presidencia de Ávila Camacho, el de 1941 fue declarado el “Año de la Virgen de Guadalupe”, y cuando conocí la diferencia con que se trataba a los españoles: “gachupines”, a los de añeja estancia, y “pinches refugiados” a nosotros. No eran precisamente elogios.
Pero el privilegio de llegar a México superaba de sobra cualquier discrepancia. El tiempo lo ha demostrado.
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